sábado, julio 30, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

CUATRO
No tenía dudas, Alejandro vibraba con este sentimiento, real o imaginado, pero poderoso, agobiante y pleno que es el amor.
¿Y ella? ¡Quién sabe! ¿Quién conoce, cabalmente, la naturaleza humana que pueda asegurar, con firmeza, que lo que dice o siente el hombre, o la mujer, sea cierto y limpio?
¿Qué es el amor? ¿Cómo definir este sentimiento que, algunas veces, nos acobarda y otras nos hace fuertes, valientes y atrevidos?
¿Por qué, cuando decimos que estamos enamorados, deseamos que la persona amada esté, permanentemente, junto a nosotros y eso puede parecer, en realidad, dependencia solamente?
Alejandro se debatía entre éstas y otras mil reflexiones que se hacía para entender su confusión, su anhelo, su desesperación, sus dudas.
Pero, en algo no tenía ya ninguna duda: la amaba. Y en otra cosa: era una locura; pero, ¡bendita locura!
Después de aquel encuentro se dieron otras oportunidades de convivir: yendo al cine, a tomar café, a cenar y, por medio de los celulares, estaban, minuto tras minuto, en contacto.
Ella comenzaba. Un día le envió el texto de una canción que decía: “Tendré que decidir...” y él se sintió emocionado, era una promesa. En otras ocasiones lo retaba y le enviaba: “Tengo una canción para ti, ya sé que no te importo, que te parezco tan poca cosa...”
Él temblaba y le reclamaba en silencio: “¿Cuándo te dije eso, si eres lo más importante para mí?”
Pero lo máximo, y sería algo imborrable para él, fue cuando, hablando por teléfono, a punto de colgarle, ella le dijo, recordando una canción de un famoso grupo: “Pero no me cuelgues, ¡es que quiero oír tu voz!”
Desde entonces, escuchar su voz, aún por teléfono, se convirtió en una obsesión. En todo momento el timbre de su acento le resonaba en sus oídos y se incrustaba por ese laberinto entre las veredas del corazón y le saltaban en el pecho.
Un día, ella le llamó y le dijo:
—¿Cómo llego a tu trabajo? —Alejandro advirtió que lo había tuteado y pensó que, a pesar de las muchas convivencias que ya habían tenido y él se lo había pedido insistentemente, no lo hacía, por falta de costumbre, decía—, hoy saldré temprano —continuó Fátima— y quiero ir por ti, si no te molesta.
—¡Claro que no me molesta! —respondió él, emocionado. Y con lujo de detalles le indicó la manera de llegar a la escuela secundaria donde trabajaba: cuál metro, cuál salida, cuál camión, dónde bajarse, etc.
―Ya entendí ―dijo Fátima.
―Te espero ―le dijo él―, hoy salgo a las seis cincuenta. Además, te marcaré cuando calcule que estarás por llegar, para que no te pases.
—Está bien —dijo Fátima—. Ahí llego.
Las clases, en las que enseñaba el manejo de la lengua y trataba de acercar a sus alumnos hacia la literatura, transcurrieron lentamente para Alejandro. Temía por la llegada de Fátima, el medio no era nada confiable, rondaban los vagos y mal vivientes y, aunque algunos de ellos habían sido sus alumnos y lo respetaban, pensaba que, al menos podrían faltarle al respeto a ella.
En el último grupo de la tarde, en el que enseñaría el tema del Quijote de la Mancha, para indagar qué tanto sabían sus alumnos sobre esta novela, pidió que levantara la mano quien quisiera aportar lo que supiera acerca del personaje de Cervantes.
Sólo uno: Juan, a quien sus amigos apodaban “La gringa” por ser de piel blanca y, además, se pintaba el cabello de rubio, quiso participar y levantó la mano.
—A ver, dime: ¿qué sabes acerca del Quijote —pidió Alejandro a este alumno que deseaba participar.
—Bueno —dijo Juan, con una leve sonrisa dibujada en su rostro afilado—, pues que era un “vato” que estaba medio orate y que salía a hacérsela de tos, con su lanza, a todos los que encontraba. Iba montado en un caballo muy flaco —continuó—, pero no era güey, porque se llevó al “sancho”, para que su vieja estuviera segura, ¿no?
La carcajada fue general y hasta Alejandro tuvo que admitir que este muchacho, adolescente, tuvo su ingenio para participar y, a su modo, se refirió al tema que se estaba tratando.
Por supuesto, consciente de la situación educativa y del medio en el que se desenvolvían sus alumnos: una colonia en la que dominaba el pandillerismo y la inseguridad, asimiló la intervención del joven y, con sinceridad, le agradeció su participación y le anunció que había obtenido dos puntos buenos: uno por hablar del tema y otro por animar su clase, y de inmediato los registró en su lista.
Faltaban catorce minutos para que tocaran el timbre de su última clase cuando sonó su celular. Era Fátima, le decía que se encontraba en la puerta y que el conserje no la dejaba pasar: le pedía un citatorio. Pensó que le había fallado, le prometió que le llamaría y, por estar con la diversión de su clase, se le olvidó.
Se excusó con sus alumnos y fue a la puerta por ella. La llevó al salón, entraron y en ese momento sonó el timbre de salida.
Casi al mismo tiempo sonó, también, el celular de Fátima.
Mientras los alumnos de Alejandro salían para retirarse a sus casas y él guardaba sus cuadernos, libros y plumas en su portafolios, observó cómo, ella, se alejaba por el pasillo para atender la llamada en un claro movimiento de quien requiere de privacidad, una privacidad que el corazón enamorado de Alejandro le despertaría, después, la más terrible de las dudas y le desataría la más horrenda de las tormentas que, con el paso de los días, se iría convirtiendo en diluvio.
Cuando, al fin, Fátima terminó la conversación, se acercó a Alejandro quien, sentado en su escritorio, revisaba algunas hojas sueltas de los trabajos que sus discípulos habían hecho.
La escuela se iba quedando en silencio. Sólo se escuchaban algunas voces de los rezagados que deambulaban por los pasillos.
—Tengo que llenar unos formatos que me faltan por entregar ―dijo Fátima―, ¿qué te parece si mientras haces tu trabajo yo termino de llenarlos?
Alejandro estuvo de acuerdo, preguntándose si no sería muy arriesgado, para él, que estuvieran ahí, en el salón de clases, prestándose a habladurías por si alguien, un prefecto o el conserje, llegara a ese segundo piso, en donde había dado su última clase del día.
Al terminar, Fátima, tomó su celular y marcó una llamada. Se escuchó que preguntaba por su madre, le dijo que iba a llegar un poco tarde, que no se preocupara, que le habían mandado a ver a un cliente.
Era evidente que la amistad con Alejandro no la compartía con su familia o, ¿quién sabe?, ¿se avergonzaba?
Ella, sentada cerca de él, volteó a verlo buscando su mirada; se vieron fijamente, como sólo los enamorados lo hacen. Ella le extendió su mano, él la tomó. Ella le oprimió suavemente los dedos, se acercó un poco más y con la otra mano le acarició la mejilla, las orejas, los labios; se acercó aún más y lo besó.
Se besaron, con el deseo quemándoles los labios. Se incorporaron y se abrazaron fundiéndose en el mismo calor, en la hoguera del deseo contenido, en ese infierno que, sabemos, es la antesala al paraíso.
No hablaron, ¿para qué?, los besos, las caricias, los contactos corporales expresaban lo que las lenguas, ocupadas en otros menesteres, no podían decir.
Cuando, al fin, las respiraciones de ambos volvieron al ritmo de las almas satisfechas que han encontrado un desahogo a las emociones contenidas y recién desbordadas, ella dijo:
―Eres muy noble.
“Eres muy noble”, repitió Alejandro para sí mismo y en ese momento no entendió el significado de la frase que Fátima había expresado con una leve sonrisa que, entonces, él interpretó de satisfacción y amor; más tarde la entendería completamente y sabría lo que esa sonrisa había querido decirle.
—Te amo —le dijo él—, ya eres alguien muy importante en mi vida.
—No nos apresuremos —dijo Fátima—, tú sabes poco de mí, en realidad, dejemos que las cosas fluyan y luego, a ver qué pasa.
Alejandro vio su reloj y comprendió que debían salir de la escuela, pronto cerrarían y, de cualquier manera, el que los vieran salir tan tarde se prestaría a habladurías que a él, por supuesto, lo perjudicarían y a ella tampoco la harían ver bien.
—Vámonos —le dijo—, ya es tarde.
Al salir, sin hablar, inmersos, los dos, en sus pensamientos que los llevaban del día a la oscuridad, de la paz a la guerra; tomados de la mano, retando al mundo con la actitud de quienes se saben limpios, en la conciencia de que las miradas de la gente, por verlos como pareja, sería de asombro y, tal vez, de reprobación.
Fue Alejandro quien rompió el silencio. Sintiéndose culpable por no aclararle su situación familiar, quiso decirle que, para él, no había nadie más que ella, que la relación con su esposa hacía tiempo que estaba estacionada en el lugar de la amistad y que, en adelante, su pensamiento estaría consagrado sólo a ella.
—¿Sabes? —le dijo antes de abordar el microbús que los llevaría a la estación del metro―, quiero que sepas que, con mi esposa...
