viernes, julio 29, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

TRES


Alejandro, en su rutina, creyó que Fátima ―¡Qué nombre tan absorbente!, lo pensaba y sentía que le envolvía los sentidos― no le llamaría, pero se equivocó porque, dos días después de aquel encuentro, estando en la primera de sus clases con un grupo de tercer grado, sonó su teléfono celular y, al no identificar el número, su corazón le envió señales y comenzó a latirle apresuradamente. Tomó el aparato y, con su morral de esperanzas, salió al pasillo.
Por primera vez escuchó, por teléfono, aquella voz que durante los siguientes meses le provocaría todas las emociones encontradas que una voz, una llamada, puede producir.
Con sus cuerdas vocales temblando, contestó:
—¿Bueno?, ¿quién habla?
—¿No se acuerda de mí? —preguntó ella.
—¡Ah, eres Fátima!
—Sí. ¿Cómo supo que era yo? Le estoy llamando de un teléfono público porque no tengo saldo en mi celular.
—Mejor dime cómo podría haber olvidado el tono de tu voz. Creí que te habías olvidado de mí. ¿Qué haces?
—Ahora estoy en la calle. Acompaño a mi madre que vino por la leche. Y usted, ¿qué hace?
—Trabajando; ya sabes: las clases, las tareas, las lecturas, ¿qué me cuentas?
—Nada. Le llamo para preguntarle si podríamos vernos hoy.
—Claro —contestó Alejandro, y la voz se le quebró. Era mucho más de lo que esperaba de esa llamada telefónica—. Dime en dónde y a qué hora nos vemos —lo dijo con tal angustia que sintió que la vida se le terminaba en ese instante.
Del otro lado de la línea se escuchó una voz tenue, pero segura.
—¿Qué le parece si nos encontramos en el mismo lugar donde nos despedimos y de ahí vemos a dónde vamos?
—Sí, está bien. ¿A qué hora?
—¿A las seis y media está bien? —le dijo Fátima.
—Sí, por supuesto. Te espero o me esperas. Yo no me retraso más de diez minutos. Gracias por llamarme.
—No, al contrario, gracias por aceptar la llamada, debe estar muy ocupado.
—No te preocupes —dijo Alejandro—, ahí nos vemos.
—Está bien, adiós.
“¡Vaya ―pensó―, esto es más de lo que esperaba. Ojalá y no sean falsas ilusiones. No soy un tonto —se dijo, tocándose su ralo bigote que apenas había optado por dejarse crecer—, ¿cómo puedo imaginar que esta niña esté realmente emocionada con esta cita? Porque eso es: una cita. Sin embargo ―continuó―, se le oía nerviosa, ansiosa, anhelante. ¿Cómo creer que en su mente se forme la idea de, al menos, una amistad cuando hay tanta diferencia de edad entre ambos?”
“Pero, bueno, eso es —recapacitó—: lo que le interesa de mí es sólo una amistad, mi libro, conocerme como escritor o, quizá, ¿por qué no decirlo?, ponerle una chispa a su vida.”
“En fin —concluyó para sí mismo—, iré a la cita y a ver qué pasa; aunque, claro, más vale que no me haga falsas ilusiones porque ella es, real y verdaderamente, una niña para mí: a ver qué pasa.”
Las horas que faltaban para verse con Fátima, las pasó contando los minutos, los segundos. A cada momento veía el reloj y estaba desconcentrado en la clase. Un alumno le preguntó:
—¿Qué tiene, maestro, se siente mal?
―Estoy bien, gracias ―le contestó al muchacho.
No, si no se sentía mal; al contrario, se sentía extraordinariamente bien: emocionado, motivado. Pensó que de pronto se le habían caído quince años y se sentía rejuvenecido.
Se olvidó de su enfermedad: la diabetes, y que la noche anterior casi no había dormido por causa de un insomnio que últimamente le alteraba su estado de ánimo durante sus labores. También se alegró por haber decidido vestir de traje ese día, porque no tendría tiempo para ir a su casa a bañarse y cambiarse de ropa.
Cuando sonó el timbre de su última clase de la jornada, Alejandro tenía ya, en su portafolios, todas sus cosas, a las que había agregado un ejemplar de su libro de poesía que tenía allí, en la escuela, para llevárselo a Fátima. Y mientras sus alumnos lo despedían, él caminaba hacia la salida con el pensamiento en otro sitio: en la esquina de la salida de la estación del metro.
