miércoles, noviembre 24, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

¿Cómo iba a saber…?




José I. Delgado Bahena


No cabe duda: esto de ser inspector de Reglamentos tiene sus riesgos. Bueno, también te da varias oportunidades de crecimiento económico y las posibilidades de conocer gente −mujeres, pues−, que si las sabes aprovechar, puedes hacerte de un dinerito extra y de cortar bonitas flores de los jardines que la vida te ofrece.


Aunque, a decir verdad, este trabajito ya lo había desempeñado hace como quince años, en Yecapixtla, Morelos, cuando aún era soltero y mis padres se fueron para allá, por un negocio que les ofrecieron para vender cecina.


Ellos estaban muy bien relacionados con las autoridades municipales y me consiguieron la chamba, a pesar de que era muy joven y no tenía ninguna experiencia en ese ramo.


−Mira Miguel –me dijo el viejo−, si eres listo, este trabajo te puede ayudar hasta para que hagas tu casa, aprovéchalo.


Claro que lo aproveché. Además, tuve de pareja a mi compadre Polo que luego luego me dijo cómo hacer las tranzas con los negocios que no cumplían con los requisitos, o cómo inventarles alguna falta para que se “mocharan”. Pero no fue todo. También le aprendí cómo llegarles a las “ñoras” de las tiendas que se encontraban solas y que nos daban entrada para que no las infraccionáramos.


Así conocí a Inés. Era hija de la dueña de una tienda, y como vi que se puso nerviosa cuando le pedí su licencia, le tiré la onda y me aceptó. Comenzamos a salir y no pasó mucho tiempo para que consiguiera lo que en realidad buscaba con ella. Fuimos unas cinco veces al hotel y dejé de verla cuando me dijo que estaba enamorada de mí y hasta quiso que nos tomáramos unas fotografías muy románticas con su teléfono celular. Ella tenía unos veinte años y era bonita, pero en ese entonces, el amor no era cosa seria en mis conceptos.


Después, cuando ya había reunido un pequeño capital, regresé a Iguala, para independizarme de mis padres; puse un local de autolavado, por el peri –estos negocios funcionan muy bien aquí, por lo mal que están las calles−, conocí a Lulú, una tarde que llevó a lavar su “vocho”, y me casé con ella porque me pareció una mujer muy interesante.


Ahora que el doctor ganó la presidencia de este municipio, un amigo me invitó a colaborar en la oficina del Registro Civil, y como mi vieja se quedó al frente del negocio, acepté, pero no duré mucho ahí porque conocí al director de Reglamentos y le pedí que me incluyera en su nómina. Estuvo de acuerdo y me cambiaron de área.


Ya como inspector, mi pareja y yo llegábamos a las tiendas y si veíamos que algunos borrachos estaban tomando junto al local, hablábamos con los dueños y les pedíamos su licencia con permiso para vender cerveza abierta. Los amenazábamos con clausurarles, ya que estaban funcionando como cantina, pero nos daban una mochada y ya, nos hacíamos de la vista gorda.


Todo iba bien, hasta que llegamos a una colonia nueva, Las Brisas, a una tortillería que en ese momento era atendida por una chavita como de dieciocho años. La verdad, a mis treinta y ocho cumplidos, nunca había visto una sonrisa tan plena; es decir, descarada y seria a la vez; con unos ojos endemoniadamente hermosos que aún cuando estaba con Lulú, en las noches, seguían frente a mí, refulgentes, destellantes, relumbrantes.


En cuanto pude, regresé, solo, a la tortillería, con el pretexto de dejarles información para que actualizaran su situación en la oficina de Reglamentos, en el palacio municipal. Ahí estaba. Sola, sin clientes, y yo no veía otra cosa que no fueran sus hermosos ojos que me tenían embrujado.


En un momento de atrevimiento, la invité al cine y aceptó. Quedamos de acuerdo en vernos en la cafetería de la plaza comercial y me retiré viendo estrellitas por todos lados.