—No. No digas nada —le interrumpió Fátima—, aún no. No sabemos cómo continuará esto. Esperemos a ver qué resulta, después hablamos, ¿te parece?
—Sí, claro —dijo Alejandro y se sintió descansado por no tener que dar mayores explicaciones y, sobre todo, sabiéndose aceptado aún con las circunstancias de su pasado.
—¿Me podrías acompañar a entregar mis informes a la oficina? —le preguntó Fátima antes de abordar el colectivo.
—Por supuesto, pero ¿qué te parece si te espero en un restaurante que está cerca de ahí? Así, mientras pasas a hacer tus trámites te escribo algo que se me ha ocurrido.
—Está bien —dijo ella.
Al llegar, Fátima, al lugar, en esa primera cita en la que sus ojos tenían una chispa diferente, él ya lo esperaba con una jarrita de té que había pedido. Ella vio la carta y sólo pidió, a la mesera que se había acercado, una ensalada de fruta. Alejandro quiso que le trajeran algo igual.
Y fue esa la primera ocasión en la que se vieron en ese lugar, al que ambos llamarían “El rinconcito azul”, de manera poética, porque no era azul, y preferían ubicarse, siempre, al fondo, en el rincón más apartado, para sentirse solos, aislados, sin las miradas indiscretas que pudieran descubrir el sentimiento que los unía. Fácilmente pasaban por padre e hija y era muy cómodo dar esa imagen, aunque Alejandro, en el fondo, hubiera querido gritar, publicar, anunciar que estaba enamorado de esa hermosa flor que se había encontrado en el jardín de la vida.
Fue ahí, también, el lugar que Fátima eligió para comenzar a descorrer el telón de una parte de su vida. Le advirtió que no era el primero (ni él lo esperaba) y que antes ya había estado enamorada; además, recién había terminado una relación y que esa persona la seguía buscando.
Agregó que no sabía hasta dónde iban a llegar, pero lo que ella deseaba era que nadie saliera lastimado.
Le contó que en su familia acostumbraban a reunirse los domingos y que, por lo mismo, en esos días no podrían verse.
Alejandro, por su parte, le dijo que algunos fines de semana, y las vacaciones, por supuesto, los pasaría con su familia, en Querétaro, pero que trataría de estar en comunicación con ella, para no extrañarla.
+++
Al llegar al edificio, encontró a Luis en compañía de Paty que iban de salida. Luis le dijo que no tardaría en regresar, ya que sólo iba a dejar en el metro a su novia y que regresaría pronto, por si deseaba que fueran a merendar algo.
Alejandro aceptó y le dijo que lo esperaría.
Antes de que Luis volviera, Alejandro salió a comprar un litro de leche light, que los dos acostumbraban, y un paquete de pan integral. Al llegar su sobrino, el tío se encontraba en la sala, en clara muestra de estar a su espera. Luis vio la leche en la mesita de centro y fue a la cocina por dos vasos y un plato para poner el pan. Se sentó.
—¿Cómo te fue? —le preguntó a Alejandro, al tiempo en que abría el cartón de la leche y llenaba los dos vasos.
—Precisamente, quiero platicar contigo de algo que me ha ocurrido hoy —le contestó Alejandro abriendo la bolsa del pan y colocando unas piezas en el plato—, es importante para mí que sepas de algunas cosas que en los últimos días me han estado pasando y no puedo guardarlas para mí solo.
—Cálmate, te ves muy nervioso —le dijo Luis, preocupado.
—Sí, por supuesto que estoy nervioso, no es común lo que estoy viviendo; pero ojalá que, más que nervioso, me notes contento, feliz, ilusionado —diciendo esto se levantó y conectó la serie de foquitos que habían colocado los dos en la ventana de la sala para darle un toque navideño al departamento.
—A ver —dijo Luis, tomando un trago de leche—, vamos por partes: ¿dices que “en los últimos días”? ¿Quieres decir que no es de hoy, sino que me tienes que platicar algo que ya es antaño?
—Bueno, no tanto. Mira, ya sabes que siempre te he tomado en cuenta para muchas cosas, porque a pesar de la diferencia de edades te considero más que un sobrino: como un amigo. Y, claro, eres el familiar más cercano que tengo, es decir: somos el familiar más cercano que los dos tenemos aquí, en la ciudad.
—Espera, no te enredes —le interrumpió Luis—, ya sabes que conmigo no van los “choros”, así que no le des tantas vueltas y, como dice el dermatólogo: “al grano”.
En esos momentos, Alejandro comprendió que si no era fácil decírselo a su sobrino, con quien llevaba un trato cercano en el afecto y la confianza, por convivir juntos y apoyarse mutuamente todo el tiempo, imposible pensar en convencer a los demás sobre la posibilidad de esta relación que florecía en su corazón con el nombre de Fátima.
Pero, a pesar de todo, estaba decidido a enfrentar las consecuencias y con decisión y firmeza, entre trago y trago de leche, comenzó a contarle la historia que recién había comenzado a escribir en las, quizás −dijo− “últimas páginas del libro de su vida”.
Cuando mencionó esto: “las últimas páginas del libro de mi vida”, Luis le quitó la palabra para decirle:
—A ver, a ver... En primer lugar, no quiero que sigas con ese tono de telenovela del canal de las estrellas, ¿cómo que en las últimas páginas? ¡Cálmate! Aún te queda mucha cuerda. Y, en segundo lugar, no me lo cuentes como si te estuvieras confesando, sabes bien que no voy a criticar nada de tu vida, que te respeto y aceptaré cualquier decisión que tomes. Además, mi admiración por ti es porque me gusta que no temes a ningún reto.
—Gracias —dijo Alejandro—, ya sabía que encontraría en ti una respuesta como lo que acabo de oír y tus palabras ya me las había imaginado, pero dime: ¿qué piensas de esta relación?
—A ver, ¿a poco te importa lo que piense yo, o lo que piensen los demás? ¿Cuántos años dices que tiene...Fátima?
—Diecinueve, está por cumplir los veinte, dentro de dos meses.
—Fíjate, es mayor que yo, bueno, no mucho —dijo Luis, sonriendo.
—Sí. Y eso es lo que más me espina en este camino: la edad. Por lo demás, creo que si yo mismo he respetado la vida de todos, tengo derecho a que respeten la mía, ¿verdad?
—Pero, ¿por qué te preocupa la edad? No te estás casando ya con ella. Y si así fuera, si se sienten bien y son felices, ¿qué importa? ¿A poco alguien te puede asegurar que vas a vivir hasta hacerte viejito? No, ¿verdad? Entonces, vive como te sientas bien y los años que puedas ser feliz, disfrútalos.
—Bueno, en realidad te platico esto, no por encontrar tu aceptación ni tu comprensión, porque ya sabía que contaba con eso de antemano, sino porque pienso invitarla un día aquí, para que se conozcan y ella sepa dónde vivo y cómo vivo.
—Órale, me parece bien. Y desde luego, cuenta también con mi discreción, allá, con la familia, hasta que tú decidas lo que se deba hacer.
—Claro, gracias. No esperaba otra cosa de tu parte.
—Ah, pero es con una condición —agregó Luis—: quiero que seas feliz. Disfruta cada momento con ella, vive y haz lo que quieras, pero cuando creas que ya no estás a gusto, termina la relación, porque no te quiero ver sufrir; quiero que te cuides, por tu enfermedad, porque a mí me daría mucho coraje ver o saber que te trata mal y que tú tengas problemas de salud por ese motivo.
—No entiendo, ¿por qué lo dices? —le preguntó Alejandro, entrecerrando los ojos y dejando sobre la mesita el vaso vacío que sostenía entre las manos.
—Mira, no es que desconfíe de ella, porque no la conozco, ¿verdad?, pero como es muy joven y la verdad, pues, tú eres muy noble y podrías no darte cuenta de ciertos intereses que podrían mover su acercamiento hacia ti...
—Espera, ¿no crees que la estás prejuzgando?
—Eso parece, pero es mejor que te diga lo que siento, y ya sabes cómo hablamos entre tú y yo, así que, bueno... mejor esperemos a que la conozca y, además, ten por seguro que yo no te voy a decir está mal, o está bien; de cualquier cosa tú puedes darte cuenta porque eres muy inteligente, sólo te digo que tengas cuidado.
—Está bien —dijo Alejandro, con un tono seco y frío, como sintiendo que las palabras de su sobrino eran espinas que se le clavaban en la lengua y le hacían tartamudear por el sólo hecho de pensar que las intenciones de Fátima estuvieran encubiertas por su sonrisa franca y la chispa de esos ojos de los que ya vivía enamorado—, no te preocupes, te prometo que no estaré tan ciego en esta aventura que comienzo a vivir y que creo que es amor.
Ya entrada la noche, aún con el sabor de los frescos labios de Fátima sobre los suyos, y con la ilusión envolviéndole el alma, sentado frente a la computadora, escribiendo en limpio los versos que había escrito con las emociones de ese día, reflexionaba sobre lo vivido y pensó que no debía cuestionarle su pasado, ni esperar nada en el futuro más de lo que, día tras día, se fueran regalando el uno al otro.
Sin embargo, un racimo de dudas, junto con un leve dolor de cabeza, le clavaba sus aguijones entre ceja y ceja y lo llevaron a escribir otros poemas que puso en el mismo disco del corazón, aunque en archivos separados.






