MIENTRAS ESPERO
Sólo te tengo a ti, silueta de agua,
y te diluyes entre mis dedos,
sobre mis ansias,
desde mis huesos.
Sólo te tengo a ti, dolor de espiga,
te incendias muy adentro,
en la espesura de la bruma
donde me consumo,
donde me ahogo,
donde te espero…
Te tengo en las cavernas
de mi nostalgia amarga,
en la neblina de una esperanza
que de tanto llegar no acaba,
en el rencor de la noche
que se embarra solitaria
como una llaga abandonada.
Sólo te tengo a ti, pasión dorada,
boca de luna llena,
ojos de cortesana,
cáliz sangriento
que no redime, que no salva.
Sólo te tengo a ti
y es una duda más dura que la espada,
y más estéril
que la paz de una mirada.
Sólo te tengo y estoy solo,
huyéndote, buscándote,
sorbiéndote la imagen de tu nombre
que escribo como loco
mientras espero tu llegada.
POEMAS, CUENTOS, COMENTARIOS, SUEÑOS...
miércoles, diciembre 29, 2010
martes, diciembre 28, 2010
EL SILENCIO DE LOS INOCENTES
No sé por qué se me ocurrió este título para el texto que quiero escribir. Es el nombre de una película que forma parte de una trilogía muy famosa. Muchos las habrán visto ya y, honestamente, no puedo decirles bien de qué trata cada una.
En fin... ocurre que, a decir verdad, en este día 28 de diciembre, que es el día de los Inocentes, es mi cumple. Por los que no lo saben aún: mi nombre como escritor es José I. Delgado Bahena, y la I. significa eso: Inocente.
Sinceramente, nunca me gustó mi nombre. Casi maldigo a la secretaria del Registro Civil de los años en que me registraron, porque mis padres le dijeron que querían que me llamara JOSÉ INOCENTE y ella, por hueva, supongo, sólo escribió J. INOCENTE.
Amén de los problemas que me causó este desbarajuste con mi nombre, jamá me he identifiacado con él. "Inocente" (ja) No lo he aceptado y en venganza mis libros los he firmado como José I. Delgado Bahena.
Tengo tantas anécdotas por mi nombre que me ayudaron a sobrellevarlo a través del rudo camino que he transitado, que escribiría un libro con ellas; pero, para no abusar, les comparto dos:
A)Como todos saben, fui maestro de educación primaria y secundaria. Casi al final de mi carrera como maestro, me cambié de centro de trabajo, y el director de mi nueva escuela me presentó ante los niños con mi nombre "oficial": J. INOCENTE DELGADO BAHENA. Ya en el trabajo cotidiano, al buscar el nombre de los niños para entregarles sus cuadernos que había calificado, encontré que uno de ellos había escrito, en una tarjeta, de las que pegan en las portadas de los libros, mi nombre de la siguiente manera: NOMBRE DEL MAESTRO: jota inocente. (jajajajaja, aún me causa risa).
B) Ésta es más seria pero, igual, se las comparto. Bueno, trabajé en una escuela particular en la capital del país. Cuando llegué, la directora me preguntó qué significaba la "J" y yo (sin haberlo pensado antes) le dije que ¡JAVIER! Como me veía muy serio, me creyó y así me presentó ante los compañeros y los niños. De manera que durante los dos años que trabajé ahí, siempre fui el maestro JAVIER. Uf, y yo tan a gusto. ¡Qué años tan padres!
Por otro lado, en realidad, no he sido tan "inocente" y siempre digo que me he quitado ese nombre para no seguir disimulando y defraudando a los demás, aparentando lo que no soy (y nunca fui).
Tal vez ya los cansé, mejor les comparto un poema para desahogar emociones, las de este día.
Esperaba tu llamada
y me levanté animoso.
Es mi cumple, sabes...
Creo que te has olvidado de mí
y lo entiendo.
Siempre es así.
He dejado la puerta abierta
para que salieran los rencores
pero entraron las nostalgias
y las falsas esperanzas.
Mientras escribo esto pienso en ti
y te veo detrás mío,
¡como tantas veces!,
vigilando mis palabras,
pero también abrazándome
y, de vez en cuando,
hurtando mis labios para dejarme
uno de tus dulces besos.
La verdad, en esta mañana quiero estar solo,
contigo, con tu foto y tus recuerdos.
Soy necio, ingenuo e inocente necio
que aún suspira por ti,
por tus "te quiero",
por tu melancolía extrema
que embarraste en mi cuerpo;
y sueño...
Sueño que regresas a quedarte por siempre
y me entregas la vida mía que te llevaste
entre tus dedos.
Es un sueño.
Afortunadamente, hay gente que me quiere
y sé que vendrán a verme,
otros enviarán mensajes,
me darán abrazos
y me dejarán una luna pálida,
¡sin remedio!
Un momento...
el celular me avisa que un mensaje ha llegado.
Me ilusiono y pienso que eres tú.
Salgo del estudio y voy a mi recámara,
vuelvo triste, por ti,
pero alegre también y mi corazón estalla.
Hay alguien que no falla, siempre está ahí.
se trata de mi hija,
y su mensaje me salva.
Estoy feliz.
En fin... ocurre que, a decir verdad, en este día 28 de diciembre, que es el día de los Inocentes, es mi cumple. Por los que no lo saben aún: mi nombre como escritor es José I. Delgado Bahena, y la I. significa eso: Inocente.
Sinceramente, nunca me gustó mi nombre. Casi maldigo a la secretaria del Registro Civil de los años en que me registraron, porque mis padres le dijeron que querían que me llamara JOSÉ INOCENTE y ella, por hueva, supongo, sólo escribió J. INOCENTE.
Amén de los problemas que me causó este desbarajuste con mi nombre, jamá me he identifiacado con él. "Inocente" (ja) No lo he aceptado y en venganza mis libros los he firmado como José I. Delgado Bahena.
Tengo tantas anécdotas por mi nombre que me ayudaron a sobrellevarlo a través del rudo camino que he transitado, que escribiría un libro con ellas; pero, para no abusar, les comparto dos:
A)Como todos saben, fui maestro de educación primaria y secundaria. Casi al final de mi carrera como maestro, me cambié de centro de trabajo, y el director de mi nueva escuela me presentó ante los niños con mi nombre "oficial": J. INOCENTE DELGADO BAHENA. Ya en el trabajo cotidiano, al buscar el nombre de los niños para entregarles sus cuadernos que había calificado, encontré que uno de ellos había escrito, en una tarjeta, de las que pegan en las portadas de los libros, mi nombre de la siguiente manera: NOMBRE DEL MAESTRO: jota inocente. (jajajajaja, aún me causa risa).