Como adolescente, esperé su llegada en el café. Cuando la vi acercarse, sentí que la plaza se iluminó y mi corazón empezó a latir apresuradamente. Me encontraba extasiado y asombrado de que una chava tan guapa, y tan joven, hubiera aceptado salir conmigo.


El asombro y el éxtasis de su hermosura me provocaron mucha confusión, pero casi me desmayo al escuchar sus palabras, al tiempo que me saludaba y me daba un beso en la mejilla.


−Hola, papá –me dijo.


−¡¿Qué?!


−Siéntate, por favor. Entiendo tu desconcierto, papá. Te explicaré rápidamente. Soy hija de Inés. ¿Te acuerdas de ella? Es la joven que conociste en Morelos y que dejaste allá, sin saber que estaba embarazada de mí. Pues esa es la parte de la historia que no conoces. La otra, ¿para qué te la cuento? Sólo te digo que te reconocí desde el primer día porque conservo las fotos que mamá y tú se tomaron.


−¿Y tu madre…? –balbuceé.


−Está en casa. En Yecapixtla conoció al dueño de la tortillería, se casó con él y nos vinimos a Iguala.


Eso fue todo. Bueno casi todo. Entré al cine con mi nueva conquista: mi hija, a quien no conocía porque, ¿Cómo iba a saber, si su madre no me dijo nada?


Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com

domingo, noviembre 21, 2010

CARTAS A LA MEMORIA

ESCRIBIRTE UN VERSO




Escribirte unas líneas quebradas,

Ahora que estás lejos,

ahora que tan sólo vivo

engarfiado en el recuerdo

de aquella noche

de cenizas, de canciones y luceros;

escribirte un verso

en el que llueva mi lamento,

en el que desgrane el rencor

hacia tu miedo,

hacia tu indecisión

para no quedarte aquí,

conmigo,

rasguñando los minutos,

diciéndonos “te quiero”.