viernes, julio 29, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

TRES


Alejandro, en su rutina, creyó que Fátima ―¡Qué nombre tan absorbente!, lo pensaba y sentía que le envolvía los sentidos― no le llamaría, pero se equivocó porque, dos días después de aquel encuentro, estando en la primera de sus clases con un grupo de tercer grado, sonó su teléfono celular y, al no identificar el número, su corazón le envió señales y comenzó a latirle apresuradamente. Tomó el aparato y, con su morral de esperanzas, salió al pasillo.
Por primera vez escuchó, por teléfono, aquella voz que durante los siguientes meses le provocaría todas las emociones encontradas que una voz, una llamada, puede producir.
Con sus cuerdas vocales temblando, contestó:
—¿Bueno?, ¿quién habla?
—¿No se acuerda de mí? —preguntó ella.
—¡Ah, eres Fátima!
—Sí. ¿Cómo supo que era yo? Le estoy llamando de un teléfono público porque no tengo saldo en mi celular.
—Mejor dime cómo podría haber olvidado el tono de tu voz. Creí que te habías olvidado de mí. ¿Qué haces?
—Ahora estoy en la calle. Acompaño a mi madre que vino por la leche. Y usted, ¿qué hace?
—Trabajando; ya sabes: las clases, las tareas, las lecturas, ¿qué me cuentas?
—Nada. Le llamo para preguntarle si podríamos vernos hoy.
—Claro —contestó Alejandro, y la voz se le quebró. Era mucho más de lo que esperaba de esa llamada telefónica—. Dime en dónde y a qué hora nos vemos —lo dijo con tal angustia que sintió que la vida se le terminaba en ese instante.
Del otro lado de la línea se escuchó una voz tenue, pero segura.
—¿Qué le parece si nos encontramos en el mismo lugar donde nos despedimos y de ahí vemos a dónde vamos?
—Sí, está bien. ¿A qué hora?
—¿A las seis y media está bien? —le dijo Fátima.
—Sí, por supuesto. Te espero o me esperas. Yo no me retraso más de diez minutos. Gracias por llamarme.
—No, al contrario, gracias por aceptar la llamada, debe estar muy ocupado.
—No te preocupes —dijo Alejandro—, ahí nos vemos.
—Está bien, adiós.
“¡Vaya ―pensó―, esto es más de lo que esperaba. Ojalá y no sean falsas ilusiones. No soy un tonto —se dijo, tocándose su ralo bigote que apenas había optado por dejarse crecer—, ¿cómo puedo imaginar que esta niña esté realmente emocionada con esta cita? Porque eso es: una cita. Sin embargo ―continuó―, se le oía nerviosa, ansiosa, anhelante. ¿Cómo creer que en su mente se forme la idea de, al menos, una amistad cuando hay tanta diferencia de edad entre ambos?”
“Pero, bueno, eso es —recapacitó—: lo que le interesa de mí es sólo una amistad, mi libro, conocerme como escritor o, quizá, ¿por qué no decirlo?, ponerle una chispa a su vida.”
“En fin —concluyó para sí mismo—, iré a la cita y a ver qué pasa; aunque, claro, más vale que no me haga falsas ilusiones porque ella es, real y verdaderamente, una niña para mí: a ver qué pasa.”
Las horas que faltaban para verse con Fátima, las pasó contando los minutos, los segundos. A cada momento veía el reloj y estaba desconcentrado en la clase. Un alumno le preguntó:
—¿Qué tiene, maestro, se siente mal?
―Estoy bien, gracias ―le contestó al muchacho.
No, si no se sentía mal; al contrario, se sentía extraordinariamente bien: emocionado, motivado. Pensó que de pronto se le habían caído quince años y se sentía rejuvenecido.
Se olvidó de su enfermedad: la diabetes, y que la noche anterior casi no había dormido por causa de un insomnio que últimamente le alteraba su estado de ánimo durante sus labores. También se alegró por haber decidido vestir de traje ese día, porque no tendría tiempo para ir a su casa a bañarse y cambiarse de ropa.
Cuando sonó el timbre de su última clase de la jornada, Alejandro tenía ya, en su portafolios, todas sus cosas, a las que había agregado un ejemplar de su libro de poesía que tenía allí, en la escuela, para llevárselo a Fátima. Y mientras sus alumnos lo despedían, él caminaba hacia la salida con el pensamiento en otro sitio: en la esquina de la salida de la estación del metro.
+++
Cuando, por fin, estuvieron sentados, en un restaurante cercano a su domicilio, Alejandro aún se preguntaba si aquello no sería una locura. Él, actuando como un colegial ante su primera cita. De haber tenido tiempo le habría comprado unas flores o un peluche, pero sólo llevaba el libro de poemas en su portafolios. Y ésa, él lo sabía bien, era su mejor arma en su lucha por impactar, por querer agradar a Fátima.
Fue él quien inició la conversación, mientras veían la carta que la mesera les había dejado sobre la mesa.
—¿Cómo te fue en tu trabajo? —lanzó la pregunta como quien tira una piedra en un estanque y sabe lo que verá enseguida: ondas y ondas y ondas.
—Bien, gracias. Los vendedores han hecho bien su labor. Esta es una época buena y también me tocan comisiones por las ventas que hacen ellos —contestó Fátima—, no me quejo.
—Oye, ¿desde que saliste de la cafetería has trabajado en la telefonía? —preguntó Alejandro, tratando de profundizar en la plática que había nacido con ese tema y ahora no sabía cómo hacerla crecer.
Fátima, entonces, recuperó de golpe todas las andanzas que había tenido que pasar en compañía de Julieta, su mejor amiga, y comenzó por contarle que ellas eran inseparables, que se habían conocido ahí, en la cafetería, que desde que se trataron nació entre ellas un sentimiento de amistad tan profundo que las hizo jurarse que no se dejarían nunca y que trabajarían juntas, en uno o en otro lado, para reunir dinero y lograr un anhelo que tenían ambas: conocer París. Por eso ―continuó― cuando ella, Fátima, salió de la cafetería, a los tres o cuatro días Julieta hizo lo mismo.
—¿Y por qué te saliste? —le interrumpió Alejandro.
—Ah, porque vivíamos situaciones muy molestas e incómodas con una compañera que se sentía jefa, sólo porque llevaba ya varios años ahí; no le aguanté y un día le dije a Enrique, el encargado, que me iba a salir. Creyeron que era sólo una amenaza pero dejé el trabajo, primero, porque en realidad no lo necesitaba, y segundo, porque ya no aguantaba a la tipa esa. Y por eso mismo ―continuó― también se salió Julieta; me llamó y comenzamos a buscar trabajo. No, si hubiera visto todo lo que pasamos. Juntábamos nuestras escasas monedas y, sin comer, andábamos por toda la ciudad. Vivimos muchas cosas que son para olvidar, pero lo más feo fue cuando nos estafaron.
Alejandro entrecerró los ojos, como asombrado de lo que escuchaba, y pensó que frente a él estaba alguien que realmente valía la pena. Veía a una mujer muy joven a quien la vida había hecho madurar muy pronto y sus experiencias, aunque le parecieran irresponsables, le habían enseñado a valorar a las personas en su justa dimensión, por eso le preguntó:
—¿Cómo fue que las estafaron?
Fátima continuó:
—Cuando todavía trabajábamos las dos en la cafetería, en una ocasión llegó un cliente que nos dijo que cuando quisiéramos tener un mejor trabajo, lo buscáramos, y nos dio su tarjeta. Nos engañó bien bonito, porque nos dijo que se trataba de un empleo en las oficinas del Departamento, sólo que teníamos que darle dinero para los trámites. No, ¿para qué le sigo? Ya se ha de imaginar la embarcada que nos dimos. Lo único malo es que yo le pedí el dinero a mi mamá y todavía se lo debo.
—¡Vaya!, cada día hay más gente mal intencionada —dijo Alejandro— , pero bueno, sin que te ofendas, ustedes también se pasaron de ingenuas.
—Pues sí, pero nos sirvió de experiencia.
—Y ahora, tu amiga... ¿cómo dijiste que se llama? ¿Dónde trabaja?
—¿Julieta? Ella no trabaja. La verdad no necesita hacerlo, porque sus padres la apoyan económicamente, y ahora está estudiando.
—¡Qué bien!, ¿y tú, por qué no estudias?
—Ya sabes, ¡perdón! —se sonrojó Fátima al advertir que le había tuteado.
—No, no te preocupes —le dijo Alejandro, esperanzado—; no porque seamos de distintas generaciones creas que me molesta, al contrario: ojalá algún día me consideres tu amigo y me tutees.
—Bueno, como le decía: yo estudiaba el bachillerato pero, como siempre pasa, tuvimos problemas en la casa y comencé a faltar y luego, la verdad...no entraba a clases porque nos íbamos de pinta a la feria de Chapultepec; no sabe cuánto me gusta subirme a los juegos mecánicos, sobre todo a los que son más peligrosos, y bueno, ya sabe cuáles son las consecuencias...reprobé materias. En fin, que decidí mejor ponerme a trabajar y mis padres estuvieron de acuerdo.
En ese momento se acercó la mesera para tomarles la orden, ella sólo pidió un café americano y algo de pan y Alejandro una ensalada de frutas.
Siguió la plática en ese primer encuentro entre Alejandro y Fátima. Él, encontrando en los ojos tibios de ella la chispa que le hacía encender renovadas emociones que creía apagadas. Oyéndola, con ese tono de voz que proyectaba la juvenil transparencia de un alma ingenua y tierna, se ilusionaba con sólo poder rozar sus mejillas con las yemas de sus dedos.
Hubiera querido decirle: “No busques más, arrópate en mis nostalgias, sumérgete en mis soledades, o rescátame de ellas y hazme vivir, porque mi alma se muere”.
Ella, pensando: “¿Qué querrá de mí este señor? Se ve buena gente y creo que es buena onda, se nota que entiende a los jóvenes, ¡claro, por su trabajo! Creo que puedo aprender mucho de él, ojalá nos sigamos viendo: me cae bien”.
De pronto, como despertando de un sueño, pero con la seguridad de quien sabe que está a punto de jugar su mejor carta, Alejandro le dijo:
—Ah, mira: te traje mi libro. Espero que te gusten mis poemas.
Ella extendió sus manos para recibir aquel ejemplar prometido y con admiración, casi con devoción, recorrió su mirada sobre el libro, dejó escapar un suspiro y sinceramente emocionada, le dijo:
—¡Qué padre, gracias! ¿Cuánto cuesta?
—Para ti, nada. Bueno, sí: la promesa de que nos volveremos a ver para que me comentes algo sobre mis humildes versos.
—Claro —dijo ella—, pero no quiero abusar, por favor, dígame cuánto es.
—No te preocupes. Ya me has pagado una parte con esa emoción con que lo has recibido. La otra me la pagarás con tus comentarios.
—Es usted muy amable. Gracias. Pero, por favor, escríbale una dedicatoria. No sabe cómo lo voy a presumir.
—Claro —dijo Alejandro, sacando del bolsillo de su camisa un bolígrafo para escribir la dedicatoria pedida. Pensó que debía elegir las palabras adecuadas, las que, con respeto, le dijeran que los sueños de ella ya eran los de él y que, en adelante, sólo una ilusión le permitiría seguir viviendo: ella.
—Aquí tienes. Espero que este libro contenga emociones con las que te identifiques.