B) Ésta es más seria pero, igual, se las comparto. Bueno, trabajé en una escuela particular en la capital del país. Cuando llegué, la directora me preguntó qué significaba la "J" y yo (sin haberlo pensado antes) le dije que ¡JAVIER! Como me veía muy serio, me creyó y así me presentó ante los compañeros y los niños. De manera que durante los dos años que trabajé ahí, siempre fui el maestro JAVIER. Uf, y yo tan a gusto. ¡Qué años tan padres!
Por otro lado, en realidad, no he sido tan "inocente" y siempre digo que me he quitado ese nombre para no seguir disimulando y defraudando a los demás, aparentando lo que no soy (y nunca fui).
Tal vez ya los cansé, mejor les comparto un poema para desahogar emociones, las de este día.
Esperaba tu llamada
y me levanté animoso.
Es mi cumple, sabes...
Creo que te has olvidado de mí
y lo entiendo.
Siempre es así.
He dejado la puerta abierta
para que salieran los rencores
pero entraron las nostalgias
y las falsas esperanzas.
Mientras escribo esto pienso en ti
y te veo detrás mío,
¡como tantas veces!,
vigilando mis palabras,
pero también abrazándome
y, de vez en cuando,
hurtando mis labios para dejarme
uno de tus dulces besos.
La verdad, en esta mañana quiero estar solo,
contigo, con tu foto y tus recuerdos.
Soy necio, ingenuo e inocente necio
que aún suspira por ti,
por tus "te quiero",
por tu melancolía extrema
que embarraste en mi cuerpo;
y sueño...
Sueño que regresas a quedarte por siempre
y me entregas la vida mía que te llevaste
entre tus dedos.
Es un sueño.
Afortunadamente, hay gente que me quiere
y sé que vendrán a verme,
otros enviarán mensajes,
me darán abrazos
y me dejarán una luna pálida,
¡sin remedio!
Un momento...
el celular me avisa que un mensaje ha llegado.
Me ilusiono y pienso que eres tú.
Salgo del estudio y voy a mi recámara,
vuelvo triste, por ti,
pero alegre también y mi corazón estalla.
Hay alguien que no falla, siempre está ahí.
se trata de mi hija,
y su mensaje me salva.
Estoy feliz.
martes, diciembre 21, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
Ángel perverso.
José I. Delgado Bahena
Apenas había entrado a la prepa cuando la conocí. Se llamaba Gabriela Plata y era un ángel. Un “ángel de amor”, le decía yo. En realidad, ella era amiga de Josué, uno de mis mejores amigos, y le gustaba a él para novia pero no se atrevía hablarle. Como Josué y yo nos confiábamos todo, un día me la presentó porque quería que le diera mi opinión sobre ella. Lo curioso fue que cuando la conocí, no me interesó para nada pero se me ocurrió lanzarle los canes sólo por molestar a mi amigo, y picarlo para que se animara a declarársele.
Lo malo fue que Josué me dijo que Gaby se sintió atraída por mí pero me daba largas sólo para hacer que me clavara con ella.
La verdad, este enredo lo hizo el mismo Josué, porque gracias a él Gaby conoció a Julio, quien era como un hermano para mí. Nos queríamos mucho.
Entonces, ocurrió que Julio y Gaby entablaron una amistad muy fuerte. Pero bueno, a mí Gaby no me interesaba porque andaba tras los huesitos de otra Gaby que no me hacía mucho caso.
Julio se enamoró de Gaby Plata pero ella, aunque le decía que lo quería mucho, jamás le correspondía. Sólo le daba alas y lo hacía volar por las nubes pero nunca lo hacía aterrizar en su corazón.
La otra Gaby me atraía mucho y en ocasiones me sentía muy enamorado al llegar con ella pero a los cinco minutos la sentía insoportable; así que decidí mejor dejarla por la paz y seguir solo hasta el quinto semestre.
Julio seguía muy enamorado de Gaby Plata y en ocasiones tomábamos algunas cervezas y ya borrachos llorábamos juntos por su insatisfecho amor.
Pero un día, estando conectado en el Messenger, Gaby Plata me dijo:
−Hola Cristian, ¿por qué no me hablas?
−Por una sencilla razón –le dije−: sabes que quiero mucho a Julio y no me gustaría perder su amistad.
−Pero estás interesado en mí, ¿o, no?
−Sí, pero no quiero interferir en su relación.
−No seas tonto −escribió−. Julio y yo no somos nada. Además él ya anda con Mónica, tu amiga.
Desde ese día nos comunicamos mucho con Gaby y fue creciendo en mí un sentimiento que me llevó a platicarle todo a Julio. Él me dijo que no había ningún problema y que se alegraba mucho por mí.
Así que Gaby y yo nos hicimos novios y comencé a vivir la experiencia más increíble de mi vida sin saber lo que ella y Julio, mi mejor amigo, me tenían preparado.
Para mí, Gaby era mi “ángel de amor” y la amaba cada día más; pero como venía a la escuela desde Huitzuco, sólo la podía ver una o dos veces por semana y, según supe después, los demás días los pasaba al lado de Julio.
Ese año gané la oportunidad de ir a tomar un curso a Francia, en un intercambio que hizo mi escuela, y mi motivación de vida fue completa con mi novia y mi triunfo en los estudios.
Para despedirme de los cuates, organicé una fiesta en mi casa teniendo, por supuesto, a Julio como mi principal invitado. Ya borrachos, él me confesó varias cosas que evidenciaron una traición innegable de él y Gaby.
Lo que más me dolió fue que una tarde, según Julio, me compraron un regalo de navidad, juntos, y entonces se besaron y se dijeron cosas lindas.
En la primera oportunidad, le pregunté a Gaby sobre lo que me contó Julio y se lavó las manos diciendo que él la había besado. Después le reclamé a mi amigo y me contestó, con un tono de indiferencia, que ella le seguía dando alas y que lo sentía mucho.
Con ese nudo me fui Francia. No podía deshacer la trabazón de los celos y la desconfianza. Estando allá lo intenté embarcándome en relaciones pasajeras y superfluas con dos compañeras mexicanas y una francesa que sólo me sembraron en el alma la semilla de la frustración.
