miércoles, abril 03, 2013


MANUAL PARA PERVERSOS
El collar delator
José I. Delgado Bahena
Desde que comencé con mi negocio de la compra venta de terrenos, sabía que algo feo me iba a pasar. Aunque, a decir verdad, no todo ha sido malo. Con el apoyo de mi compadre Ramón, quien estudió para abogado y me ha ayudado con los trámites, he podido sacar buenas ganancias y hasta un carrito usado me pude comprar.
                Eran buenos tiempos… hasta que conocí a Julieta.
                Ella era mesera en un restaurante que está en el centro de la ciudad; llegamos a comer ahí, con mi compadre, y no sé por qué se me ocurrió decirle que vendíamos terrenos.
                No estaba muy bonita la pinche Julieta; pero tenía unas piernotas que nomás me las imaginaba apretando una de las mías y se me paralizaba la… conciencia.
                No sé si ella de verdad quería comprar el terreno o se fijó que yo me le quedaba viendo directamente en su atractivo; pero, cuando nos trajo la cuenta, me dio un papel con su nombre y su número de celular.
                “Por favor llámame”, me dijo, “…quiero comprarte un lote, pero ahorita no puedo sentarme a que me digas las condiciones.”
                “Pinche compadre…”, me reclamó Ramón, “… yo la vi primero.”
                A los dos días me acordé de llamarle a Julieta y quedamos de vernos en el zócalo, junto a una de las pichurrientas fuentes que están ahí. Cuando llegó, con una minifalda tan corta que no me dejó nada a la imaginación, me enredó con su voz de serpiente tan, pero tan dulcemente, que no me quedó más que aceptar el trato y la forma de pago que ella misma propuso para que yo le vendiera un terreno con todo y la escrituración.
                “Te pagaré con cuerpomatic, mijo”, me dijo mientras ponía una mano sobre mi rodilla.
                El primer pago me lo dio esa misma tarde. Fuimos a donde vivía, sola. Rentaba un cuartito por la Rufo y por eso quería tener su terreno y su casa propia.
                De verdad que yo nunca le había sido infiel a mi Lore. Ella estaba en casa, muy confiada, cuidando a nuestra hijita de tres años y no se merecía esta tarugada; pero, después de salir de la casa de Julieta, supe que no había pasos para atrás: me había dejado bien pagado el primer recibo del contrato que firmamos antes de meternos en la cama.
                Yo pensé que de alguna forma iba a poder disimular la falta de ese dinero con las cuentas que me llevaba mi vieja y, con un poco de aquí, y otro poco de allá, más o menos completaba la lana. Sin embargo, yo me fui encadenando al placer que me daba Julieta y le llegaba con regalitos, baratos, primero, pero a ella le fue gustando mi generosidad y un día me pidió un collar que vio en una joyería, cerca del Museo de la Bandera.
                Con todos esos gastos, tuve que echarle más ganas a la venta de los terrenos.
                A veces, los clientes me invitaban alguna cerveza y, de plática en plática, se nos iba la tarde contando chismes y tomando cervezas o tequila.
                Con ese pretexto le decía a Lore que tenía que invitar las chelas y por eso me faltaba dinero. En otra ocasión le dije que me habían asaltado por una colonia donde, de por sí, tienen fama de no ser muy buenos anfitriones.
                Un día me puse a tomar con un cliente por la Ampliación y no supe ni cómo salí de ahí; sólo recuerdo que venía en mi carrito, por el peri, y se me antojó pasar a ver a Julieta; pero, como ya no traía dinero, pensé en buscar a otro cliente que ya no pude ver en la tarde, por quedarme a chupar con el de la Ampliación, y que me iba a pagar diez mil pesos de su terreno.
                La pura verdad, no recuerdo si pasé por el dinero; pero eso es lo de menos. El problema es otro.
                Como llegué bien borracho a la casa de Julieta, no supe ni lo que hicimos. Tampoco tengo claro cómo llegué a mi casa. Lo único que supe, cuando desperté, en el sillón de la sala, fue que algo malo había pasado.
                Ni Lorena, ni mi hija, estaban en casa.
                Aún mareado por el alcohol que había tomado, me levanté y fui al baño. Casi rompo el espejo al pegar mi cara a mi reflejo. ¡No lo podía creer!  ¡Cuatro chupetones adornaban mi cuello!
                De inmediato se me esfumó la briaga. Rápidamente me dirigí a la sala para tomar el celular y reclamarle a Julieta, pero me enviaba al buzón. Le llamé a Lore: lo mismo. Revisé mi cartera: ¡sin dinero!
                No sé cómo se me ocurrió que con la pasta de dientes se me iban a borrar los chupetones, me unté una buena cantidad y me tallé. Sólo logré que se me enrojeciera todo el cuello.
                Sin bañarme, y con la misma ropa del día anterior, salí, tomé el auto y me dirigí a la casa de Julieta. Toqué hasta cansarme, pero no salió. Conduje mi carro hacia el domicilio de mi cliente, que me iba pagar el dinero que me debía; me encontré con la noticia de que me había dado los diez mil pesos, lo insulté y casi nos agarramos a golpes, porque no recordaba nada. De pronto, salió su mujer con el recibo que yo les firmé por la cantidad que me debían y ya, no tuve qué alegar.
                Aún descontrolado, fui a parar a la casa de la madre de Lorena. Salió mi suegra sólo para decirme: “Está muy bonito el collar que te adorna el pescuezo” y cerró la puerta enfurecida.