—¡Gracias! Le aseguro que es para mí como un tesoro. Pero, dígame: ¿cuál es su poema favorito?
—Todos —contestó Alejandro—, porque todos significan un sentimiento que en algún momento me ha hecho vibrar. Sin embargo —continuó—, el de la página catorce se ha convertido en el favorito de mucha gente. Es un poema erótico, pero creo que no ofende a nadie. Y, bueno, digo lo que mucha gente quiere decirle a su pareja y no halla como hacerlo, ¿no?
En esos momentos, el transcurrir del tiempo parecía no tener importancia para ambos. Se contaron parte de su pasado, se hicieron confidencias, se confesaron una mutua aceptación el uno para el otro y se prometieron que seguirían en contacto para reunirse a platicar, ir al cine, a comer o a algún otro lado, porque habían descubierto que se sentían a gusto estando juntos.
Alejandro desconfiaba, sin embargo, de que algo bueno pudiera resultar de esa amistad. Ella, tan joven:
diecinueve años —le había confiado—, a punto de cumplir los veinte. Él, maduro; casado y con tres hijos: una señorita de dieciocho años, otra de quince y un adolescente de trece —le dijo, pero le ocultó que la relación con su esposa se encontraba bastante desgastada porque no creía en otra posibilidad, con Fátima, para algo que no fuera más que amistad.
Ella, en cambio, ansiosa por conocer gente, le emocionaba el pensar sobre lo que pudiera resultar de aquella relación, aunque fuera sólo de amistad. Aquel señor, maestro de secundaria y escritor, le resultaba muy interesante y soñaba con que, a pesar de la diferencia tan grande de edades, el destino los condujera hacia algo bonito, duradero y emotivo.
—¿Qué te parece si nos vamos? —dijo Alejandro, al tiempo en que hacía una señal a la mesera que los estaba atendiendo—. Es tarde, para mí, tengo que obtener promedios de mis alumnos y creo que para ti también debe serlo, ¿verdad?
—No mucho. Avisé en mi casa que llegaría un poco tarde. Les dije que mi jefe nos había invitado a cenar a todos los de la oficina, por las buenas ventas que habíamos tenido. Pero está bien ―agregó―, más vale no abusar.
—¿Cuándo nos vemos? —lanzó, Alejandro, la pregunta al aire como si hubiera soltado una paloma mensajera, con la certeza de que regresaría con buenas noticias.
—No sé —dijo ella—. Usted diga.
—No, tú —presionó Alejandro—. Yo, como te dije, no tengo problema, después de las siete, claro, o en algún fin de semana.
—¿Qué no va a ver a su familia? —preguntó Fátima, recordando que le había dicho lo de su mujer y sus hijos en provincia.
—Sí, por supuesto —dijo él—, pero hay ocasiones que decido quedarme para escribir o atender otros asuntos.
—Bueno, ¿qué le parece si nos vemos el viernes? Así yo tengo tiempo para leer sus poemas y le comento algo.
—Me parece bien. Dime en dónde y a qué hora —dijo Alejandro, pensando que del lunes al viernes eran muchos días para dejar de recrearse en esos ojos que le subyugaban.
—¿Qué le parece si le llamo el jueves y le digo en dónde? Es que no sé cómo estemos de trabajo en la oficina.
—Claro. Espero tu llamada —dijo él, mientras tomaba la nota de la cuenta que la mesera le había dejado para ser pagada en la caja de salida—, me ha dado mucho gusto conocerte, creo que seremos buenos amigos.
—A mí también —dijo, emocionada, Fátima—, me ha caído muy bien.
+++

