miércoles, julio 27, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

DOS
Más de tres meses vivió, Alejandro, entre penumbra, porque aquélla, quien ni siquiera el nombre de él conocía, se encontraba ausente, como fantasma que poco a poco se diluía en sus recuerdos, en sus motivaciones y cuando parecía que, por fin, se esfumaba y él regresaba a su viejo entorno de abandono y soledad; se presentó como la misma aparición de una noche en el bosque, que nos impacta y nos atrae, a la que le tememos, pero que nos suelta la adrenalina al sólo presentirla.
Estaba, Alejandro, esperando la llegada del convoy del metro, en la misma estación Hidalgo, cuando la vio. Fátima no lo advirtió o no lo reconoció y él, turbado, indeciso, nervioso, lo único que hizo fue ubicarse cerca de ella al abordar el tren y así, como todo el mundo, tomados de la barra, casi rozando sus brazos, viajaron juntos, sin atreverse a saludarla, al menos.
Él tenía que bajar y mucho se lamentó de ser el maldito cobarde que siempre había sido por no atreverse a hablarle; pero, con gran alegría, se dio cuenta de que ella también descendía en la misma estación y caminaba junto a él, acompasando sus pasos.
Pensó, entonces, que la vida le ofrecía una segunda oportunidad, quizá la última, y sería un tonto si la dejaba ir.
Como quien duda, le dijo: “¿Eres...Fátima...?” y volteó a verla. Ella, extrañada, le preguntó: “¿Lo conozco?” Por supuesto que no lo reconocía. Era de esperarse. Con seguridad eran muchos los clientes a los que atendía y no pocos de ellos habrían hecho amistad con ella, incluso algo más.
Alejandro, ahora, como jugando, sonriendo, le dijo: “Creo que si...”
Entonces, con la confianza de dos amigos que se reencuentran después de un gran tiempo de no verse, ella le contó que hacía poco se había encontrado con una persona que le dijo que era vidente, y le auguró que sus sueños se cumplirían.
—¿Y cuál es tu sueño? —le preguntó.
—Ser bailarina profesional o coreógrafa. Es que me gusta mucho bailar y me ilusiona ser parte de un ballet o poner mis coreografías.
—¡Qué padre! —dijo Alejandro, y se asombró de sí mismo por usar esa expresión, pero que le hacía sentirse acorde con ella, con su juvenil expresividad.
En ese momento habían salido ya de la estación del metro y estaban detenidos junto a un teléfono público, en la esquina de la avenida.
—Bueno, ¿ya te acordaste de mí? —le preguntó, ilusionado.
—Se me hace conocido... ¿en dónde lo vi o lo traté?
—Te voy a decir una pista —dijo Alejandro—: “Café caliente”.
—¡Ah, sí! —exclamó divertida—. Usted era mi cliente, el que pasaba todas las mañanas por su capuchino, ¿no es cierto?
—Claro, gracias por recordarme.
—¿Y cómo sabe mi nombre?
—¡Fue fácil conocerlo! ―contestó―: tu compañera te nombró un día y yo le escuché. ¿Ahora, en dónde trabajas?
—Me ofrecieron empleo en una compañía de teléfonos celulares. Estoy en la oficina, me dedico a capturar todos los reportes de los vendedores.
—Ah, ¿y tú también los vendes?
—No. Bueno, sí, a veces; pero sólo ocasionalmente.
—Qué bien. Luego me das detalles, me interesa comprar alguno para mi madre.
—Y usted, ¿a qué se dedica? —preguntó Fátima, con un tono de vergüenza.
—Soy maestro —dijo Alejandro, muy seguro—: enseño la asignatura de español.
—¡Qué padre! —exclamó Fátima—, ha de leer mucho.
—Claro que sí. Mi escritor favorito es el portugués José Saramago. Además, escribo poemas. Ahora hemos estado presentando mi libro, me lo publicaron hace poco.
—¡Oh, un señor escritor! —expresó Fátima con asombro y admiración—. ¿Cómo se titula su libro y en cuál librería se puede comprar?
—Bueno, en realidad no lo venden en ninguna librería, sólo en las presentaciones que hago se puede adquirir y le titulé: “El grito entre los dientes”. Pero, si te interesa, en la próxima ocasión que nos veamos te lo traigo.
—¡Sí, por favor! A mí también me gusta leer, tengo el libro del Quijote, es mi libro favorito, tiene ilustraciones de Doré y el Quijote es mi ídolo —dijo muy convencida Fátima.
—Qué bien. Oye, ¿no se te hace tarde?
—No, no mucho. No se preocupe. Pero, a usted sí, ¿verdad? Lo estará esperando su familia, ¿no?
—No, no hay problema. Vivo solo. Bueno, con un sobrino. Mi familia está en la ciudad de Querétaro, si gustas vamos a tomar un café.
—No, gracias. Hoy no puedo, pero otro día sí, con gusto. A ver, permítame, le voy a anotar mi número de teléfono.
Fátima escribió su número de celular en un folleto de publicidad de la compañía de teléfonos para la que trabajaba y se lo extendió a Alejandro. Tal vez pensó que no era tiempo de confiar plenamente en él, por lo que no agregó el de su casa, pero sí anotó su nombre completo.
—Ah, mi nombre es Fátima del Carmen, pero puede decirme sólo Fátima, claro. Y usted, ¿cómo se llama?
—De veras, ¡qué desatento! Perdón —dijo Alejandro—, mira: aquí tienes mi tarjeta. Soy Alejandro.
—Gracias, mucho gusto. En serio: me ha caído usted muy bien y me gustaría seguirlo tratando.
—Claro. A mí también me gustaría. Espero tu llamada. ¿Me prometes que en cuanto puedas nos reuniremos para tomar un café?
—Sí, se lo prometo. Yo le llamo. Ahora sí, me tengo que ir. Cuídese. Adiós —dijo Fátima, dándole la mano en señal de despedida.
—Adiós —dijo Alejandro, y le tendió su temblorosa mano con la angustia de que aquel encuentro fuera el único.
Él no lo sabía; por eso, al ver a Fátima que se alejaba para tomar el transporte e irse a su casa, levantó la mirada hacia el cielo y, aunque la noche caía ya sobre la ciudad, vio, a lo lejos, una gran luminosidad y se sintió dichoso. La oscuridad desaparecía de su vida, estaba ilusionado. No sabía hacia dónde lo llevaría —si es que eso iría hacia alguna parte— pero la motivación que su vida adquiría en ese instante le condujo por las veredas de aquello con lo que muchas veces confundimos al amor.
Por ese desconocimiento de lo que el destino le tenía preparado, se sintió inspirado y, llegando a su departamento, tomó el cuaderno que usaba para sus manuscritos y escribió los primeros versos de uno de los muchos poemas que Fátima le dictaría hora tras hora, minuto tras minuto.


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