miércoles, julio 27, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

UNO

Suena la alarma de su teléfono celular que le despierta cada mañana. “Quince minutos más ―piensa―, cómo no es sábado para quedarme una hora más en la cama”. Sin embargo, una imagen femenina le llega de pronto, nítida, viva, y le hace levantarse con el ánimo puesto en la luz que le ilumina, día a día, desde que se acerca a la cafetería del metro donde compra un café, que rara vez se toma y casi siempre obsequia a una amiga que tiene en su trabajo.
Con esa ilusión se levanta a encender el calentador y se acerca a la habitación de su sobrino Luis, con quien vive en el departamento que adquirió hace años gracias a un crédito que le consiguió el sindicato. Verifica que ya se ha levantado y que se prepara para irse al Politécnico, le saluda y regresa a preparar su ropa, limpiar su calzado, alistar sus libros.
Luis es un joven desenvuelto, cordial y responsable. Estudia la carrera de medicina y sale desde temprano para la escuela. De manera que tío y sobrino muy poco se ven. Sólo en la noche, cuando ambos se reúnen para ver algún programa de televisión o para merendar algo.
Él, Alejandro, profesor de secundaria, sale un poco más tarde hacia la colonia donde está la escuela en la que presta sus servicios; es un lugar cercano, pero debe tomar el metro y transbordar en la estación Hidalgo para llegar a tiempo, unos quince minutos antes de la hora de entrada.
Hay ocasiones en que reconoce que esta rutina le fastidia y que quisiera estar ya jubilado, para disponer de los días a su antojo y hacer lo que le venga en gana. Pero acepta que no le queda otra que enfrentar el reto de vivir, también ese día, como los anteriores y como los que están por venir: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; preparar su clase del día siguiente, escribir algún poema, ver las noticias y dormir.
En medio de estas reflexiones, ha dispuesto ya sus cosas y ha planchado la camisa y el pantalón que vestirá ese día. Nada especial.
Está a punto de meterse al baño cuando Luis se despide de él; luego, se asea, se viste y sale a la calle.
Al fin se encuentra en el metro, a dos estaciones del recorrido para llegar a la de Hidalgo, donde transborda y se detiene para comprar su café de cada mañana.
Hoy es doble la motivación: había tenido una licencia médica para no trabajar durante una semana, debido a una infección en la garganta y está ansioso por ver los ojos que le hacen soñar despierto.
Hace un mes que se dio cuenta de que ella trabaja allí, y desde ese día se adueñó del pretexto de comprar el café para saludarla, oír su voz, ver sus ojos y, si acaso, rozar su mano al momento de pagarle.
―¡Hola!, buen día. ¿Me das mi café, por favor?
―Sí, claro. ¿Cómo está? Ya no había venido.
―Sí, bueno; no… es que he estado un poco enfermo. No creas: te he extrañado.
Ella se ruboriza pero corresponde el halago:
―Yo también. Aquí tiene.
Le ofrece su café a Alejandro quien no se sienta, aunque hay un lugar desocupado en ese local del metro, porque, como sabemos: no es para él.
Cafeterías como ésta hay en muchas estaciones y son espacios reducidos en los que apenas si tienen unos cuatro bancos para que, quien disponga de un poco más de tiempo se pueda sentar a disfrutar de su café capuchino, americano o exprés, acompañado de una dona o de otro pan de los que ahí se pueden ver en una vitrina.
Ella viste con el uniforme que en la empresa les proporcionan: playera roja con el logotipo del establecimiento y una falda azul. De escasamente dieciocho o diecinueve años de edad. Ante la mirada de Alejandro, sus blancas mejillas enrojecen y aunque se esfuerza por parecer natural en su trato, no puede ocultar el nerviosismo que le produce el roce de su mano al extenderle él el billete de cincuenta pesos para que le cobre los catorce del café.
―¿Es todo? ¿No quiere un pan? ―pregunta ella.
―No, gracias. Me tengo que ir.
―Sí, aquí tiene su cambio. Que le vaya bien ―le dice mientras acomoda parte de sus cabellos castaños, ligeramente ondulados, que le rodean el rostro.
―Gracias ―dice él al tiempo que toma su portafolios que había dejado sobre el mostrador mientras recibía su café.