Regresé con ese sentimiento de culpabilidad y sin apagar el fuego de los celos hacia Gaby, lo que nos llevó al desastre en nuestra relación.
Pero lo peor fue que Julio, al ver que yo no quería más su amistad, terminó de matar mi amor por Gaby al contarme que ella sólo me buscó para darle “picones” a él porque se enteró que ya tenía un noviazgo con Mónica.
Desde ese día, Gaby dejó de ser mi “ángel de amor” y se convirtió en mi “ángel perverso”.
José I. Delgado Bahena
Apenas había entrado a la prepa cuando la conocí. Se llamaba Gabriela Plata y era un ángel. Un “ángel de amor”, le decía yo. En realidad, ella era amiga de Josué, uno de mis mejores amigos, y le gustaba a él para novia pero no se atrevía hablarle. Como Josué y yo nos confiábamos todo, un día me la presentó porque quería que le diera mi opinión sobre ella. Lo curioso fue que cuando la conocí, no me interesó para nada pero se me ocurrió lanzarle los canes sólo por molestar a mi amigo, y picarlo para que se animara a declarársele.
Lo malo fue que Josué me dijo que Gaby se sintió atraída por mí pero me daba largas sólo para hacer que me clavara con ella.
La verdad, este enredo lo hizo el mismo Josué, porque gracias a él Gaby conoció a Julio, quien era como un hermano para mí. Nos queríamos mucho.
Entonces, ocurrió que Julio y Gaby entablaron una amistad muy fuerte. Pero bueno, a mí Gaby no me interesaba porque andaba tras los huesitos de otra Gaby que no me hacía mucho caso.
Julio se enamoró de Gaby Plata pero ella, aunque le decía que lo quería mucho, jamás le correspondía. Sólo le daba alas y lo hacía volar por las nubes pero nunca lo hacía aterrizar en su corazón.
La otra Gaby me atraía mucho y en ocasiones me sentía muy enamorado al llegar con ella pero a los cinco minutos la sentía insoportable; así que decidí mejor dejarla por la paz y seguir solo hasta el quinto semestre.
Julio seguía muy enamorado de Gaby Plata y en ocasiones tomábamos algunas cervezas y ya borrachos llorábamos juntos por su insatisfecho amor.
Pero un día, estando conectado en el Messenger, Gaby Plata me dijo:
−Hola Cristian, ¿por qué no me hablas?
−Por una sencilla razón –le dije−: sabes que quiero mucho a Julio y no me gustaría perder su amistad.
−Pero estás interesado en mí, ¿o, no?
−Sí, pero no quiero interferir en su relación.
−No seas tonto −escribió−. Julio y yo no somos nada. Además él ya anda con Mónica, tu amiga.
Desde ese día nos comunicamos mucho con Gaby y fue creciendo en mí un sentimiento que me llevó a platicarle todo a Julio. Él me dijo que no había ningún problema y que se alegraba mucho por mí.
Así que Gaby y yo nos hicimos novios y comencé a vivir la experiencia más increíble de mi vida sin saber lo que ella y Julio, mi mejor amigo, me tenían preparado.
Para mí, Gaby era mi “ángel de amor” y la amaba cada día más; pero como venía a la escuela desde Huitzuco, sólo la podía ver una o dos veces por semana y, según supe después, los demás días los pasaba al lado de Julio.
Ese año gané la oportunidad de ir a tomar un curso a Francia, en un intercambio que hizo mi escuela, y mi motivación de vida fue completa con mi novia y mi triunfo en los estudios.
Para despedirme de los cuates, organicé una fiesta en mi casa teniendo, por supuesto, a Julio como mi principal invitado. Ya borrachos, él me confesó varias cosas que evidenciaron una traición innegable de él y Gaby.
Lo que más me dolió fue que una tarde, según Julio, me compraron un regalo de navidad, juntos, y entonces se besaron y se dijeron cosas lindas.
En la primera oportunidad, le pregunté a Gaby sobre lo que me contó Julio y se lavó las manos diciendo que él la había besado. Después le reclamé a mi amigo y me contestó, con un tono de indiferencia, que ella le seguía dando alas y que lo sentía mucho.
Con ese nudo me fui Francia. No podía deshacer la trabazón de los celos y la desconfianza. Estando allá lo intenté embarcándome en relaciones pasajeras y superfluas con dos compañeras mexicanas y una francesa que sólo me sembraron en el alma la semilla de la frustración.
Regresé con ese sentimiento de culpabilidad y sin apagar el fuego de los celos hacia Gaby, lo que nos llevó al desastre en nuestra relación.
Pero lo peor fue que Julio, al ver que yo no quería más su amistad, terminó de matar mi amor por Gaby al contarme que ella sólo me buscó para darle “picones” a él porque se enteró que ya tenía un noviazgo con Mónica.
Desde ese día, Gaby dejó de ser mi “ángel de amor” y se convirtió en mi “ángel perverso”.
jueves, diciembre 16, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
Los malditos celos.
José I. Delgado Bahena
Era diciembre y se acercaba la primera posada. La gente andaba con su algarabía en las calles y, en las escuelas, los muchachos celebraban sus preposadas con convivios navideños para despedirse e irse de vacaciones. Las piñatas, el ponche, los aguinaldos y, por supuesto, las bebidas alcohólicas son elementos que nunca faltan en estas fiestas de los jóvenes que encuentran un buen pretexto para divertirse a su modo.
Fue un día de estos, precisamente, que Lulú empezó a sospechar que Miguel lo engañaba. Sus constantes salidas como inspector de reglamentos no le habían hecho desconfiar porque él seguía siempre un patrón en sus horarios, llegaba con su peculiar forma de ver la vida: entre broma y broma, y no dejaba de ser el amante perfecto que le había aportado ya una hermosa hija que era su adoración y lo tenía arrobado.
Sin embargo, una tarde que llegó de su trabajo le salió con la noticia de que tenía que regresar a un convivio de navidad que tendría con sus compañeros. Se bañó, se cambió y se perfumó. Lo que a Lulú le extrañó fue que usara una playera muy juvenil que ya no se ponía, porque un día dijo: “Me hace ver como chamaco”.
Después de esa ocasión, hubo otras que también sembraron en ella la duda y le hicieron florecer la sospecha de la infidelidad. Ya no jugaba con su pequeña hija y llegaba demasiado tarde a casa. ¡Vaya, ni siquiera se iba de parranda con sus amigos!