+++
Cuando, por fin, estuvieron sentados, en un restaurante cercano a su domicilio, Alejandro aún se preguntaba si aquello no sería una locura. Él, actuando como un colegial ante su primera cita. De haber tenido tiempo le habría comprado unas flores o un peluche, pero sólo llevaba el libro de poemas en su portafolios. Y ésa, él lo sabía bien, era su mejor arma en su lucha por impactar, por querer agradar a Fátima.
Fue él quien inició la conversación, mientras veían la carta que la mesera les había dejado sobre la mesa.
—¿Cómo te fue en tu trabajo? —lanzó la pregunta como quien tira una piedra en un estanque y sabe lo que verá enseguida: ondas y ondas y ondas.
—Bien, gracias. Los vendedores han hecho bien su labor. Esta es una época buena y también me tocan comisiones por las ventas que hacen ellos —contestó Fátima—, no me quejo.
—Oye, ¿desde que saliste de la cafetería has trabajado en la telefonía? —preguntó Alejandro, tratando de profundizar en la plática que había nacido con ese tema y ahora no sabía cómo hacerla crecer.
Fátima, entonces, recuperó de golpe todas las andanzas que había tenido que pasar en compañía de Julieta, su mejor amiga, y comenzó por contarle que ellas eran inseparables, que se habían conocido ahí, en la cafetería, que desde que se trataron nació entre ellas un sentimiento de amistad tan profundo que las hizo jurarse que no se dejarían nunca y que trabajarían juntas, en uno o en otro lado, para reunir dinero y lograr un anhelo que tenían ambas: conocer París. Por eso ―continuó― cuando ella, Fátima, salió de la cafetería, a los tres o cuatro días Julieta hizo lo mismo.
—¿Y por qué te saliste? —le interrumpió Alejandro.
—Ah, porque vivíamos situaciones muy molestas e incómodas con una compañera que se sentía jefa, sólo porque llevaba ya varios años ahí; no le aguanté y un día le dije a Enrique, el encargado, que me iba a salir. Creyeron que era sólo una amenaza pero dejé el trabajo, primero, porque en realidad no lo necesitaba, y segundo, porque ya no aguantaba a la tipa esa. Y por eso mismo ―continuó― también se salió Julieta; me llamó y comenzamos a buscar trabajo. No, si hubiera visto todo lo que pasamos. Juntábamos nuestras escasas monedas y, sin comer, andábamos por toda la ciudad. Vivimos muchas cosas que son para olvidar, pero lo más feo fue cuando nos estafaron.
Alejandro entrecerró los ojos, como asombrado de lo que escuchaba, y pensó que frente a él estaba alguien que realmente valía la pena. Veía a una mujer muy joven a quien la vida había hecho madurar muy pronto y sus experiencias, aunque le parecieran irresponsables, le habían enseñado a valorar a las personas en su justa dimensión, por eso le preguntó:
—¿Cómo fue que las estafaron?
Fátima continuó:
—Cuando todavía trabajábamos las dos en la cafetería, en una ocasión llegó un cliente que nos dijo que cuando quisiéramos tener un mejor trabajo, lo buscáramos, y nos dio su tarjeta. Nos engañó bien bonito, porque nos dijo que se trataba de un empleo en las oficinas del Departamento, sólo que teníamos que darle dinero para los trámites. No, ¿para qué le sigo? Ya se ha de imaginar la embarcada que nos dimos. Lo único malo es que yo le pedí el dinero a mi mamá y todavía se lo debo.
—¡Vaya!, cada día hay más gente mal intencionada —dijo Alejandro— , pero bueno, sin que te ofendas, ustedes también se pasaron de ingenuas.
—Pues sí, pero nos sirvió de experiencia.
—Y ahora, tu amiga... ¿cómo dijiste que se llama? ¿Dónde trabaja?
—¿Julieta? Ella no trabaja. La verdad no necesita hacerlo, porque sus padres la apoyan económicamente, y ahora está estudiando.
—¡Qué bien!, ¿y tú, por qué no estudias?
—Ya sabes, ¡perdón! —se sonrojó Fátima al advertir que le había tuteado.
—No, no te preocupes —le dijo Alejandro, esperanzado—; no porque seamos de distintas generaciones creas que me molesta, al contrario: ojalá algún día me consideres tu amigo y me tutees.
