miércoles, julio 20, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

El jardín prohibido

Por José I. Delgado Bahena


Iguala, Gro., Julio 20.- Yesenia era un capullo de trece abriles cuando Alberto llegó a vivir a su casa; él, a los veinticuatro años, había quedado solo al enviudar cuando su joven esposa, siete años menor que él, murió al no poder dar a luz a un bebé que se asfixió enredado con el cordón umbilical y de nada sirvieron los esfuerzos de la partera del pueblo por arreglar el nacimiento.
De manera que, desde “el norte”, Jaime, el padre de Yesenia, le pidió a Hermelinda, la esposa, que aceptara que su hermano viviera con ellos, “para que no se sienta solo en lo que forma otra familia”, le dijo.
Con Alberto en casa, Herme –como le llamaban familiarmente−, descargó gran parte de su obligación en su cuñado quien, con gusto, durante las tardes, al regresar de su trabajo de maestro en la escuela primaria de la comunidad, se encargaba de guiar a sus dos sobrinos: Yesenia, en segundo de secundaria, y Jaimito, en quinto de primaria, en la realización de sus tareas escolares.
Esta convivencia, tan cercana en los afectos, propició que Yesenia, a la luz de su despertar a la vida, se sintiera plena de confianza y se atreviera a tocar temas candentes con el tío Alberto.
−¿Cuáles son los métodos anticonceptivos más eficaces? –le preguntó una tarde en que le ayudaba con un tema que tendría que exponer en la escuela.
Las respuestas de él fueron de lo más explícitas basándose en ilustraciones, diagramas y el material de una videoteca que tenían en el hogar.
A partir de ese día, sus temas de conversación estuvieron centrados en la sexualidad, el noviazgo, el erotismo y las relaciones poco convencionales.
−¿Tú te enamorarías de alguien menor que tú? –le preguntó ella, una tarde en que se encontraban solos.
−Por supuesto –le respondió él con voz quebrada−. De hecho, hay unos ojos luminosos que me roban las noches y sueño con ellos, pero son prohibidos, por eso sólo me atrevo a soñar.
Hermelinda agradecía la sugerencia de Jaime, el esposo que estaba en los Estados Unidos, por la ayuda que le daba Alberto en la atención hacia los hijos.
En algunas ocasiones, el tío invitaba el cine y la cena para corresponder el apoyo que él también recibía de esa familia que le abrió las puertas de su casa y de su corazón.
Una noche, en que los muchachos se habían ido a dormir, Alberto y Hermelinda se quedaron en la sala viendo un programa de televisión; con el ambiente nocturno y la cercanía de los cuerpos, una mirada entre ellos bastó para que se despertaran los instintos y, sin mediar palabras, se trajeron hacia sí en una entrega que correspondió, para Alberto, sólo al impulso sexual; pero, para ella significó una entrega que le compensaba la prolongada ausencia del marido en el extranjero.
Desde entonces, y hasta que Yesenia cumplió los quince años, los encuentros entre Hermelinda y Alberto eran buscados y propiciados para estar solos y desahogar la urgencia de dos cuerpos que reclaman la salida a sus instintos. No había promesas ni esperanzas; sin embargo, la lluvia de caricias deslizándose sobre la lava de sus deseos le escribía un compromiso no pedido, a ella, pero él no vislumbró en ningún momento, al menos, como una posibilidad de algo más en el futuro; por un lado, por el hermano ausente y, por el otro, porque en su corazón se le había impregnado el perfume de una flor juvenil que le perturbaba el olfato de sus emociones.
De manera que, cuando Yesenia bailó su primer vals y lo hizo de la mano del tío Alberto quien, en ausencia de Jaime, el padre, había tomado su lugar, representándolo ante la sociedad, él depositó en el oído de su sobrina una declaración tan nítida que ella reconoció en la fogata de las noches en que la madrugada la sorprendía con su mano jugando en su entrepierna.
−Eres muy hermosa –le dijo−, el hombre que gane tu corazón será muy afortunado.
−Mi corazón ya tiene dueño –respondió ella−, sólo que ese hombre está prohibido porque es hermano de mi padre –terminó apretando con fuerza la mano de Alberto y descargando la mirada sobre su madre que se encontraba entre los invitados aplaudiendo la ejecución del vals.
Él no dijo más, siguiendo el ritmo de la música hizo girar a su sobrina en un ágil desplazamiento de baile para entregarla a Jaimito que esperaba a la festejada.
Al siguiente día, el desvelo de la fiesta mantuvo a Hermelinda en cama hasta muy tarde; mientras tanto, Yesenia y Alberto, se encontraron en la sala para abrir los regalos y, con la algarabía de su juventud, se propició lo que los corazones de ellos les habían ordenado desde dos años atrás, cuando el tío llegó a vivir a la casa.
Los brazos se convirtieron en cadenas ardientes y los labios en brasas volcánicas que no se habrían apagado si no es por la cubetada de agua helada que brotó de la boca de Hermelinda.
−¡¿Qué pasa aquí?! –les gritó al encontrarlos entregados a la pasión resguardada en sus pechos.
−Mamá… −balbuceó Yesenia− no pienses mal de Alberto. Yo… lo amo y él… creo que también.
−¡¿Ah, sí?! –explotó y, sin medir consecuencias, le reclamó a él− ¿Ya le contaste cuántas veces hemos estado en mi cuarto y en la sala haciendo lo que querías hacer con ella?
−Pero… es diferente –trató de defenderse Alberto.
−¡Claro que es diferente! ¡Ella es tu sobrina! –le interrumpió al momento en que se dirigía a la cocina. Ahí tomó un cuchillo y se dirigió agresivamente sobre su cuñado. Éste abrazaba a Yesenia tratando de convencerla sobre sus intenciones cuando Hermelinda lo atacó por detrás causándole una herida en su hombro derecho. Alberto reaccionó y la tomó de las manos para quitarle la improvisada arma; en el forcejeo, los dos cayeron al piso y en esta acción el cuchillo se encajó en el cuello de la madre de Yesenia provocándole una herida de muerte que inundó el piso de sangre.
Alberto se asustó y corrió hacia la salida. En sus prisas casi atropella a Jaimito que en ese momento entraba a la sala para encontrar aquel cuadro que su tío dejaba, como delincuente en fuga, por haber querido cortar una flor del jardín prohibido.
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