Detalles como estos llevaron a Lulú a buscar a un empleado que se quedara al frente del negocio de lavado de autos que habían puesto por el periférico, en una parte del terreno donde tenían su casa, y le encargaba la niña a su mamá para, con el corazón temblando y los ojos enrojecidos, seguir a Miguel en esas salidas que le hacían hervir la sangre en el infierno de los celos.
Para que él no la descubriera, dejaba su auto en el negocio y le pedía a un taxista, que era cliente asiduo y a quien, de antemano, le pedía mucha discreción, que la llevara detrás de Miguel.
Fue así como descubrió sus constantes visitas a una tortillería de Las Brisas, una colonia que está por el rumbo de la Universidad Autónoma de Guerrero, en donde siempre llegaba con algo entre las manos, al parecer obsequios que le entregaba a la dependienta. Ahí se pasaba las horas Miguel, platicando con aquella joven que, de lejos, Lulú veía como de veinte años, muy guapa, y que cada que llegaba él lo recibía con gran euforia y un beso en la mejilla.
Esta vigilancia le permitió, a Lulú, deshacer el nudo de sus sospechas y amarrar el de la confirmación de la infidelidad de su marido. Las visitas a la tortillería, las salidas a comer, los regalos y las idas al cine, no le dejaron dudas y comenzó a planear la manera de desahogar el mar embravecido que le revolvía el estómago y lo hacía rechazarlo en las frías noches de la temporada decembrina.
−Pues, mire, doñita –le dijo Pablo, el taxista que fue su cómplice en las pesquisas que realizó para confirmar sus sospechas−, yo conozco a alguien que por una lana les puede dar una calentadita a los dos, para que dejen de andar haciendo sus cosas.
−No –dijo Lulú−. Mejor consígueme una pistola para que yo misma les dé un susto y el tarugo de mi marido sepa de qué soy capaz si sigue de caliente con esa vieja.
−¿La quiere con balas o sin balas?
−Mejor con balas, por cualquier cosa –contestó resuelta Lulú.
A los dos días, Pablo llegó al autolavado con un objeto envuelto en una franela gris que resultó ser un arma de tiro, calibre 22, por la que le pidió una buena cantidad de dinero.
Ella dejó la pistola en el cajón donde guardaban el dinero de los autos que lavaban los trabajadores, y le pagó a Pablo lo convenido por el favor.
A partir de ese momento, Lulú esperaba la mejor oportunidad para una venganza que no tardó mucho.
Aquel día era 23 de diciembre y ella regresaba del mercado con las compras para preparar la cena de Navidad.
Antes de entrar a la casa, pasó al local porque escuchó unas risas femeninas al interior de un cuartito que habían improvisado como oficina. Lo que vio, desde una de las ventanas, la dejó helada: ahí se encontraban, su marido y aquella chamaca de la tortillería, con la que lo había visto en distintas situaciones.
La explosión que sintió en su cabeza le entorpeció los sentidos y la llevó hasta el lugar donde guardaba la pistola, la tomó y se dirigió hasta donde se encontraba la pareja.
Lo que hizo no fue lo planeado. El susto que pensaba darles se transformó en acción y sin dar oportunidad de nada, le disparó a ella dos tiros que terminaron con su vida de inmediato.
−¡¿Qué has hecho?! −Le interrogó Miguel con el espanto dibujado en su rostro.
−Lo que haré con todas tus amantes –contestó con voz temblorosa Lulú.
−¡Estás equivocada! –Le gritó Miguel− ¡Ella es mi hija! ¡Apenas supe de su existencia y he estado conviviendo con ella para conocernos! La traje para presentártela y explicarte cómo fue que pasó todo. ¡Oh, dios! −continuó−, pensaba cenar con nosotros en Navidad…
Lulú no dijo nada. En un impulso inesperado apuntó el arma hacia su pecho y disparó, terminando así con el infame remolino que le provocaron los malditos celos.
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
Era diciembre y se acercaba la primera posada. La gente andaba con su algarabía en las calles y, en las escuelas, los muchachos celebraban sus preposadas con convivios navideños para despedirse e irse de vacaciones. Las piñatas, el ponche, los aguinaldos y, por supuesto, las bebidas alcohólicas son elementos que nunca faltan en estas fiestas de los jóvenes que encuentran un buen pretexto para divertirse a su modo.
Fue un día de estos, precisamente, que Lulú empezó a sospechar que Miguel lo engañaba. Sus constantes salidas como inspector de reglamentos no le habían hecho desconfiar porque él seguía siempre un patrón en sus horarios, llegaba con su peculiar forma de ver la vida: entre broma y broma, y no dejaba de ser el amante perfecto que le había aportado ya una hermosa hija que era su adoración y lo tenía arrobado.
Sin embargo, una tarde que llegó de su trabajo le salió con la noticia de que tenía que regresar a un convivio de navidad que tendría con sus compañeros. Se bañó, se cambió y se perfumó. Lo que a Lulú le extrañó fue que usara una playera muy juvenil que ya no se ponía, porque un día dijo: “Me hace ver como chamaco”.
Después de esa ocasión, hubo otras que también sembraron en ella la duda y le hicieron florecer la sospecha de la infidelidad. Ya no jugaba con su pequeña hija y llegaba demasiado tarde a casa. ¡Vaya, ni siquiera se iba de parranda con sus amigos!
Detalles como estos llevaron a Lulú a buscar a un empleado que se quedara al frente del negocio de lavado de autos que habían puesto por el periférico, en una parte del terreno donde tenían su casa, y le encargaba la niña a su mamá para, con el corazón temblando y los ojos enrojecidos, seguir a Miguel en esas salidas que le hacían hervir la sangre en el infierno de los celos.
Para que él no la descubriera, dejaba su auto en el negocio y le pedía a un taxista, que era cliente asiduo y a quien, de antemano, le pedía mucha discreción, que la llevara detrás de Miguel.
Fue así como descubrió sus constantes visitas a una tortillería de Las Brisas, una colonia que está por el rumbo de la Universidad Autónoma de Guerrero, en donde siempre llegaba con algo entre las manos, al parecer obsequios que le entregaba a la dependienta. Ahí se pasaba las horas Miguel, platicando con aquella joven que, de lejos, Lulú veía como de veinte años, muy guapa, y que cada que llegaba él lo recibía con gran euforia y un beso en la mejilla.
