jueves, octubre 25, 2012


EL MANUAL PARA PERVERSOS
La llave
José I. Delgado Bahena
¡Tantos años de trabajar de taxista, para que hasta ahora me fuera a pasar esto! Aunque, claro, yo había escuchado muchas historias parecidas y siempre pensé que eran producto de los miedos de los compañeros del gremio, o excusas para no hacer dejadas de noche a comunidades alejadas.
            Sin embargo, esto que me ocurrió me dejó con el alma colgando de una rama, como secándose al sol y escurrida de tanta advertencia que la experiencia me dejó.
            Pasó que, como a las once de la noche me salió un viaje para Acayahualco, un pueblo que queda por Tepécoa, y como los clientes aceptaron pagarme lo que les pedí, dándoles mis motivos de la inseguridad, pues me animé y me fui a dejarlos. Eran dos señores ya grandes a quienes llevé al pueblo que te digo, por eso no me dieron desconfianza y el viaje estuvo muy bien. Los dejé cerca de la iglesia de su pueblo y regresé.
            Pasando por la desviación al pueblo de Rincón de la Cocina, me di cuenta de que se avecinaba un aguacero, por los relámpagos y el fuerte viento que comenzó a soplar en esos momentos; decidido, aceleré al automóvil y pronto pasé por Tierra Colorada. Estaba por dejar esa población cuando, a un lado de la carretera, por donde está una cancha de futbol, estaba una chamaca parada, haciéndome ademanes para que me detuviera.
            Al estacionar el carro junto a ella, y gracias a la luz de un foco que colgaba de un palo, en la tranca de un potrero, frente a la cancha, me di cuenta de que se trataba de una muchacha como de veinte años, bonita, con un vestido cremita que le llegaba por debajo de la rodilla.
            Inmediatamente se acercó a mi ventanilla y me preguntó, con una voz tenue, como con mucha angustia, si la podía llevar a la comunidad de Tuxpan, le dije que sí y el precio de la dejada, estuvo de acuerdo y subió al auto en la parte trasera.
            Por el camino, traté de hacerle plática, como para descubrir si tenía algunas malas intenciones; pensé que podía ella ser carnada para que sus cómplices me asaltaran; pero, tal vez por sus preocupaciones, sólo respondía con frases cortas o de plano se quedaba callada.
            Antes de llegar al entronque con la carretera que va para Tepécoa, vi por el espejo que sacaba un celular y comenzaba a usarlo como para enviar mensajes.
            Sinceramente, en ese momento comencé a sentir miedo, supuse que les avisaba a otras personas para que me esperaran en algún tramo de ese camino y me dieran baje con la cuenta y hasta con el carro; además, en ese momento se soltó una lluvia que pronto se convirtió en aguacero y me impedía la visibilidad del camino.
            “¿Qué horas son?”, me preguntó con su misma voz débil y quejosa. Ya ni le quería responder, pensé que sólo pretendía distraerme, porque ella podía ver la hora en su celular, pero me armé de valor y le respondí.
            “Las doce con dieciocho”, le contesté después de ver la hora en el reloj del estéreo.
            No dijo “gracias”, ni nada, y siguió metida en su celular.
            Yo, con el miedo que ya traía, estaba súper arrepentido de haberla subido, pero como no me considero un cobarde, o algo por el estilo, me mordí los labios y seguí adelante.
            Al dar la vuelta por la caseta de Iguala, me puse en contacto con la base, para informar, con las claves que todos conocemos, sobre mis sospechas y la descripción de mi pasajera, por cualquier cosa. De todos modos, disimuladamente, ya había escondido, debajo del tapete de mi asiento, los billetes que llevaba.
            “Tú me dice por dónde”, le pedí a la muchacha cuando entramos al pueblo de Tuxpan.
            “Sí, yo le digo, es por atrás de la iglesia”, respondió, ahora, sin despegar su vista del celular, con una voz chillona, diferente a la que traía cuando se subió.
            Al llegar a la iglesia, la rodeé y seguí por una callecita.
“¿Vamos bien?”, le pregunté ya un poco más tranquilo, pero tratando de evitar la corriente de agua que se había formado con la lluvia que no terminaba de caer.
“Sí, en la siguiente calle dé vuelta a la derecha. Hay una tranca junto a un mango grande. A un lado del mango hay una piedra blanca, debajo de esa piedra escondí una llave que mi madre necesita y vengo a dársela”. Me dio toda esa explicación que me pareció extraña; sin embargo, sirvió para recorrer la distancia que faltaba.
            “Espere, por favor, voy a traer dinero para pagarle”, me dijo nuevamente con su voz tenue que apenas alcancé a oír por el ruido del agua sobre el carro.
            Sin importarle la lluvia, se bajó y yo aproveché para comunicarme con la operadora de mi base para decirle que había llegado con bien a mi destino y que no se preocuparan.
            Estuve a la espera, con el motor encendido, por unos diez  minutos. Al ver que no salía, comencé a tocar el claxon insistentemente. Al fondo de un patio enorme, después de la tranca, se veía una casa humilde, a oscuras.
            Desesperado, e impaciente por creer que no saldría, decidí retirarme con la intención de regresar al siguiente día a cobrar los setenta pesos que acordamos por traerla desde el pueblo de Tierra Colorada.
            Así lo hice. Temprano, como a las diez de la mañana, llegué a la casa donde había dejado a la muchacha la noche anterior. ¡Buenos días!, grité para que mi voz atravesara el patio y me escucharan.
            Del interior de la casita, salió una señora de, aproximadamente, setenta años de edad. Al llegar a la tranca le expliqué sobre el motivo de mi visita.
            “¡Ay, señor!”, exclamó con dolor y a punto de las lágrimas, “…era mi hija. Tiene que disculparla, lo más seguro es que su alma no descansa todavía. Hace como tres meses que murió en un accidente, ella venía manejando su coche, era maestra y venía con otro compañero de ella, que no murió, y nos dijo que por venir mandando mensajes con su celular, se metió a otro carril y chocó contra otro carro. ¿Qué quedrá mi hija si ya le estamos haciendo los rezos para su ofrenda?”
            Con mi voz temblando, le comenté lo de la llave debajo de la piedra; me pidió que le ayudara y, efectivamente, ahí estaba una llave plateada.
            “¡Ay, mi hija!, se preocupó por venir a decirnos dónde tenía esta llave. Es para abrir un mueble, ahí están sus papeles del seguro y otras cosas que necesitamos. ¿Quiere pasar?”
            Le agradecí la invitación y preferí retirarme. Eso pasó hace dos años y todavía no logro entender por qué esa muchacha me empleó para regresar a su casa.
Contáctame:
Facebook: José I. Delgado Bahena

miércoles, octubre 17, 2012


TE AMARÉ
José I. Delgado Bahena
Aunque me digan que contigo
seré una estrella errante,
sin meta ni destino;
aunque me amenacen con el diablo,
el infierno y los malditos;
aunque me insulten y condenen,
aunque me esclavicen
y me aten con púas y cadenas,
aunque me claven mil puñales
en mi corazón poeta;
también así,
mientras tenga un suspiro
en mis pulmones,
te amaré
y seré tu errante enamorado,
una estrella por tu amor perdida;
serás mi infierno,
será tuya mi alma
y serás mi condena más sublime,
seré tu esclavo.
 Entonces, serás mi más tierna herida
y para ti será mi último suspiro,
porque, amor,
te amo tanto que
a pesar de todo y de todos,
te amaré por el resto de mi vida.