EL MANUAL PARA PERVERSOS
La llave
José
I. Delgado Bahena
¡Tantos
años de trabajar de taxista, para que hasta ahora me fuera a pasar esto!
Aunque, claro, yo había escuchado muchas historias parecidas y siempre pensé
que eran producto de los miedos de los compañeros del gremio, o excusas para no
hacer dejadas de noche a comunidades alejadas.
Sin embargo, esto que me ocurrió me
dejó con el alma colgando de una rama, como secándose al sol y escurrida de
tanta advertencia que la experiencia me dejó.
Pasó que, como a las once de la
noche me salió un viaje para Acayahualco, un pueblo que queda por Tepécoa, y
como los clientes aceptaron pagarme lo que les pedí, dándoles mis motivos de la
inseguridad, pues me animé y me fui a dejarlos. Eran dos señores ya grandes a
quienes llevé al pueblo que te digo, por eso no me dieron desconfianza y el
viaje estuvo muy bien. Los dejé cerca de la iglesia de su pueblo y regresé.
Pasando por la desviación al pueblo
de Rincón de la Cocina, me di cuenta de que se avecinaba un aguacero, por los
relámpagos y el fuerte viento que comenzó a soplar en esos momentos; decidido,
aceleré al automóvil y pronto pasé por Tierra Colorada. Estaba por dejar esa
población cuando, a un lado de la carretera, por donde está una cancha de
futbol, estaba una chamaca parada, haciéndome ademanes para que me detuviera.
Al estacionar el carro junto a ella,
y gracias a la luz de un foco que colgaba de un palo, en la tranca de un
potrero, frente a la cancha, me di cuenta de que se trataba de una muchacha
como de veinte años, bonita, con un vestido cremita que le llegaba por debajo
de la rodilla.
Inmediatamente se acercó a mi
ventanilla y me preguntó, con una voz tenue, como con mucha angustia, si la
podía llevar a la comunidad de Tuxpan, le dije que sí y el precio de la dejada,
estuvo de acuerdo y subió al auto en la parte trasera.
Por el camino, traté de hacerle
plática, como para descubrir si tenía algunas malas intenciones; pensé que
podía ella ser carnada para que sus cómplices me asaltaran; pero, tal vez por
sus preocupaciones, sólo respondía con frases cortas o de plano se quedaba
callada.
Antes de llegar al entronque con la
carretera que va para Tepécoa, vi por el espejo que sacaba un celular y
comenzaba a usarlo como para enviar mensajes.
Sinceramente, en ese momento comencé
a sentir miedo, supuse que les avisaba a otras personas para que me esperaran
en algún tramo de ese camino y me dieran baje con la cuenta y hasta con el
carro; además, en ese momento se soltó una lluvia que pronto se convirtió en aguacero
y me impedía la visibilidad del camino.
“¿Qué horas son?”, me preguntó con
su misma voz débil y quejosa. Ya ni le quería responder, pensé que sólo
pretendía distraerme, porque ella podía ver la hora en su celular, pero me armé
de valor y le respondí.
“Las doce con dieciocho”, le
contesté después de ver la hora en el reloj del estéreo.
No dijo “gracias”, ni nada, y siguió
metida en su celular.
Yo, con el miedo que ya traía,
estaba súper arrepentido de haberla subido, pero como no me considero un cobarde,
o algo por el estilo, me mordí los labios y seguí adelante.
Al dar la vuelta por la caseta de
Iguala, me puse en contacto con la base, para informar, con las claves que
todos conocemos, sobre mis sospechas y la descripción de mi pasajera, por cualquier
cosa. De todos modos, disimuladamente, ya había escondido, debajo del tapete de
mi asiento, los billetes que llevaba.
“Tú me dice por dónde”, le pedí a la
muchacha cuando entramos al pueblo de Tuxpan.
“Sí, yo le digo, es por atrás de la
iglesia”, respondió, ahora, sin despegar su vista del celular, con una voz
chillona, diferente a la que traía cuando se subió.
Al llegar a la iglesia, la rodeé y
seguí por una callecita.
“¿Vamos bien?”, le pregunté ya un poco más
tranquilo, pero tratando de evitar la corriente de agua que se había formado
con la lluvia que no terminaba de caer.
“Sí, en la siguiente calle dé vuelta a la
derecha. Hay una tranca junto a un mango grande. A un lado del mango hay una
piedra blanca, debajo de esa piedra escondí una llave que mi madre necesita y
vengo a dársela”. Me dio toda esa explicación que me pareció extraña; sin
embargo, sirvió para recorrer la distancia que faltaba.
“Espere, por favor, voy a traer
dinero para pagarle”, me dijo nuevamente con su voz tenue que apenas alcancé a
oír por el ruido del agua sobre el carro.
Sin importarle la lluvia, se bajó y
yo aproveché para comunicarme con la operadora de mi base para decirle que
había llegado con bien a mi destino y que no se preocuparan.
Estuve a la espera, con el motor
encendido, por unos diez minutos. Al ver
que no salía, comencé a tocar el claxon insistentemente. Al fondo de un patio
enorme, después de la tranca, se veía una casa humilde, a oscuras.
Desesperado, e impaciente por creer
que no saldría, decidí retirarme con la intención de regresar al siguiente día
a cobrar los setenta pesos que acordamos por traerla desde el pueblo de Tierra
Colorada.
Así lo hice. Temprano, como a las
diez de la mañana, llegué a la casa donde había dejado a la muchacha la noche
anterior. ¡Buenos días!, grité para que mi voz atravesara el patio y me
escucharan.
Del interior de la casita, salió una
señora de, aproximadamente, setenta años de edad. Al llegar a la tranca le
expliqué sobre el motivo de mi visita.
“¡Ay, señor!”, exclamó con dolor y a
punto de las lágrimas, “…era mi hija. Tiene que disculparla, lo más seguro es
que su alma no descansa todavía. Hace como tres meses que murió en un
accidente, ella venía manejando su coche, era maestra y venía con otro
compañero de ella, que no murió, y nos dijo que por venir mandando mensajes con
su celular, se metió a otro carril y chocó contra otro carro. ¿Qué quedrá mi hija si ya le estamos haciendo
los rezos para su ofrenda?”
Con mi voz temblando, le comenté lo
de la llave debajo de la piedra; me pidió que le ayudara y, efectivamente, ahí
estaba una llave plateada.
“¡Ay, mi hija!, se preocupó por
venir a decirnos dónde tenía esta llave. Es para abrir un mueble, ahí están sus
papeles del seguro y otras cosas que necesitamos. ¿Quiere pasar?”
Le agradecí la invitación y preferí
retirarme. Eso pasó hace dos años y todavía no logro entender por qué esa
muchacha me empleó para regresar a su casa.
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