Esta vigilancia le permitió, a Lulú, deshacer el nudo de sus sospechas y amarrar el de la confirmación de la infidelidad de su marido. Las visitas a la tortillería, las salidas a comer, los regalos y las idas al cine, no le dejaron dudas y comenzó a planear la manera de desahogar el mar embravecido que le revolvía el estómago y lo hacía rechazarlo en las frías noches de la temporada decembrina.
−Pues, mire, doñita –le dijo Pablo, el taxista que fue su cómplice en las pesquisas que realizó para confirmar sus sospechas−, yo conozco a alguien que por una lana les puede dar una calentadita a los dos, para que dejen de andar haciendo sus cosas.
−No –dijo Lulú−. Mejor consígueme una pistola para que yo misma les dé un susto y el tarugo de mi marido sepa de qué soy capaz si sigue de caliente con esa vieja.
−¿La quiere con balas o sin balas?
−Mejor con balas, por cualquier cosa –contestó resuelta Lulú.
A los dos días, Pablo llegó al autolavado con un objeto envuelto en una franela gris que resultó ser un arma de tiro, calibre 22, por la que le pidió una buena cantidad de dinero.
Ella dejó la pistola en el cajón donde guardaban el dinero de los autos que lavaban los trabajadores, y le pagó a Pablo lo convenido por el favor.
A partir de ese momento, Lulú esperaba la mejor oportunidad para una venganza que no tardó mucho.
Aquel día era 23 de diciembre y ella regresaba del mercado con las compras para preparar la cena de Navidad.
Antes de entrar a la casa, pasó al local porque escuchó unas risas femeninas al interior de un cuartito que habían improvisado como oficina. Lo que vio, desde una de las ventanas, la dejó helada: ahí se encontraban, su marido y aquella chamaca de la tortillería, con la que lo había visto en distintas situaciones.
La explosión que sintió en su cabeza le entorpeció los sentidos y la llevó hasta el lugar donde guardaba la pistola, la tomó y se dirigió hasta donde se encontraba la pareja.
Lo que hizo no fue lo planeado. El susto que pensaba darles se transformó en acción y sin dar oportunidad de nada, le disparó a ella dos tiros que terminaron con su vida de inmediato.
−¡¿Qué has hecho?! −Le interrogó Miguel con el espanto dibujado en su rostro.
−Lo que haré con todas tus amantes –contestó con voz temblorosa Lulú.
−¡Estás equivocada! –Le gritó Miguel− ¡Ella es mi hija! ¡Apenas supe de su existencia y he estado conviviendo con ella para conocernos! La traje para presentártela y explicarte cómo fue que pasó todo. ¡Oh, dios! −continuó−, pensaba cenar con nosotros en Navidad…
Lulú no dijo nada. En un impulso inesperado apuntó el arma hacia su pecho y disparó, terminando así con el infame remolino que le provocaron los malditos celos.
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com
sábado, diciembre 11, 2010
EL ARTE DE ESCRIBIR
José I. Delgado Bahena
El arte de escribir.
Después de que he recibido mensajes a mi correo y a mi celular preguntándome sobre mis orígenes como escritor y poeta. Sin remedio, tengo que enfrentar estas cuestiones no sin antes consultar a mi corazón para aceptar que, antes que todo, soy poeta.
Y como poeta, escribo para desahogar la necesidad de expresar por medio de las metáforas lo que a conciencia y de frente no he podido decir. En cierta manera, con esto confirmo lo sustancial que es para los poetas el escribir: es expresar de manera subliminal nuestras emociones, nuestras preocupaciones y nuestra forma de ver la vida.
Conocí la poesía y me embarqué a navegar entre sus rebeldes aguas sin miedos y sin prisas. Ahora aspiro, por medio de las palabras, a hacer llover en el desierto de los corazones áridos, iluminar los caminos ciegos de los ojos tristes, entibiar las almas de los cuerpos fríos y alentar las pasiones de los sueños rotos.
Porque, finalmente, ¿cuál sería el objetivo del poeta si no es el de desempolvar los sueños, la melancolía, la fantasía, para, con sus propias alas volar para alcanzar las estrellas?
Escribo poesía desde la adolescencia, con la frescura de las motivaciones juveniles que te hacen retar y enfrentar al mundo y te vuelven atrevido, apasionado y loco. Y con esa locura, no medí las consecuencias y me dejé atrapar en la red de las palabras de otros que eclipsaron mi intelecto con sus imágenes y sus retóricas.
Conocí a Sor Juana, a Góngora y Quevedo y me deslumbraron con su barroquismo. Descubrí que dos hermosas estrellas me habían mirado desde el rostro de mi amada; que en su aliento respiraba el perfume de las rosas y que en sus labios yo probaba la fruta más fresca y más dulce.
Conocí a Neruda y también quise escribir versos tristes. Y en una noche de melancolía, me puse mi boina roja y me tiré al mar, como López Velarde, sin conocerlo, quien, con una gran desesperanza le pregunta a su hermana Fuensanta: “¿Tú conoces el mar? Dicen que es menos grande y menos hondo que el pesar”, y termina implorando: “Hermana, dame todas las lágrimas del mar”.
Supe de García Lorca y me dije: préstame tu caballo, bardo, cálzame tus espuelas, acompáñame con tu guitarra, que esta oda la escribo yo. Y me enamoré de los campos españoles, de las mujeres andaluzas y del lagarto llorón que está en el lago con su lagartita.
Así, mi alma recorría los caminos solitarios con las únicas compañías, valiosas e incomparables compañías de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Bécquer, Heine, Leopardi, Pedro Garfias…
Ya en estas andanzas tuve la fortuna de conocer a muchos otros que, a fuerza de estar comprometidos consigo mismos, dejaron a un lado obligaciones y deberes y tomaron como única la gran responsabilidad de tejer ilusiones con hilos de dolor y, por supuesto, de amor.
Entre ellos, el poeta chiapaneco Jaime Sabines, quien con sus versos cotidianos enamora a los desenamorados y vuelve lúcida la opacidad del amor doliente.
Pero, sobre todo, escribo no como un arte, sino como una forma de darme a los demás a través de la literatura. Y esto que les ofrezco es, no sólo una parte de mí, sino todo lo que de mí tengo.