miércoles, noviembre 17, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

Por un amor a distancia
José I. Delgado Bahena

Hasta hace poco, Carlos vivía enredado en los días inútiles de un amor a distancia. Ella, Mónica, empleada de una cafetería en la Ciudad de México y él con un cargo público en la administración del Ayuntamiento de esta ciudad “tamarindera” que le impedía ausentarse para ir a verla con la frecuencia que él hubiera querido.
La conoció el año pasado, en “días de muertos”, cuando ella vino de visita, invitada por una compañera de trabajo que es amiga de Carlos, y juntos recorrieron la exposición de tumbas y ofrendas que, tradicionalmente, se instalan, en esa temporada, en el zócalo.
En aquella ocasión entablaron una amistad que fue tierra fértil para sembrar la semilla del amor a través de los mensajes por el celular, los correos electrónicos y las llamadas que todas las noches le hacía Carlos con la emoción de escuchar su voz y sentir la presencia de Mónica a su lado.
A los dos meses de esta comunicación telefónica, llegaron las declaraciones.
−Sueña que soy tu sueño –le dijo Mónica una noche en que se despidieron después de estar platicando hasta la madrugada.
−Por supuesto que eres mi sueño y aspiro a que se convierta en una hermosa realidad –le confesó Carlos−. No tengo dudas, sé que ya te amo y lo que siento por ti no es sólo amistad. Te extraño, te pienso a cada instante y quisiera tenerte ahora junto a mí para abrazarte y besarte como el loco que soy desde que te conocí.
Después de esa noche, los mensajes y las llamadas subieron de tono encendiendo la hoguera que le llevó, a Carlos, a pedir un permiso de tres días en su trabajo e irse al D.F. para convivir con ella.
Los recuerdos que construyeron y las mil fotografías que se tomaron durante aquellos días, les avivó el fuego del amor y les iluminó la penumbra que se instalaba durante el día en sus corazones al vivir distanciados y atados a sus responsabilidades.
Sin embargo, al paso de los meses la emoción fue entrando en un letargo que le hacía desconfiar a él de la fidelidad de ella.
En ocasiones, y con frecuencia, el celular de Mónica marcaba en tono de ocupado y, a veces, se encontraba apagado. Los mensajes que él enviaba no tenían respuesta y su amor se quemaba en el infierno de los celos y la desconfianza.
“Es que no tenía saldo”, explicaba ella. “Se me descargó la pila”, le respondía cuando le preguntaba el por qué apagaba el teléfono.
Una vez, cuando se atrevió a llamarle en su horario de trabajo, ella descolgó, pero no habló con él y pudo escuchar las voces de los clientes solicitando su pedido, y en otra ocasión la escuchó platicando con su jefa. De manera que, aunque no pudiera hablar con él, aceptaba la llamada con el propósito de que oyera que no podía contestarle; pero en los últimos días sus llamadas eran ignoradas por ella y si acaso le contestaba sólo era para decirle “no puedo hablar” y colgaba.
Estos y más detalles en su relación con Mónica le entorpecieron las ideas y le hacían refugiarse cada sábado, a veces solo y otras en compañía de algún amigo, en la distracción sin límite que encontraba en los antros de la ciudad.
Hace poco, después de descargar sus desconfianzas en una luna pálida que no le iluminaba su entendimiento, se dirigió, solo, a un centro nocturno donde la algarabía de las personas que, bajo los efectos del alcohol, se atreven a cantar desde su mesa, entre un público que les aplaude su mal entonada interpretación, las canciones de su preferencia.
Carlos pidió al mesero una “jirafa” de cerveza. La ingirió y solicitó otra. Junto con el pedido llegó una mujer de, aproximadamente, treinta años, alta y exageradamente maquillada.
−¿Por qué tan solito? –le preguntó ella.
−Por pendejo –respondió él.
−¿Me puedo sentar? –solicitó la mujer, ignorando la respuesta de Carlos.
−Por favor, siéntate –contestó con amabilidad.
Fue lo único que recordó Carlos al día siguiente, al despertar en un hotel, desnudo, sin dinero y sólo con una nota sobre el buró de cemento, a un lado de la cama. El texto, impreso en media carta, decía:
“¿A quién se le ocurre tener sexo sin protección? Tengo Sida. Con tipos como tú me estoy vengando de la vida. Adiós.”
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com