—Bueno, como le decía: yo estudiaba el bachillerato pero, como siempre pasa, tuvimos problemas en la casa y comencé a faltar y luego, la verdad...no entraba a clases porque nos íbamos de pinta a la feria de Chapultepec; no sabe cuánto me gusta subirme a los juegos mecánicos, sobre todo a los que son más peligrosos, y bueno, ya sabe cuáles son las consecuencias...reprobé materias. En fin, que decidí mejor ponerme a trabajar y mis padres estuvieron de acuerdo.
En ese momento se acercó la mesera para tomarles la orden, ella sólo pidió un café americano y algo de pan y Alejandro una ensalada de frutas.
Siguió la plática en ese primer encuentro entre Alejandro y Fátima. Él, encontrando en los ojos tibios de ella la chispa que le hacía encender renovadas emociones que creía apagadas. Oyéndola, con ese tono de voz que proyectaba la juvenil transparencia de un alma ingenua y tierna, se ilusionaba con sólo poder rozar sus mejillas con las yemas de sus dedos.
Hubiera querido decirle: “No busques más, arrópate en mis nostalgias, sumérgete en mis soledades, o rescátame de ellas y hazme vivir, porque mi alma se muere”.
Ella, pensando: “¿Qué querrá de mí este señor? Se ve buena gente y creo que es buena onda, se nota que entiende a los jóvenes, ¡claro, por su trabajo! Creo que puedo aprender mucho de él, ojalá nos sigamos viendo: me cae bien”.
De pronto, como despertando de un sueño, pero con la seguridad de quien sabe que está a punto de jugar su mejor carta, Alejandro le dijo:
—Ah, mira: te traje mi libro. Espero que te gusten mis poemas.
Ella extendió sus manos para recibir aquel ejemplar prometido y con admiración, casi con devoción, recorrió su mirada sobre el libro, dejó escapar un suspiro y sinceramente emocionada, le dijo:
—¡Qué padre, gracias! ¿Cuánto cuesta?
—Para ti, nada. Bueno, sí: la promesa de que nos volveremos a ver para que me comentes algo sobre mis humildes versos.
—Claro —dijo ella—, pero no quiero abusar, por favor, dígame cuánto es.
—No te preocupes. Ya me has pagado una parte con esa emoción con que lo has recibido. La otra me la pagarás con tus comentarios.
—Es usted muy amable. Gracias. Pero, por favor, escríbale una dedicatoria. No sabe cómo lo voy a presumir.
—Claro —dijo Alejandro, sacando del bolsillo de su camisa un bolígrafo para escribir la dedicatoria pedida. Pensó que debía elegir las palabras adecuadas, las que, con respeto, le dijeran que los sueños de ella ya eran los de él y que, en adelante, sólo una ilusión le permitiría seguir viviendo: ella.
—Aquí tienes. Espero que este libro contenga emociones con las que te identifiques.

—¡Gracias! Le aseguro que es para mí como un tesoro. Pero, dígame: ¿cuál es su poema favorito?
—Todos —contestó Alejandro—, porque todos significan un sentimiento que en algún momento me ha hecho vibrar. Sin embargo —continuó—, el de la página catorce se ha convertido en el favorito de mucha gente. Es un poema erótico, pero creo que no ofende a nadie. Y, bueno, digo lo que mucha gente quiere decirle a su pareja y no halla como hacerlo, ¿no?
En esos momentos, el transcurrir del tiempo parecía no tener importancia para ambos. Se contaron parte de su pasado, se hicieron confidencias, se confesaron una mutua aceptación el uno para el otro y se prometieron que seguirían en contacto para reunirse a platicar, ir al cine, a comer o a algún otro lado, porque habían descubierto que se sentían a gusto estando juntos.
Alejandro desconfiaba, sin embargo, de que algo bueno pudiera resultar de esa amistad. Ella, tan joven:
diecinueve años —le había confiado—, a punto de cumplir los veinte. Él, maduro; casado y con tres hijos: una señorita de dieciocho años, otra de quince y un adolescente de trece —le dijo, pero le ocultó que la relación con su esposa se encontraba bastante desgastada porque no creía en otra posibilidad, con Fátima, para algo que no fuera más que amistad.
Ella, en cambio, ansiosa por conocer gente, le emocionaba el pensar sobre lo que pudiera resultar de aquella relación, aunque fuera sólo de amistad. Aquel señor, maestro de secundaria y escritor, le resultaba muy interesante y soñaba con que, a pesar de la diferencia tan grande de edades, el destino los condujera hacia algo bonito, duradero y emotivo.