Agradezco a quienes me escriben, por sus palabras, por su aliento; pero, más que nada porque me leen. Desde mi libro de poesía “Malditas palabras”, hasta el más reciente “Huilotl Texotli”, pasando por los textos que aquí me publican: “Manual para perversos” y sin olvidar, por supuesto la novela que me ha dejado muchos buenos recuerdos: “La noche de las cabras”, todas mis obras han brotado desde mi sangre escurriendo por mis dedos, por eso es una parte muy humana que he dejado sobre muchas hojas de papel y que con amor y dolor, les ofrezco.
Escríbeme:
jose_delgado9@hotmail.com
El arte de escribir.
Después de que he recibido mensajes a mi correo y a mi celular preguntándome sobre mis orígenes como escritor y poeta. Sin remedio, tengo que enfrentar estas cuestiones no sin antes consultar a mi corazón para aceptar que, antes que todo, soy poeta.
Y como poeta, escribo para desahogar la necesidad de expresar por medio de las metáforas lo que a conciencia y de frente no he podido decir. En cierta manera, con esto confirmo lo sustancial que es para los poetas el escribir: es expresar de manera subliminal nuestras emociones, nuestras preocupaciones y nuestra forma de ver la vida.
Conocí la poesía y me embarqué a navegar entre sus rebeldes aguas sin miedos y sin prisas. Ahora aspiro, por medio de las palabras, a hacer llover en el desierto de los corazones áridos, iluminar los caminos ciegos de los ojos tristes, entibiar las almas de los cuerpos fríos y alentar las pasiones de los sueños rotos.
Porque, finalmente, ¿cuál sería el objetivo del poeta si no es el de desempolvar los sueños, la melancolía, la fantasía, para, con sus propias alas volar para alcanzar las estrellas?
Escribo poesía desde la adolescencia, con la frescura de las motivaciones juveniles que te hacen retar y enfrentar al mundo y te vuelven atrevido, apasionado y loco. Y con esa locura, no medí las consecuencias y me dejé atrapar en la red de las palabras de otros que eclipsaron mi intelecto con sus imágenes y sus retóricas.
Conocí a Sor Juana, a Góngora y Quevedo y me deslumbraron con su barroquismo. Descubrí que dos hermosas estrellas me habían mirado desde el rostro de mi amada; que en su aliento respiraba el perfume de las rosas y que en sus labios yo probaba la fruta más fresca y más dulce.
Conocí a Neruda y también quise escribir versos tristes. Y en una noche de melancolía, me puse mi boina roja y me tiré al mar, como López Velarde, sin conocerlo, quien, con una gran desesperanza le pregunta a su hermana Fuensanta: “¿Tú conoces el mar? Dicen que es menos grande y menos hondo que el pesar”, y termina implorando: “Hermana, dame todas las lágrimas del mar”.
Supe de García Lorca y me dije: préstame tu caballo, bardo, cálzame tus espuelas, acompáñame con tu guitarra, que esta oda la escribo yo. Y me enamoré de los campos españoles, de las mujeres andaluzas y del lagarto llorón que está en el lago con su lagartita.
Así, mi alma recorría los caminos solitarios con las únicas compañías, valiosas e incomparables compañías de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Bécquer, Heine, Leopardi, Pedro Garfias…
Ya en estas andanzas tuve la fortuna de conocer a muchos otros que, a fuerza de estar comprometidos consigo mismos, dejaron a un lado obligaciones y deberes y tomaron como única la gran responsabilidad de tejer ilusiones con hilos de dolor y, por supuesto, de amor.
Entre ellos, el poeta chiapaneco Jaime Sabines, quien con sus versos cotidianos enamora a los desenamorados y vuelve lúcida la opacidad del amor doliente.
Pero, sobre todo, escribo no como un arte, sino como una forma de darme a los demás a través de la literatura. Y esto que les ofrezco es, no sólo una parte de mí, sino todo lo que de mí tengo.
Agradezco a quienes me escriben, por sus palabras, por su aliento; pero, más que nada porque me leen. Desde mi libro de poesía “Malditas palabras”, hasta el más reciente “Huilotl Texotli”, pasando por los textos que aquí me publican: “Manual para perversos” y sin olvidar, por supuesto la novela que me ha dejado muchos buenos recuerdos: “La noche de las cabras”, todas mis obras han brotado desde mi sangre escurriendo por mis dedos, por eso es una parte muy humana que he dejado sobre muchas hojas de papel y que con amor y dolor, les ofrezco.
Escríbeme:
jose_delgado9@hotmail.com
miércoles, diciembre 08, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
Te quiero, papá…
José I. Delgado Bahena
La primera vez que escuchó la vocecita diciéndole “papito”, creyó que había sido su imaginación y que a sus treinta y ocho años estaba teniendo experiencias repetitivas de los años en que su hijo estaba pequeño y era un bebé que requería de su atención.
Pero no, su muchacho estaba en el estudio de la casa, que se encontraba en la planta baja, haciendo sus tareas de la preparatoria.
Por eso, con nerviosismo alertó sus sentidos porque tenía claro que en unos minutos más, a esa hora de la noche, nuevamente oiría esa palabra que le taladraba los oídos. Siete minutos fueron suficientes para que a su mente regresaran los recuerdos que creía enterrados y olvidados.
Hace varios años, conoció a Jénifer y desde esa época vivieron un noviazgo que era interrumpido constantemente por las atenciones que ella tenía que darle a su hermanito Juan, de once años, víctima del síndrome de Down, y a causa de la copia genética del cromosoma 21, mostraba los signos característicos del retraso mental y de la apariencia física que identifica a quienes padecen este mal descubierto por John Langdon Haydon Down. Por esta razón, con frecuencia tenían que hacer a un lado sus citas y les llenaba el alma de inconformidad.
−Cuando nos casemos –le dijo una tarde Jénifer−, no me gustaría tener un hijo así.
−A mí tampoco –respondió él−. Incluso, durante el embarazo estaremos atentos al desarrollo del feto para que si, por medio de los estudios que les hagan, descubren alguna anomalía que nos anticipe esa posibilidad, preferiría que no naciera.
−Estoy de acuerdo. Así le evitaríamos a él muchos sufrimientos y nosotros podremos convivir con otros hijos que tengamos pero que sean normales.
Estas conversaciones se repitieron durante sus primeros meses de casados y cuando el ginecólogo le confirmó su preñez, Jénifer le pidió que llevara un seguimiento de la evolución del nuevo ser, para detectar cualquier anomalía.