miércoles, noviembre 10, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

La peor mamá
José I. Delgado Bahena
Hace algunos años, conocí un texto que decía: “Yo tuve la mamá más mala de todo el mundo. Mientras que otros niños no tenían que desayunar, yo tenía que comer cereal, huevos y pan tostado. Cuando los demás tomaban refrescos gaseosos y dulces para el almuerzo, yo tenía que comer emparedado. Mi madre siempre insistía en saber donde estábamos. Parecía que estábamos encarcelados. Tenía que saber quiénes eran nuestros amigos. Insistía en que si decíamos que íbamos a tardar una hora, solamente nos tardaríamos una hora. Me da vergüenza admitirlo, pero hasta tuvo el descaro de romper la ley contra el trabajo de los niños menores. Hizo que laváramos trastes, tendiéramos camas, aprendiéramos a cocinar y muchas cosas igualmente crueles.
Creo que se quedaba despierta en la noche pensando en las cosas que podría obligarnos a hacer. Siempre insistía en que dijéramos la verdad y sólo la verdad. Para cuando llegamos a la adolescencia ya fue más sabia, y nuestras vidas se hicieron aún más miserables, se volvió posesiva. Nadie podía tocar el claxon para que saliéramos corriendo. Nos avergonzaba hasta el extremo, obligando a nuestros amigos a llegar a la puerta para preguntar por nosotros.
Mi madre fue un completo fracaso. Ninguno de nosotros ha sido arrestado. Cada uno de mis hermanos ha servido a su patria, y ¿A QUIÉN DEBEMOS CULPAR DE NUESTRO TERRIBLE FUTURO? Tienen razón: a nuestra madre.
Vean de todo lo que nos hemos perdido.
Nunca hemos podido participar en una demostración de actos violentos y miles de cosas más que hicieron nuestros amigos. Ello nos hizo convertirnos en adultos educados y honestos. Usando esto como ejemplo, estoy tratando de educar a mis hijos de la misma manera.
Verán: doy gracias a Dios por haberme dado LA MAMÁ MÁS MALA DEL MUNDO”.
Después de leerlo, reflexioné en el pobre tipo que lo escribió. Efectivamente, él tuvo la mamá más mala del mundo. Sin embargo, después de tantos años, con la experiencia que he adquirido y los triunfos y fracasos que he vivido, puedo afirmar que mis hermanos y yo hemos tenido LA PEOR MAMÁ DEL MUNDO.
Mi madre ha sido todo eso: desconfiada, carcelera, autoritaria, vigilante, gruñona… pero, aún más: ha sido chantajista; cuando pretendíamos alejarnos de su dominio, nos ataba con la ternura de sus brazos y el calor de su regazo. Además, nos obligó a creer en un Dios que no terminamos de conocer y a amarlo y respetarlo aún en su misterio y en su multiplicada identidad; también nos presionó, junto con mi padre, para que acudiéramos a la escuela, en momentos en que la mayor gloria para un niño era andar en el vacío de los días, matando lagartijas con las resorteras; eso era lo que hacían mis amigos y nosotros nos moríamos de la envidia cuando de la oreja nos dejaba en la puerta del salón del maestro Leovano.
Y, por si fuera poco, mi madre se ufanaba de haber puesto de moda la anorexia, ya que, tratando de conservar en buena forma su figura, nos hacía comer todo lo que preparaba: chile con huevo, frijoles de la olla o “payanados”, chile de guajes y, si había carne, nos la daba toda y ella ni la probaba. Incluso, para quemar calorías apoyaba a mi padre en las labores del campo y tenía siempre nuestra humilde vivienda en las mejores condiciones de limpieza y armonía.
En fin, así era nuestra madre, y lo sigue siendo, ahora con los nietos: sobreprotectora, sacrificada, expuesta, impositiva y altanera, porque presume de haber formado una familia unida en el respeto, la tolerancia, la bondad, la amistad, la compasión, la fe, el apoyo mutuo, la humildad y, sobre todo, el amor.
Así que no me venga con cuentos el amigo que dice haber tenido la mamá más mala del mundo, porque, sin lugar a dudas, yo tengo la bendición de LA PEOR MAMÁ DEL MUNDO.
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Este Manual está dedicado a mi madre: Bricia Bahena Piedra, quien el próximo sábado 13 de este mes, cumplirá años. ¡Felicidades!
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com