Al alejarse apresura el paso. Desea voltear para ver otra vez aquellos ojos de miel que es lo primero que busca al ascender por las escaleras mecánicas del metro que dan, exactamente, frente al “Café Caliente”, que así se llama la cafetería.
Y no voltea, aún cuando siente la mirada de ella (no conoce su nombre, ni ella el de él) que le sigue hasta que se pierde entre la multitud.
Ya en su trabajo, en la escuela secundaria en la que se emplea como maestro de español, se empeña en concentrarse en la enseñanza para no distraerse con el recuerdo de aquella voz: “Sí, que le vaya bien”; pero las campanitas de aquel timbre le habrán de durar durante todo el día y toda la noche, hasta la mañana siguiente, cuando pase por ese café que no se toma, ya que le hace daño, por su diabetes, y que compra sólo para llevarlo a su compañera de trabajo, y así no perderse la ocasión de poder hablar con esta niña que le subyuga los sentidos.
En la noche: solo ―por la ausencia de Luis, su sobrino―, en su departamento de la colonia San Rafael; sin su familia, ya que él, Alejandro, después de casarse, había decidido que su mujer y los hijos que llegaran, se quedaran en su casa de provincia, como medida de tranquilidad para todos, por la inseguridad que se sufre en las calles de la Ciudad de México.
De manera que su esposa, y los tres hijos que después tuvieron: Sofía, la mayor, Paula y David, adolescentes ambos, seguían viviendo en Santiago de Querétaro, la capital de su estado natal.
Y ahora, solo, sentado en el cómodo sofá de su sala, escucha algunas canciones de moda.
No sabe por qué, de pronto, le ha nacido esa inquietud que no es normal para su edad; pero muchas veces se ha preguntado: “¿Qué es la normalidad?, ¿quién ha dictado las reglas para hacer o dejar de hacer lo que se te ordena desde lo más profundo de tus emociones?”
En momentos como ése, en los que se encuentra en soledad, aprovecha para reflexionar en todo lo que le acontece y en lo primero que piensa es en su sobrino. Indudablemente, ahora, después de todo lo que han enfrentado juntos, les hace sentirse más unidos y se apoyan uno al otro, desde el día en que falleciera el padre de Luis, en un accidente automovilístico, y su hermana de Alejandro ―la madre de Luis― le hubo pedido que le apoyara trayéndoselo a la Ciudad De México para que estudiara medicina.
Desde que estaba Luis en la preparatoria se desvelaban juntos resolviendo tareas, leyendo, revisando textos o, simplemente, platicando.
Había crecido, entre ellos, una amistad distinta a la que comúnmente se da entre sobrino y tío, y podría asegurarse una lealtad indiscutible entre ambos.
De pronto, en medio de sus reflexiones, escucha, a lo lejos, el sonido del timbre del teléfono que con insistencia le reclama que conteste.
Observa el identificador. La llamada es de su casa, en Querétaro. “¿Quién será?, ¿mi mujer o alguno de mis hijos? ―piensa―. Apenas son las siete, no puede ser mi mujer ―concluye―: aún debe estar en la oficina”.
―¿Bueno? ―contesta.
―Hola, papá, ¿cómo estás? —es Sofía, su hija mayor.
—Bien, ¿por qué?
—¿Cómo te fue en el estudio?
—¿El estudio? —duda—, este...ah, sí. No sé, todavía no me dice nada el doctor Montes, mi cardiólogo. Aún faltan otros resultados y hasta que tenga todo me dirá su diagnóstico.
—¿Pero ya no has sentido molestias en el pecho?
—No. Bueno, no tan fuertes como la del domingo que estuve allá; creo que ya está pasando.
—Cuídate, me angustié mucho al ver que te pusiste mal.
—Sí, no te preocupes, gracias.
—¿Cuándo vienes?, ¿el sábado?
—No sé. Creo que sí, a menos que tenga algún evento.
—Bueno. Cuídate.
—Sí, gracias. Salúdame a tu mami y a tus hermanos.
Después de colgar el teléfono, recuerda que el fin de semana que pasó no fue a ver a su familia por quedarse para visitar a sus compadres y ahijados que viven en una colonia del Estado de México y con quienes ha cultivado y mantenido una amistad firme y duradera.