Al llegar al departamento y recostarse en su cama, su mente se encontraba en un remolino de confusiones.Le parecía increíble que él, con sus cuarenta años encima, pudiera despertar el interés que advertía en los ojos de Fátima. Ella: con sus, apenas, diecinueve ―casi veinte― años de edad, tenía la mitad del camino recorrido que él.
Y buscaba mil, ocho mil formas para justificar y justificarse lo que, su mente, revuelta, le decía: “Para el amor no hay edad”, “Nadie escarmienta en cabeza ajena”, “A quién le dan pan que llore”, etc., etc.
Pero ni así podía, definitivamente, desenrollar el hilo de la madeja en la que se había enredado su vida a partir de los últimos acontecimientos que le habían arrancado de su rutina al lado de Luis, su sobrino, y le arrinconaban en la esquina del espacio en el que, ahora, sólo un nombre iba del suelo al techo y de una pared a otra: Fátima... Fátima... Fátima...
Sin embargo, cuando su respiración recobraba la calma, después de la excitación que le producía el pensar en ella y la razón, que creía perdida, regresaba, se preguntaba: “¿Qué dirían mis hijos?, ¿cómo tomaría el asunto Sofía ―que era la mayor― si se enterara de que alguien, casi de su misma edad, domina mis sentimientos, aún cuando apenas es una ilusión, una quimera?”
Por su mujer no se preocupaba; él sabía bien que desde hacía tiempo la relación con ella, después de tantas desavenencias que habían tenido y, quizá, también por el hecho de estar lejos; lo que antes hubieron considerado como una oportunidad para desearse y querer verse, les había enfriado el sentimiento y la convivencia, entre ellos, se había establecido en los términos del respeto, del compañerismo, del apoyo y, si acaso, de la amistad.
Pero ni una −la hija mayor−, ni la otra −la mujer−, le desvanecían el castillo de arena que, junto al mar de sus nostalgias, estaba construyendo.
Lo que nunca imaginó fue que ese castillo, en el que trataba de cimentar un sueño, estaría siempre amenazado por olas tan bravas que, tal vez, le harían arrepentirse por dejarse envolver por la cálida brisa de aquella voz y de la ternura de aquellos ojos.
Nunca lo imaginó; por eso, impulsado por esa motivación, se sentó y comenzó a escribir, inspirado, algunos poemas que, irremediablemente, plasmaban la fuerza de los latidos de su corazón.






miércoles, julio 27, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

DOS
Más de tres meses vivió, Alejandro, entre penumbra, porque aquélla, quien ni siquiera el nombre de él conocía, se encontraba ausente, como fantasma que poco a poco se diluía en sus recuerdos, en sus motivaciones y cuando parecía que, por fin, se esfumaba y él regresaba a su viejo entorno de abandono y soledad; se presentó como la misma aparición de una noche en el bosque, que nos impacta y nos atrae, a la que le tememos, pero que nos suelta la adrenalina al sólo presentirla.
Estaba, Alejandro, esperando la llegada del convoy del metro, en la misma estación Hidalgo, cuando la vio. Fátima no lo advirtió o no lo reconoció y él, turbado, indeciso, nervioso, lo único que hizo fue ubicarse cerca de ella al abordar el tren y así, como todo el mundo, tomados de la barra, casi rozando sus brazos, viajaron juntos, sin atreverse a saludarla, al menos.
Él tenía que bajar y mucho se lamentó de ser el maldito cobarde que siempre había sido por no atreverse a hablarle; pero, con gran alegría, se dio cuenta de que ella también descendía en la misma estación y caminaba junto a él, acompasando sus pasos.
Pensó, entonces, que la vida le ofrecía una segunda oportunidad, quizá la última, y sería un tonto si la dejaba ir.
Como quien duda, le dijo: “¿Eres...Fátima...?” y volteó a verla. Ella, extrañada, le preguntó: “¿Lo conozco?” Por supuesto que no lo reconocía. Era de esperarse. Con seguridad eran muchos los clientes a los que atendía y no pocos de ellos habrían hecho amistad con ella, incluso algo más.
Alejandro, ahora, como jugando, sonriendo, le dijo: “Creo que si...”
Entonces, con la confianza de dos amigos que se reencuentran después de un gran tiempo de no verse, ella le contó que hacía poco se había encontrado con una persona que le dijo que era vidente, y le auguró que sus sueños se cumplirían.
—¿Y cuál es tu sueño? —le preguntó.
—Ser bailarina profesional o coreógrafa. Es que me gusta mucho bailar y me ilusiona ser parte de un ballet o poner mis coreografías.
—¡Qué padre! —dijo Alejandro, y se asombró de sí mismo por usar esa expresión, pero que le hacía sentirse acorde con ella, con su juvenil expresividad.
En ese momento habían salido ya de la estación del metro y estaban detenidos junto a un teléfono público, en la esquina de la avenida.
—Bueno, ¿ya te acordaste de mí? —le preguntó, ilusionado.
—Se me hace conocido... ¿en dónde lo vi o lo traté?
—Te voy a decir una pista —dijo Alejandro—: “Café caliente”.
—¡Ah, sí! —exclamó divertida—. Usted era mi cliente, el que pasaba todas las mañanas por su capuchino, ¿no es cierto?
—Claro, gracias por recordarme.
—¿Y cómo sabe mi nombre?
—¡Fue fácil conocerlo! ―contestó―: tu compañera te nombró un día y yo le escuché. ¿Ahora, en dónde trabajas?
—Me ofrecieron empleo en una compañía de teléfonos celulares. Estoy en la oficina, me dedico a capturar todos los reportes de los vendedores.
—Ah, ¿y tú también los vendes?
—No. Bueno, sí, a veces; pero sólo ocasionalmente.
—Qué bien. Luego me das detalles, me interesa comprar alguno para mi madre.
—Y usted, ¿a qué se dedica? —preguntó Fátima, con un tono de vergüenza.
—Soy maestro —dijo Alejandro, muy seguro—: enseño la asignatura de español.
—¡Qué padre! —exclamó Fátima—, ha de leer mucho.
—Claro que sí. Mi escritor favorito es el portugués José Saramago. Además, escribo poemas. Ahora hemos estado presentando mi libro, me lo publicaron hace poco.
—¡Oh, un señor escritor! —expresó Fátima con asombro y admiración—. ¿Cómo se titula su libro y en cuál librería se puede comprar?
—Bueno, en realidad no lo venden en ninguna librería, sólo en las presentaciones que hago se puede adquirir y le titulé: “El grito entre los dientes”. Pero, si te interesa, en la próxima ocasión que nos veamos te lo traigo.
—¡Sí, por favor! A mí también me gusta leer, tengo el libro del Quijote, es mi libro favorito, tiene ilustraciones de Doré y el Quijote es mi ídolo —dijo muy convencida Fátima.
—Qué bien. Oye, ¿no se te hace tarde?
—No, no mucho. No se preocupe. Pero, a usted sí, ¿verdad? Lo estará esperando su familia, ¿no?
—No, no hay problema. Vivo solo. Bueno, con un sobrino. Mi familia está en la ciudad de Querétaro, si gustas vamos a tomar un café.
—No, gracias. Hoy no puedo, pero otro día sí, con gusto. A ver, permítame, le voy a anotar mi número de teléfono.
Fátima escribió su número de celular en un folleto de publicidad de la compañía de teléfonos para la que trabajaba y se lo extendió a Alejandro. Tal vez pensó que no era tiempo de confiar plenamente en él, por lo que no agregó el de su casa, pero sí anotó su nombre completo.
—Ah, mi nombre es Fátima del Carmen, pero puede decirme sólo Fátima, claro. Y usted, ¿cómo se llama?
—De veras, ¡qué desatento! Perdón —dijo Alejandro—, mira: aquí tienes mi tarjeta. Soy Alejandro.
—Gracias, mucho gusto. En serio: me ha caído usted muy bien y me gustaría seguirlo tratando.
—Claro. A mí también me gustaría. Espero tu llamada. ¿Me prometes que en cuanto puedas nos reuniremos para tomar un café?
—Sí, se lo prometo. Yo le llamo. Ahora sí, me tengo que ir. Cuídese. Adiós —dijo Fátima, dándole la mano en señal de despedida.
—Adiós —dijo Alejandro, y le tendió su temblorosa mano con la angustia de que aquel encuentro fuera el único.
Él no lo sabía; por eso, al ver a Fátima que se alejaba para tomar el transporte e irse a su casa, levantó la mirada hacia el cielo y, aunque la noche caía ya sobre la ciudad, vio, a lo lejos, una gran luminosidad y se sintió dichoso. La oscuridad desaparecía de su vida, estaba ilusionado. No sabía hacia dónde lo llevaría —si es que eso iría hacia alguna parte— pero la motivación que su vida adquiría en ese instante le condujo por las veredas de aquello con lo que muchas veces confundimos al amor.
Por ese desconocimiento de lo que el destino le tenía preparado, se sintió inspirado y, llegando a su departamento, tomó el cuaderno que usaba para sus manuscritos y escribió los primeros versos de uno de los muchos poemas que Fátima le dictaría hora tras hora, minuto tras minuto.