martes, noviembre 02, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

DÍA DE MUERTOS
José I. Delgado Bahena
Aún me acuerdo… Ocurrió hace nueve años. Éramos siete chavos: Jesús, Manuel, Lupe, Carmen, Sergio, mi prima Tere y yo. Todos, entre los diecisiete y dieciocho años, ansiosos por comernos el mundo y de vivir experiencias nuevas. Ese día, el primero de noviembre, de acuerdo con la tradición del pueblo, andábamos juntos, en las calles, repartiendo ofrenda en las tumbas que los familiares arreglan en sus casas para recibir a las almas de los difuntos adultos que vienen a visitarnos, según la creencia que se nos ha transmitido de generación en generación.
Por supuesto, mis amigos y yo deambulábamos entre la demás gente, desparramando nuestra algarabía, empapándonos del misterio que el cielo descarga cada noche en los días de muertos, y deseosos de que ese primero de noviembre fuera inolvidable.
Eran las once de la noche.
−¿Qué les parece si vamos al panteón? –propuso Jesús, mientras nos comíamos un pedazo de calabaza que nos habían dado en la ofrenda de la abuelita de Manuel.
Nadie respondió. Nos quedamos mudos, viéndonos los ojos como esperando alguna reacción de rechazo de alguno, porque no teníamos duda: la idea era estupenda. Al unísono, con un grito enorme aceptamos y nos fuimos a golpes sobre Jesús por tan increíble propuesta.
−Vamos, pero hay que llevar algunos “refrescos” –dijo Manuel.
Todos entendimos el tono de sus palabras y Lupe, que era la que administraba las cooperaciones, comenzó a pedir dinero y con lo que se reunió pasamos a la tienda de don Chano a comprar unas caguamas, aprovechando que aún no cerraba.
El panteón, ubicado sobre una colina en la orilla del pueblo, entre unos terrenos de siembra en los que aún no terminaban de cortar los tallos secos de las milpas, nos atraía: gigante, fantasmagórico, misterioso, mientras lo observábamos junto a la última casita, antes de cruzar la barranca y tomar el oscuro camino hacia la aventura de esa noche.
Al llegar, nos dirigimos hacia una tumba donde habían colocado algunas veladoras encendidas y nos sentamos sobre el cemento frío de la lápida. Sergio, quien era experto para destapar las cervezas con los dientes, abrió la primera caguama, le dio un gran trago y la pasó a Jesús.
Lupe comenzó a contar historias de espantos y de cosas que, según ella, le habían pasado a su papá, que era taxista. Entonces, todos recordamos otros cuentos y películas de terror, de miedo, y relacionadas con los días de muertos.
A lo lejos, el pueblo se veía como dormido, aunque sabíamos que la gente andaba por las calles, repartiendo ofrenda.
Casi terminábamos de beber las cinco caguamas que habíamos comprado, cuando Sergio sacó unos cigarros que, dijo, eran de los “buenos”, es decir, con mariguana. Comenzamos a fumar, menos Carmen y Tere que, disimuladamente, hacían que le chupaban y lo pasaban a quien se encontraba a su lado. En ese momento una ráfaga de aire helado nos golpeó los rostros y nos provocó, a todos, un estremecimiento en el cuerpo que nos hizo expresar frases de espanto y abrazarnos unos a otros. Como cerca de mí se encontraba mi prima Tere, me abrazó con gran fuerza y pude sentir sobre mi hombro derecho el temblor de sus exquisitos pechos que apenas si disimulaba con una playera negra que llevaba puesta.
Cuando pasó el susto, Carmen propuso que regresáramos al pueblo. Nadie estuvo de acuerdo. Lupe le pidió a Carmen que la acompañara a “cortar florecitas” detrás de otra tumba cercana. Manuel, Sergio y Jesús también fueron a “tirar el agua”, pero por otro lado. Entonces, Tere tomó una de mis manos y me dijo:
−Pinche, Beto, lástima que eres mi primo. Si no lo fueras no sé qué haría contigo.
No contesté, por respuesta la atraje hacia mí y le di un beso. Ella me rodeó por el cuello y nos besamos sin importarnos que los demás se encontraran a escasos metros de nosotros. Las caricias fueron en aumento. En la oscuridad, iluminados sólo por la tenue luz de las veladoras, pude percibir que nuestros amigos se juntaron y en sus sombras adiviné que se entregaban a las mismas pasiones que se habían desatado entre mi prima y yo.
Sin reservas, nos fundimos en la hoguera de los cuerpos y dejamos que nuestras ansias se desbordaran sin medir consecuencia alguna. Cuando pasó el furor del deseo y se hubo disipado el efecto de las cervezas y de la mariguana, nos vimos todos sentados, cabizbajos, en la orilla de la tumba.
Sin hablar, temblando, un poco por el frío y otro poco por el atrevimiento que tuvimos al ofrecerles algo de entretenimiento a los inquilinos del panteón, volvimos al pueblo, donde, al entrar en contacto con la gente, recuperamos nuestra normal forma de vivir, con la alegría que dejamos en esa noche de día de muertos.

Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com