Y, nuevamente, la sensación de ausencia, de soledad, de melancolía, que en los últimos meses le ha invadido con fuerza cruel y devastadora.
Abren la puerta del departamento. Entra Luis, acompañado de su novia.
—¿Qué hay tío? —le saluda Luis.
—Nada. ¿Cómo te fue?
—Bien.
—Hola —dice Alejandro, saludando a la novia.
—¿Cómo está? —pregunta Paty, quien estudia con Luis, en la misma escuela.
—Estoy... —contesta Alejandro con una respuesta indefinida y poniéndose de pie para saludarla con un beso en la mejilla.
Luis le indica a Paty, con un movimiento de cabeza, que le siga a su recámara, para respetarle al tío su espacio y sus pensamientos. Alejandro apaga el modular y enciende la televisión. Ve algunos minutos de un programa sobre la naturaleza, luego cambia de canal, visiblemente con el pensamiento en otro lado; por fin, apaga la televisión y se retira a su habitación para quitarse la ropa del día y estar relajado, cómodo.
Pero, inmerso en el silencio de su habitación, se sienta junto a la mesa que usa para escribir, abre su cuaderno de notas y trata de terminar aquel poema que inició hace una semana:
“¿Quién eres, viento en el viento /de esta noche en que no duermo, /porque recuerdo tu boca en mi boca, /tu pecho en mi pecho /y los latidos de tu corazón /a corazón abierto?”
Esa es la única de sus aficiones: la poesía. Hace medio año que se pagó la publicación de su libro de poemas y, aunque lleva vendidos más de la mitad de los mil que le editaron, ya está cansado de tantas presentaciones y de andar leyendo los mismos versos, de recordar las mismas vivencias, de sentir las mismas emociones.
Un vacío enorme hay en su inspiración y necesita otras motivaciones que le sugieran ideas para escribir, para imaginar y crear nuevos textos. ¿En dónde encontrarlas? En uno de los poemas de su libro, dice: “...mi corazón duerme con la puerta cerrada”. Y es una puerta muy pesada la que encierra a su corazón. Pero se atreve a soñar y escribe volando, raspando el aire que se encierra entre las cuatro paredes de su cuarto.
+++
Al día siguiente, la rutina: el café, la nostalgia, el trabajo (tiempo completo, veintidós años de maestro con grandes reconocimientos y elogios de sus superiores), entregado al servicio, fiel a su responsabilidad, generoso en el esfuerzo, siempre cumpliendo: la rutina.
Pero ese día fue luminoso: conoció su nombre.
Del otro lado del pasillo había otro local de la misma cafetería, ella había ido a traer vasos y regresaba con ellos en las manos, corriendo, y casi tropieza con Alejandro quien ya iba con su café, desilusionado por no haber tenido la dicha de verse en la profundidad de aquellos ojos. Su compañera de trabajo le gritó: “¡Apúrate Fátima!” Él le dijo con la mirada: “ah, ya sé tu nombre: Fátima”. Y estuvo repitiendo las seis letras, una a una, aprovechando cualquier espacio en su trabajo para escribir, escribir, escribir mil veces esa palabra que encerraba todos los significados que alrededor de una ilusión se pueden imaginar.
A partir de entonces, cada mañana, al saludarla, en silencio le decía: “Hola Fátima” y en su lengua y en su paladar se deslizaban cada una de las letras, amenazando con formar la palabra completa y, expulsada desde su garganta, salir entre cantos, pronunciada, al fin, frente a ella: “Fátima”.
Pero un día el sol se ocultó, la negra noche cayó, primero, sobre sus ojos, después se le incrustó en la garganta como clavo ardiente y así, poco a poco, como pluma solitaria que mueve una leve brisa, se posó en su corazón y en el fondo de su alma.
“Ella ya no trabaja aquí”, dijo la compañera de Fátima ante la pregunta de Alejandro, al no verla por ningún lado. “No sé dónde trabaja ahora”, agregó la joven.
La oscuridad total le envolvió en ese momento y con pasos lentos, sin aceptar como cierto lo que acababa de escuchar, se dirigió a transbordar el tren del metro que lo llevaría a su trabajo.


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