−La técnica más frecuentemente utilizada –le explicó el médico− para la obtención de material genético fetal es la Amniocentesis, que consiste en la punción ecoguiada de la cavidad amniótica por vía abdominal. Se consigue así una muestra de líquido amniótico, de donde es posible obtener células fetales para su estudio.
−¿Y cuándo tendría que realizar esa prueba? –Preguntó Jénifer un tanto nerviosa.
−Debe realizarse preferentemente entre las semanas 14 a 17 del embarazo. Es una técnica relativamente inocua y poco molesta pero le advierto que comporta un riesgo del 1-2% de aborto, lesión fetal, o infección materna.
A las tres semanas de esa conversación con el médico, Gildardo y Jénifer volvieron para que le hicieran la prueba al producto que ya se estaba formando en el interior de ella. Además de la Amniocentesis, el ginecólogo ordenó una ecografía convencional para medir el pliegue nucal del feto. Todo esto le dio los elementos para diagnosticar lo que no esperaban oír los recién casados: “Hay la certeza de defectos congénitos y trastornos cromosómicos que nos auguran un mal desarrollo en el bebé.”
Como el tema estaba lo suficiente discutido entre la pareja, decidieron solicitar al médico que realizara, en la clínica donde la atendían, la interrupción del embarazo por medio del aborto provocado, justificado con el diagnóstico que acababa de hacerles.
Esta acción en contra de la vida de un futuro ser, indefenso e incapaz de decidir su destino, se programó a las cuatro de la tarde del día siguiente, pero algunas alteraciones cardiacas de la madre retardaron la intervención quirúrgica y sólo pudo hacerse hasta las nueve de la noche, cuando creyeron tener las condiciones adecuadas para realizar la extracción del embrión que, en su silencioso reposo, reclamaba una oportunidad de vida.
Lamentablemente, el corazón de Jénifer no soportó y ahí mismo, en el quirófano, abandonó este mundo, dejando a Gildardo con un sentimiento de culpabilidad que lo martirizó por siempre, aún cuando volvió a casarse y su mujer le regaló la dicha de un hijo “normal” que era la adoración de la familia.
Por eso, este martirio le hacía oír todos los días, aproximadamente, a las nueve de la noche, aquella vocecita que hasta ahora ubicaba su procedencia: el cajón del buró, a un lado de su cama.
Con temor, abrió el cajón del mueble y encontró un sobre amarillo de donde brotaba nítida aquella voz débil, apagada y tierna que repetía: “papito, papito, papito…”.
Al momento de desanudar el cordón que aseguraba el sobre, recordó con claridad que ahí habían guardado la imagen del ultrasonido que le realizaron al bebé de Jénifer. Lo abrió y, con el alma en un grito, pudo ver cómo la figura destellaba en latidos incontenibles y, desde el plástico, la misma voz le dijo con suavidad: “Te quiero, papá…”.
No soportó más, se dirigió hacia el balcón de su habitación y se tiró hacia el patio. Abajo, rebotó sobre una enorme maceta lastimándose la columna vertebral, lo que le llevó a permanecer en silla de ruedas y a vivir a expensas de la ayuda de su mujer y de su hijo por el resto de sus días.
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
La primera vez que escuchó la vocecita diciéndole “papito”, creyó que había sido su imaginación y que a sus treinta y ocho años estaba teniendo experiencias repetitivas de los años en que su hijo estaba pequeño y era un bebé que requería de su atención.
Pero no, su muchacho estaba en el estudio de la casa, que se encontraba en la planta baja, haciendo sus tareas de la preparatoria.
Por eso, con nerviosismo alertó sus sentidos porque tenía claro que en unos minutos más, a esa hora de la noche, nuevamente oiría esa palabra que le taladraba los oídos. Siete minutos fueron suficientes para que a su mente regresaran los recuerdos que creía enterrados y olvidados.
Hace varios años, conoció a Jénifer y desde esa época vivieron un noviazgo que era interrumpido constantemente por las atenciones que ella tenía que darle a su hermanito Juan, de once años, víctima del síndrome de Down, y a causa de la copia genética del cromosoma 21, mostraba los signos característicos del retraso mental y de la apariencia física que identifica a quienes padecen este mal descubierto por John Langdon Haydon Down. Por esta razón, con frecuencia tenían que hacer a un lado sus citas y les llenaba el alma de inconformidad.
−Cuando nos casemos –le dijo una tarde Jénifer−, no me gustaría tener un hijo así.
−A mí tampoco –respondió él−. Incluso, durante el embarazo estaremos atentos al desarrollo del feto para que si, por medio de los estudios que les hagan, descubren alguna anomalía que nos anticipe esa posibilidad, preferiría que no naciera.
−Estoy de acuerdo. Así le evitaríamos a él muchos sufrimientos y nosotros podremos convivir con otros hijos que tengamos pero que sean normales.
Estas conversaciones se repitieron durante sus primeros meses de casados y cuando el ginecólogo le confirmó su preñez, Jénifer le pidió que llevara un seguimiento de la evolución del nuevo ser, para detectar cualquier anomalía.
−La técnica más frecuentemente utilizada –le explicó el médico− para la obtención de material genético fetal es la Amniocentesis, que consiste en la punción ecoguiada de la cavidad amniótica por vía abdominal. Se consigue así una muestra de líquido amniótico, de donde es posible obtener células fetales para su estudio.
−¿Y cuándo tendría que realizar esa prueba? –Preguntó Jénifer un tanto nerviosa.
−Debe realizarse preferentemente entre las semanas 14 a 17 del embarazo. Es una técnica relativamente inocua y poco molesta pero le advierto que comporta un riesgo del 1-2% de aborto, lesión fetal, o infección materna.
A las tres semanas de esa conversación con el médico, Gildardo y Jénifer volvieron para que le hicieran la prueba al producto que ya se estaba formando en el interior de ella. Además de la Amniocentesis, el ginecólogo ordenó una ecografía convencional para medir el pliegue nucal del feto. Todo esto le dio los elementos para diagnosticar lo que no esperaban oír los recién casados: “Hay la certeza de defectos congénitos y trastornos cromosómicos que nos auguran un mal desarrollo en el bebé.”
Como el tema estaba lo suficiente discutido entre la pareja, decidieron solicitar al médico que realizara, en la clínica donde la atendían, la interrupción del embarazo por medio del aborto provocado, justificado con el diagnóstico que acababa de hacerles.