LA NOCHE DE LAS CABRAS

UNO

Suena la alarma de su teléfono celular que le despierta cada mañana. “Quince minutos más ―piensa―, cómo no es sábado para quedarme una hora más en la cama”. Sin embargo, una imagen femenina le llega de pronto, nítida, viva, y le hace levantarse con el ánimo puesto en la luz que le ilumina, día a día, desde que se acerca a la cafetería del metro donde compra un café, que rara vez se toma y casi siempre obsequia a una amiga que tiene en su trabajo.
Con esa ilusión se levanta a encender el calentador y se acerca a la habitación de su sobrino Luis, con quien vive en el departamento que adquirió hace años gracias a un crédito que le consiguió el sindicato. Verifica que ya se ha levantado y que se prepara para irse al Politécnico, le saluda y regresa a preparar su ropa, limpiar su calzado, alistar sus libros.
Luis es un joven desenvuelto, cordial y responsable. Estudia la carrera de medicina y sale desde temprano para la escuela. De manera que tío y sobrino muy poco se ven. Sólo en la noche, cuando ambos se reúnen para ver algún programa de televisión o para merendar algo.
Él, Alejandro, profesor de secundaria, sale un poco más tarde hacia la colonia donde está la escuela en la que presta sus servicios; es un lugar cercano, pero debe tomar el metro y transbordar en la estación Hidalgo para llegar a tiempo, unos quince minutos antes de la hora de entrada.
Hay ocasiones en que reconoce que esta rutina le fastidia y que quisiera estar ya jubilado, para disponer de los días a su antojo y hacer lo que le venga en gana. Pero acepta que no le queda otra que enfrentar el reto de vivir, también ese día, como los anteriores y como los que están por venir: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; preparar su clase del día siguiente, escribir algún poema, ver las noticias y dormir.
En medio de estas reflexiones, ha dispuesto ya sus cosas y ha planchado la camisa y el pantalón que vestirá ese día. Nada especial.
Está a punto de meterse al baño cuando Luis se despide de él; luego, se asea, se viste y sale a la calle.
Al fin se encuentra en el metro, a dos estaciones del recorrido para llegar a la de Hidalgo, donde transborda y se detiene para comprar su café de cada mañana.
Hoy es doble la motivación: había tenido una licencia médica para no trabajar durante una semana, debido a una infección en la garganta y está ansioso por ver los ojos que le hacen soñar despierto.
Hace un mes que se dio cuenta de que ella trabaja allí, y desde ese día se adueñó del pretexto de comprar el café para saludarla, oír su voz, ver sus ojos y, si acaso, rozar su mano al momento de pagarle.
―¡Hola!, buen día. ¿Me das mi café, por favor?
―Sí, claro. ¿Cómo está? Ya no había venido.
―Sí, bueno; no… es que he estado un poco enfermo. No creas: te he extrañado.
Ella se ruboriza pero corresponde el halago:
―Yo también. Aquí tiene.
Le ofrece su café a Alejandro quien no se sienta, aunque hay un lugar desocupado en ese local del metro, porque, como sabemos: no es para él.
Cafeterías como ésta hay en muchas estaciones y son espacios reducidos en los que apenas si tienen unos cuatro bancos para que, quien disponga de un poco más de tiempo se pueda sentar a disfrutar de su café capuchino, americano o exprés, acompañado de una dona o de otro pan de los que ahí se pueden ver en una vitrina.
Ella viste con el uniforme que en la empresa les proporcionan: playera roja con el logotipo del establecimiento y una falda azul. De escasamente dieciocho o diecinueve años de edad. Ante la mirada de Alejandro, sus blancas mejillas enrojecen y aunque se esfuerza por parecer natural en su trato, no puede ocultar el nerviosismo que le produce el roce de su mano al extenderle él el billete de cincuenta pesos para que le cobre los catorce del café.
―¿Es todo? ¿No quiere un pan? ―pregunta ella.
―No, gracias. Me tengo que ir.
―Sí, aquí tiene su cambio. Que le vaya bien ―le dice mientras acomoda parte de sus cabellos castaños, ligeramente ondulados, que le rodean el rostro.
―Gracias ―dice él al tiempo que toma su portafolios que había dejado sobre el mostrador mientras recibía su café.
Al alejarse apresura el paso. Desea voltear para ver otra vez aquellos ojos de miel que es lo primero que busca al ascender por las escaleras mecánicas del metro que dan, exactamente, frente al “Café Caliente”, que así se llama la cafetería.
Y no voltea, aún cuando siente la mirada de ella (no conoce su nombre, ni ella el de él) que le sigue hasta que se pierde entre la multitud.
Ya en su trabajo, en la escuela secundaria en la que se emplea como maestro de español, se empeña en concentrarse en la enseñanza para no distraerse con el recuerdo de aquella voz: “Sí, que le vaya bien”; pero las campanitas de aquel timbre le habrán de durar durante todo el día y toda la noche, hasta la mañana siguiente, cuando pase por ese café que no se toma, ya que le hace daño, por su diabetes, y que compra sólo para llevarlo a su compañera de trabajo, y así no perderse la ocasión de poder hablar con esta niña que le subyuga los sentidos.
En la noche: solo ―por la ausencia de Luis, su sobrino―, en su departamento de la colonia San Rafael; sin su familia, ya que él, Alejandro, después de casarse, había decidido que su mujer y los hijos que llegaran, se quedaran en su casa de provincia, como medida de tranquilidad para todos, por la inseguridad que se sufre en las calles de la Ciudad de México.
De manera que su esposa, y los tres hijos que después tuvieron: Sofía, la mayor, Paula y David, adolescentes ambos, seguían viviendo en Santiago de Querétaro, la capital de su estado natal.
Y ahora, solo, sentado en el cómodo sofá de su sala, escucha algunas canciones de moda.
No sabe por qué, de pronto, le ha nacido esa inquietud que no es normal para su edad; pero muchas veces se ha preguntado: “¿Qué es la normalidad?, ¿quién ha dictado las reglas para hacer o dejar de hacer lo que se te ordena desde lo más profundo de tus emociones?”
En momentos como ése, en los que se encuentra en soledad, aprovecha para reflexionar en todo lo que le acontece y en lo primero que piensa es en su sobrino. Indudablemente, ahora, después de todo lo que han enfrentado juntos, les hace sentirse más unidos y se apoyan uno al otro, desde el día en que falleciera el padre de Luis, en un accidente automovilístico, y su hermana de Alejandro ―la madre de Luis― le hubo pedido que le apoyara trayéndoselo a la Ciudad De México para que estudiara medicina.
Desde que estaba Luis en la preparatoria se desvelaban juntos resolviendo tareas, leyendo, revisando textos o, simplemente, platicando.
Había crecido, entre ellos, una amistad distinta a la que comúnmente se da entre sobrino y tío, y podría asegurarse una lealtad indiscutible entre ambos.
De pronto, en medio de sus reflexiones, escucha, a lo lejos, el sonido del timbre del teléfono que con insistencia le reclama que conteste.
Observa el identificador. La llamada es de su casa, en Querétaro. “¿Quién será?, ¿mi mujer o alguno de mis hijos? ―piensa―. Apenas son las siete, no puede ser mi mujer ―concluye―: aún debe estar en la oficina”.
―¿Bueno? ―contesta.
―Hola, papá, ¿cómo estás? —es Sofía, su hija mayor.
—Bien, ¿por qué?
—¿Cómo te fue en el estudio?
—¿El estudio? —duda—, este...ah, sí. No sé, todavía no me dice nada el doctor Montes, mi cardiólogo. Aún faltan otros resultados y hasta que tenga todo me dirá su diagnóstico.
—¿Pero ya no has sentido molestias en el pecho?
—No. Bueno, no tan fuertes como la del domingo que estuve allá; creo que ya está pasando.
—Cuídate, me angustié mucho al ver que te pusiste mal.
—Sí, no te preocupes, gracias.
—¿Cuándo vienes?, ¿el sábado?
—No sé. Creo que sí, a menos que tenga algún evento.
—Bueno. Cuídate.
—Sí, gracias. Salúdame a tu mami y a tus hermanos.
Después de colgar el teléfono, recuerda que el fin de semana que pasó no fue a ver a su familia por quedarse para visitar a sus compadres y ahijados que viven en una colonia del Estado de México y con quienes ha cultivado y mantenido una amistad firme y duradera.
Y, nuevamente, la sensación de ausencia, de soledad, de melancolía, que en los últimos meses le ha invadido con fuerza cruel y devastadora.
Abren la puerta del departamento. Entra Luis, acompañado de su novia.
—¿Qué hay tío? —le saluda Luis.
—Nada. ¿Cómo te fue?
—Bien.
—Hola —dice Alejandro, saludando a la novia.
—¿Cómo está? —pregunta Paty, quien estudia con Luis, en la misma escuela.
—Estoy... —contesta Alejandro con una respuesta indefinida y poniéndose de pie para saludarla con un beso en la mejilla.
Luis le indica a Paty, con un movimiento de cabeza, que le siga a su recámara, para respetarle al tío su espacio y sus pensamientos. Alejandro apaga el modular y enciende la televisión. Ve algunos minutos de un programa sobre la naturaleza, luego cambia de canal, visiblemente con el pensamiento en otro lado; por fin, apaga la televisión y se retira a su habitación para quitarse la ropa del día y estar relajado, cómodo.
Pero, inmerso en el silencio de su habitación, se sienta junto a la mesa que usa para escribir, abre su cuaderno de notas y trata de terminar aquel poema que inició hace una semana:
“¿Quién eres, viento en el viento /de esta noche en que no duermo, /porque recuerdo tu boca en mi boca, /tu pecho en mi pecho /y los latidos de tu corazón /a corazón abierto?”
Esa es la única de sus aficiones: la poesía. Hace medio año que se pagó la publicación de su libro de poemas y, aunque lleva vendidos más de la mitad de los mil que le editaron, ya está cansado de tantas presentaciones y de andar leyendo los mismos versos, de recordar las mismas vivencias, de sentir las mismas emociones.
Un vacío enorme hay en su inspiración y necesita otras motivaciones que le sugieran ideas para escribir, para imaginar y crear nuevos textos. ¿En dónde encontrarlas? En uno de los poemas de su libro, dice: “...mi corazón duerme con la puerta cerrada”. Y es una puerta muy pesada la que encierra a su corazón. Pero se atreve a soñar y escribe volando, raspando el aire que se encierra entre las cuatro paredes de su cuarto.
+++
Al día siguiente, la rutina: el café, la nostalgia, el trabajo (tiempo completo, veintidós años de maestro con grandes reconocimientos y elogios de sus superiores), entregado al servicio, fiel a su responsabilidad, generoso en el esfuerzo, siempre cumpliendo: la rutina.
Pero ese día fue luminoso: conoció su nombre.
Del otro lado del pasillo había otro local de la misma cafetería, ella había ido a traer vasos y regresaba con ellos en las manos, corriendo, y casi tropieza con Alejandro quien ya iba con su café, desilusionado por no haber tenido la dicha de verse en la profundidad de aquellos ojos. Su compañera de trabajo le gritó: “¡Apúrate Fátima!” Él le dijo con la mirada: “ah, ya sé tu nombre: Fátima”. Y estuvo repitiendo las seis letras, una a una, aprovechando cualquier espacio en su trabajo para escribir, escribir, escribir mil veces esa palabra que encerraba todos los significados que alrededor de una ilusión se pueden imaginar.
A partir de entonces, cada mañana, al saludarla, en silencio le decía: “Hola Fátima” y en su lengua y en su paladar se deslizaban cada una de las letras, amenazando con formar la palabra completa y, expulsada desde su garganta, salir entre cantos, pronunciada, al fin, frente a ella: “Fátima”.
Pero un día el sol se ocultó, la negra noche cayó, primero, sobre sus ojos, después se le incrustó en la garganta como clavo ardiente y así, poco a poco, como pluma solitaria que mueve una leve brisa, se posó en su corazón y en el fondo de su alma.
“Ella ya no trabaja aquí”, dijo la compañera de Fátima ante la pregunta de Alejandro, al no verla por ningún lado. “No sé dónde trabaja ahora”, agregó la joven.
La oscuridad total le envolvió en ese momento y con pasos lentos, sin aceptar como cierto lo que acababa de escuchar, se dirigió a transbordar el tren del metro que lo llevaría a su trabajo.