—¿Qué te parece si nos vamos? —dijo Alejandro, al tiempo en que hacía una señal a la mesera que los estaba atendiendo—. Es tarde, para mí, tengo que obtener promedios de mis alumnos y creo que para ti también debe serlo, ¿verdad?
—No mucho. Avisé en mi casa que llegaría un poco tarde. Les dije que mi jefe nos había invitado a cenar a todos los de la oficina, por las buenas ventas que habíamos tenido. Pero está bien ―agregó―, más vale no abusar.
—¿Cuándo nos vemos? —lanzó, Alejandro, la pregunta al aire como si hubiera soltado una paloma mensajera, con la certeza de que regresaría con buenas noticias.
—No sé —dijo ella—. Usted diga.
—No, tú —presionó Alejandro—. Yo, como te dije, no tengo problema, después de las siete, claro, o en algún fin de semana.
—¿Qué no va a ver a su familia? —preguntó Fátima, recordando que le había dicho lo de su mujer y sus hijos en provincia.
—Sí, por supuesto —dijo él—, pero hay ocasiones que decido quedarme para escribir o atender otros asuntos.
—Bueno, ¿qué le parece si nos vemos el viernes? Así yo tengo tiempo para leer sus poemas y le comento algo.
—Me parece bien. Dime en dónde y a qué hora —dijo Alejandro, pensando que del lunes al viernes eran muchos días para dejar de recrearse en esos ojos que le subyugaban.
—¿Qué le parece si le llamo el jueves y le digo en dónde? Es que no sé cómo estemos de trabajo en la oficina.
—Claro. Espero tu llamada —dijo él, mientras tomaba la nota de la cuenta que la mesera le había dejado para ser pagada en la caja de salida—, me ha dado mucho gusto conocerte, creo que seremos buenos amigos.
—A mí también —dijo, emocionada, Fátima—, me ha caído muy bien.
+++

Al llegar al departamento y recostarse en su cama, su mente se encontraba en un remolino de confusiones.Le parecía increíble que él, con sus cuarenta años encima, pudiera despertar el interés que advertía en los ojos de Fátima. Ella: con sus, apenas, diecinueve ―casi veinte― años de edad, tenía la mitad del camino recorrido que él.
Y buscaba mil, ocho mil formas para justificar y justificarse lo que, su mente, revuelta, le decía: “Para el amor no hay edad”, “Nadie escarmienta en cabeza ajena”, “A quién le dan pan que llore”, etc., etc.
Pero ni así podía, definitivamente, desenrollar el hilo de la madeja en la que se había enredado su vida a partir de los últimos acontecimientos que le habían arrancado de su rutina al lado de Luis, su sobrino, y le arrinconaban en la esquina del espacio en el que, ahora, sólo un nombre iba del suelo al techo y de una pared a otra: Fátima... Fátima... Fátima...
Sin embargo, cuando su respiración recobraba la calma, después de la excitación que le producía el pensar en ella y la razón, que creía perdida, regresaba, se preguntaba: “¿Qué dirían mis hijos?, ¿cómo tomaría el asunto Sofía ―que era la mayor― si se enterara de que alguien, casi de su misma edad, domina mis sentimientos, aún cuando apenas es una ilusión, una quimera?”
Por su mujer no se preocupaba; él sabía bien que desde hacía tiempo la relación con ella, después de tantas desavenencias que habían tenido y, quizá, también por el hecho de estar lejos; lo que antes hubieron considerado como una oportunidad para desearse y querer verse, les había enfriado el sentimiento y la convivencia, entre ellos, se había establecido en los términos del respeto, del compañerismo, del apoyo y, si acaso, de la amistad.
Pero ni una −la hija mayor−, ni la otra −la mujer−, le desvanecían el castillo de arena que, junto al mar de sus nostalgias, estaba construyendo.
Lo que nunca imaginó fue que ese castillo, en el que trataba de cimentar un sueño, estaría siempre amenazado por olas tan bravas que, tal vez, le harían arrepentirse por dejarse envolver por la cálida brisa de aquella voz y de la ternura de aquellos ojos.
Nunca lo imaginó; por eso, impulsado por esa motivación, se sentó y comenzó a escribir, inspirado, algunos poemas que, irremediablemente, plasmaban la fuerza de los latidos de su corazón.






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