Esta acción en contra de la vida de un futuro ser, indefenso e incapaz de decidir su destino, se programó a las cuatro de la tarde del día siguiente, pero algunas alteraciones cardiacas de la madre retardaron la intervención quirúrgica y sólo pudo hacerse hasta las nueve de la noche, cuando creyeron tener las condiciones adecuadas para realizar la extracción del embrión que, en su silencioso reposo, reclamaba una oportunidad de vida.
Lamentablemente, el corazón de Jénifer no soportó y ahí mismo, en el quirófano, abandonó este mundo, dejando a Gildardo con un sentimiento de culpabilidad que lo martirizó por siempre, aún cuando volvió a casarse y su mujer le regaló la dicha de un hijo “normal” que era la adoración de la familia.
Por eso, este martirio le hacía oír todos los días, aproximadamente, a las nueve de la noche, aquella vocecita que hasta ahora ubicaba su procedencia: el cajón del buró, a un lado de su cama.
Con temor, abrió el cajón del mueble y encontró un sobre amarillo de donde brotaba nítida aquella voz débil, apagada y tierna que repetía: “papito, papito, papito…”.
Al momento de desanudar el cordón que aseguraba el sobre, recordó con claridad que ahí habían guardado la imagen del ultrasonido que le realizaron al bebé de Jénifer. Lo abrió y, con el alma en un grito, pudo ver cómo la figura destellaba en latidos incontenibles y, desde el plástico, la misma voz le dijo con suavidad: “Te quiero, papá…”.
No soportó más, se dirigió hacia el balcón de su habitación y se tiró hacia el patio. Abajo, rebotó sobre una enorme maceta lastimándose la columna vertebral, lo que le llevó a permanecer en silla de ruedas y a vivir a expensas de la ayuda de su mujer y de su hijo por el resto de sus días.
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com
miércoles, diciembre 01, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
José N.
José I. Delgado Bahena
Llegó de los Estados Unidos hace dos años, luego de sentirse acorralado por las fechorías que hacía allá y de haber salido mal con los de la banda que había formado en el barrio donde vivía.
A sus diecisiete años, se había involucrado en actos delictivos tan graves que su familia optó por enviarlo de regreso a México a vivir con una tía que tiene su domicilio en una colonia cercana a la Universidad Tecnológica. Fue ahí donde conoció a Filo, un chamaco de su edad que lo relacionó con otro grupo de malvivientes que andaban siempre a la expectativa de algún prospecto para entrar a robar, ya sea en alguna tienda, escuela o domicilio particular.
Desde su llegada, tal vez por coincidencia, en la colonia se empezaron a dar una serie de robos menores: teléfonos celulares, equipos de sonido, tanques de gas, entre otras cosas, y toda la gente sabía de quién se trataba porque ¡entre los mismos vecinos los vendía!
En alguna ocasión, una señora, a la que le robó su dvd, fue a hablar con él y logró que se lo regresara.
En otra, en que entre él y Filo entraron en la vivienda de un contador, a quien vigilaban fácilmente ya que a un lado de su casa acostumbraban a reunirse con otros chamacos de su edad a fumar mariguana y consumir otras sustancias adictivas; lograron llevarse varias de sus pertenencias; pero, con lo que no contaron, es que este señor estaba muy bien relacionado con autoridades y periodistas y pronto dieron con el destino de sus cosas pudiendo recuperar la mayor parte de ellas después de amenazarlos y arrancarles la promesa de que no se volverían a meter con él ni con ninguno de su familia.
Al parecer, su vida transcurría en la intrascendencia de sólo subsistir y acompañar a su tía ante las prolongadas ausencias de su marido que trabajaba de taxista; pero, la ociosidad en que pasaba sus días, le llevaron a él y a su inseparable amigo, hasta un grupo delictivo que los enganchó para la distribución de los estupefacientes con los que envenenaban a los menores de edad de su colonia.
Después se supo: Filo se apropió de un paquete grande de las sustancias que vendía y huyó de la ciudad, hacia rumbos más seguros, dejando a José N. con la responsabilidad de explicar su desaparición y enfrentar los reclamos y las advertencias de sus jefes quienes, por esta acción de Filo, le retiraron la confianza y lo vigilaban constantemente por si aparecía el amigo ausente. Algunos pensaron que no volvería y José N. tendría que pagar las consecuencias.
De cualquier manera, al no tener ya esos ingresos, regresó a las andadas cometiendo pequeños robos en las casa de los vecinos y en una ocasión se incorporó a otro grupo que realizaba delitos mayores y juntos planearon la manera de entrar a la Universidad a hurtar algunas computadoras que después mal vendieron entre sus conocidos del mercado negro.
Lo malo para José N. fue que el rector movilizó a los agentes policiacos para recuperar las máquinas y atraparon a todos los delincuentes, con excepción de él que, por extrañas razones no fue involucrado en el hecho; pero esto dio pie para que sus “amigos” lo consideraran traidor y le asignaron una sentencia −además del apodo de “renacuajo−, que cumpliría alguien fuera del reclusorio donde se encontraban.
Lo último que se supo del “renacuajo” fue que se había atrevido a robarle su billetera, con una fuerte cantidad de dinero, a un señor ya grande, dueño de una miscelánea, a dos cuadras de su casa, que resultó ser el padre de Rafa, el contador a quien le había desvalijado su casa, junto con Filo. Lo malo de él fue que anduvo contando su fechoría y no faltó quien le hiciera saber a la familia del nombre del responsable del hurto de la billetera.
Uno de los hijos del señor de la tienda se enteró y se llevó a José N. hasta una de las bardas de la Universidad, y ahí lo forzó a confesar, aunque en un principio lo negó, que había realizado el robo, y si no es por algunas personas conocidas el coraje le hubiera llevado a cometer una acción mayor en contra de José N.
Para confirmar su culpabilidad, en un par de horas el “renacuajo” se presentó en la casa del de la tienda para devolver la mayor parte del dinero que llevaba en la cartera.
Cuando el contador se enteró, sólo apretó los puños y los dientes en señal de inconformidad y de rabia por el abuso en contra de personas tan grandes, como sus padres.
A los pocos días, José N. desapareció de la colonia y no se sabe nada de él. Se han soltado muchas especulaciones y sólo se espera que de un momento a otro se le informe a la tía que ha sido encontrado tirado en algún lugar, tal y como ocurre con tanta gente que no sabe aprovechar las oportunidades que la vida le ofrece.
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com
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