domingo, julio 24, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

TE COMPARTO MI NOVELA "LA NOCHE DE LAS CABRAS



"LA NOCHE DE LAS CABRAS"


PUBLICADA EN FEBRERO DE 2007


REGISTRO: 03-2006-122013255400-01


I


Alejandro sabía que las decisiones que tomara en esa tarde serían las más trascendentales para su vida. Tenía claro que estaba pisando la raya del antes y el después. Un pasado que ya no podía borrar y un futuro, a todas luces, impredecible.


Por eso, ahí, sentado en aquel restaurante ubicado en el Centro Histórico de su ciudad natal, cavilaba sobre las propuestas que la vida misma le planteaba.


La tarde era gris. Inesperadamente, un viento frío se había soltado y algunas nubes intentaban cubrir el sol de otoño que, temeroso, se asomaba por momentos, arrojando algunos rayos que rebotaban en el piso de la fuente del lugar y destellaban entre el agua, salpicando los bordes de cantera de la escultura con un reflejo tibio que moría incrustado en el vaso de vidrio que Alejandro sostenía entre sus manos.


―¿Le puedo tomar su orden, señor, o prefiere que le traiga más agua? ―le preguntó el mesero, sacándolo por un momento de sus pensamientos.


―No, aún no, pero me traes un café y un cenicero, por favor.


―¿Cómo desea el café? —preguntó amablemente el hombre, al tiempo que anotaba la orden en su libretita.


―Americano, por favor —contestó Alejandro.


―Enseguida le traigo su café, el cenicero aquí lo tiene ―dijo el mesero, colocando uno que había tomado de otra mesa cercana—. ¿Quiere que le guarde su paquete y se lo entregue cuando se retire? ―agregó, al ver sobre la mesa una bolsa de papel que contenía unos chocolates que Alejandro había comprado.


―Gracias —dijo él, al momento que le entregaba la bolsa al mesero, extraía un cigarro de una cajetilla y le permitía su amabilidad para encendérselo.


―Yo se la guardo, y si se le olvida mande a alguien por ella y se la entregamos, no se preocupe ―terminó el mesero.


―Está bien, gracias ―respondió Alejandro, expulsando la segunda bocanada de humo de ese cigarro que desde la noche anterior había deseado tanto fumar.


Sabía bien que lo tenía estrictamente prohibido por el médico, pero en ese momento sus nervios lo tenían fuera de control y se permitió ese atrevimiento.


Hacían casi dos años que se había embarcado en un viaje sin retorno que lo tenía flotando en un mar de incertidumbre tan amplio que no lograba vislumbrar, al menos, un islote salvador donde descansar del naufragio en que vivía.


Ahora, de manera extraña, por ya no ser temporada de lluvias, la tarde había terminado por nublarse y una ligera llovizna caía sobre la ciudad, obligando a algunos paseantes a apresurar el paso, y a otros a buscar refugio en el mismo lugar donde se encontraba él.


La esperaba a ella, a la mujer que, sin proponérselo, le había hecho vivir los dos últimos años más felices de su vida; pero, al mismo tiempo, las noches más amargas que nunca imaginó tendría que sufrir a cambio de la pasión desbordada que su corazón conoció en los ojos, en las manos, en la voz, en las caricias y los besos de esa mujer a la que ahora tanto amaba.


La esperaba para resolver juntos sobre algunas propuestas que le traía y que él ignoraba; pero, aún cuando sabía que el amor que le quemaba el pecho no lo volvería a sentir jamás, tenía sus dudas, y pensó que hasta no verla y escucharla, allí mismo, donde habían sellado alguna vez la ruptura, podría realizarse la reconstrucción definitiva de esa relación que lo tenía bajo una lluvia de fuego, pero que lo hacía vivir intensamente.


Estas reflexiones le hicieron recuperar el momento en que los diablos del amor encendieron las llamas de los celos y las desconfianzas, y as,: de golpe, entre el humo del cigarro que el viento húmedo de la tarde le devolvía, le llegaron los recuerdos y comenzó, de pronto, a vivir todo, completo, desde el principio…

jueves, julio 21, 2011

ENROQUE POÉTICO

VIVIR
Quisiera andar por el mundo
con los pies ligeros,
sin tanta sobrecarga de cosas,
de casos y recuerdos.
Quisiera estampar mis pies
en el remolino que forma el viento
y caer en la planicie sin luna y sol,
sin poemas y versos.
Es todo lo que quisiera, además
de un pensamiento perverso:
girar como el pez en el agua
y escapar del mismo pensamiento.
Así quisiera vivir: con el miedo enterrado
y fugaz como los sueños;
distanciarme del mundo luminoso
y regresar, solo, en invierno,
disperso en mi epidermis,
sollozante, rebelde, austero,
arrogante y fiel a los ladridos
de un perro bandolero.
¡Vivir! Como el alma que se yergue
en el vacío del cielo,
o como una lágrima despierta
que cae en el lodo podrido del silencio.
Eso es todo, ¡por Dios! que no soporto
en mis huesos fríos la humedad y el encierro,
tan solo quiero andar por los caminos
con las manos abiertas ¡y ligero!

miércoles, julio 20, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

El jardín prohibido

Por José I. Delgado Bahena


Iguala, Gro., Julio 20.- Yesenia era un capullo de trece abriles cuando Alberto llegó a vivir a su casa; él, a los veinticuatro años, había quedado solo al enviudar cuando su joven esposa, siete años menor que él, murió al no poder dar a luz a un bebé que se asfixió enredado con el cordón umbilical y de nada sirvieron los esfuerzos de la partera del pueblo por arreglar el nacimiento.
De manera que, desde “el norte”, Jaime, el padre de Yesenia, le pidió a Hermelinda, la esposa, que aceptara que su hermano viviera con ellos, “para que no se sienta solo en lo que forma otra familia”, le dijo.
Con Alberto en casa, Herme –como le llamaban familiarmente−, descargó gran parte de su obligación en su cuñado quien, con gusto, durante las tardes, al regresar de su trabajo de maestro en la escuela primaria de la comunidad, se encargaba de guiar a sus dos sobrinos: Yesenia, en segundo de secundaria, y Jaimito, en quinto de primaria, en la realización de sus tareas escolares.
Esta convivencia, tan cercana en los afectos, propició que Yesenia, a la luz de su despertar a la vida, se sintiera plena de confianza y se atreviera a tocar temas candentes con el tío Alberto.
−¿Cuáles son los métodos anticonceptivos más eficaces? –le preguntó una tarde en que le ayudaba con un tema que tendría que exponer en la escuela.
Las respuestas de él fueron de lo más explícitas basándose en ilustraciones, diagramas y el material de una videoteca que tenían en el hogar.
A partir de ese día, sus temas de conversación estuvieron centrados en la sexualidad, el noviazgo, el erotismo y las relaciones poco convencionales.
−¿Tú te enamorarías de alguien menor que tú? –le preguntó ella, una tarde en que se encontraban solos.
−Por supuesto –le respondió él con voz quebrada−. De hecho, hay unos ojos luminosos que me roban las noches y sueño con ellos, pero son prohibidos, por eso sólo me atrevo a soñar.
Hermelinda agradecía la sugerencia de Jaime, el esposo que estaba en los Estados Unidos, por la ayuda que le daba Alberto en la atención hacia los hijos.
En algunas ocasiones, el tío invitaba el cine y la cena para corresponder el apoyo que él también recibía de esa familia que le abrió las puertas de su casa y de su corazón.
Una noche, en que los muchachos se habían ido a dormir, Alberto y Hermelinda se quedaron en la sala viendo un programa de televisión; con el ambiente nocturno y la cercanía de los cuerpos, una mirada entre ellos bastó para que se despertaran los instintos y, sin mediar palabras, se trajeron hacia sí en una entrega que correspondió, para Alberto, sólo al impulso sexual; pero, para ella significó una entrega que le compensaba la prolongada ausencia del marido en el extranjero.
Desde entonces, y hasta que Yesenia cumplió los quince años, los encuentros entre Hermelinda y Alberto eran buscados y propiciados para estar solos y desahogar la urgencia de dos cuerpos que reclaman la salida a sus instintos. No había promesas ni esperanzas; sin embargo, la lluvia de caricias deslizándose sobre la lava de sus deseos le escribía un compromiso no pedido, a ella, pero él no vislumbró en ningún momento, al menos, como una posibilidad de algo más en el futuro; por un lado, por el hermano ausente y, por el otro, porque en su corazón se le había impregnado el perfume de una flor juvenil que le perturbaba el olfato de sus emociones.
De manera que, cuando Yesenia bailó su primer vals y lo hizo de la mano del tío Alberto quien, en ausencia de Jaime, el padre, había tomado su lugar, representándolo ante la sociedad, él depositó en el oído de su sobrina una declaración tan nítida que ella reconoció en la fogata de las noches en que la madrugada la sorprendía con su mano jugando en su entrepierna.
−Eres muy hermosa –le dijo−, el hombre que gane tu corazón será muy afortunado.
−Mi corazón ya tiene dueño –respondió ella−, sólo que ese hombre está prohibido porque es hermano de mi padre –terminó apretando con fuerza la mano de Alberto y descargando la mirada sobre su madre que se encontraba entre los invitados aplaudiendo la ejecución del vals.
Él no dijo más, siguiendo el ritmo de la música hizo girar a su sobrina en un ágil desplazamiento de baile para entregarla a Jaimito que esperaba a la festejada.
Al siguiente día, el desvelo de la fiesta mantuvo a Hermelinda en cama hasta muy tarde; mientras tanto, Yesenia y Alberto, se encontraron en la sala para abrir los regalos y, con la algarabía de su juventud, se propició lo que los corazones de ellos les habían ordenado desde dos años atrás, cuando el tío llegó a vivir a la casa.
Los brazos se convirtieron en cadenas ardientes y los labios en brasas volcánicas que no se habrían apagado si no es por la cubetada de agua helada que brotó de la boca de Hermelinda.
−¡¿Qué pasa aquí?! –les gritó al encontrarlos entregados a la pasión resguardada en sus pechos.
−Mamá… −balbuceó Yesenia− no pienses mal de Alberto. Yo… lo amo y él… creo que también.
−¡¿Ah, sí?! –explotó y, sin medir consecuencias, le reclamó a él− ¿Ya le contaste cuántas veces hemos estado en mi cuarto y en la sala haciendo lo que querías hacer con ella?
−Pero… es diferente –trató de defenderse Alberto.
−¡Claro que es diferente! ¡Ella es tu sobrina! –le interrumpió al momento en que se dirigía a la cocina. Ahí tomó un cuchillo y se dirigió agresivamente sobre su cuñado. Éste abrazaba a Yesenia tratando de convencerla sobre sus intenciones cuando Hermelinda lo atacó por detrás causándole una herida en su hombro derecho. Alberto reaccionó y la tomó de las manos para quitarle la improvisada arma; en el forcejeo, los dos cayeron al piso y en esta acción el cuchillo se encajó en el cuello de la madre de Yesenia provocándole una herida de muerte que inundó el piso de sangre.
Alberto se asustó y corrió hacia la salida. En sus prisas casi atropella a Jaimito que en ese momento entraba a la sala para encontrar aquel cuadro que su tío dejaba, como delincuente en fuga, por haber querido cortar una flor del jardín prohibido.
Escríbeme:
jose_delgado9@hotmail.com