martes, noviembre 02, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

DÍA DE MUERTOS
José I. Delgado Bahena
Aún me acuerdo… Ocurrió hace nueve años. Éramos siete chavos: Jesús, Manuel, Lupe, Carmen, Sergio, mi prima Tere y yo. Todos, entre los diecisiete y dieciocho años, ansiosos por comernos el mundo y de vivir experiencias nuevas. Ese día, el primero de noviembre, de acuerdo con la tradición del pueblo, andábamos juntos, en las calles, repartiendo ofrenda en las tumbas que los familiares arreglan en sus casas para recibir a las almas de los difuntos adultos que vienen a visitarnos, según la creencia que se nos ha transmitido de generación en generación.
Por supuesto, mis amigos y yo deambulábamos entre la demás gente, desparramando nuestra algarabía, empapándonos del misterio que el cielo descarga cada noche en los días de muertos, y deseosos de que ese primero de noviembre fuera inolvidable.
Eran las once de la noche.
−¿Qué les parece si vamos al panteón? –propuso Jesús, mientras nos comíamos un pedazo de calabaza que nos habían dado en la ofrenda de la abuelita de Manuel.
Nadie respondió. Nos quedamos mudos, viéndonos los ojos como esperando alguna reacción de rechazo de alguno, porque no teníamos duda: la idea era estupenda. Al unísono, con un grito enorme aceptamos y nos fuimos a golpes sobre Jesús por tan increíble propuesta.
−Vamos, pero hay que llevar algunos “refrescos” –dijo Manuel.
Todos entendimos el tono de sus palabras y Lupe, que era la que administraba las cooperaciones, comenzó a pedir dinero y con lo que se reunió pasamos a la tienda de don Chano a comprar unas caguamas, aprovechando que aún no cerraba.
El panteón, ubicado sobre una colina en la orilla del pueblo, entre unos terrenos de siembra en los que aún no terminaban de cortar los tallos secos de las milpas, nos atraía: gigante, fantasmagórico, misterioso, mientras lo observábamos junto a la última casita, antes de cruzar la barranca y tomar el oscuro camino hacia la aventura de esa noche.
Al llegar, nos dirigimos hacia una tumba donde habían colocado algunas veladoras encendidas y nos sentamos sobre el cemento frío de la lápida. Sergio, quien era experto para destapar las cervezas con los dientes, abrió la primera caguama, le dio un gran trago y la pasó a Jesús.
Lupe comenzó a contar historias de espantos y de cosas que, según ella, le habían pasado a su papá, que era taxista. Entonces, todos recordamos otros cuentos y películas de terror, de miedo, y relacionadas con los días de muertos.
A lo lejos, el pueblo se veía como dormido, aunque sabíamos que la gente andaba por las calles, repartiendo ofrenda.
Casi terminábamos de beber las cinco caguamas que habíamos comprado, cuando Sergio sacó unos cigarros que, dijo, eran de los “buenos”, es decir, con mariguana. Comenzamos a fumar, menos Carmen y Tere que, disimuladamente, hacían que le chupaban y lo pasaban a quien se encontraba a su lado. En ese momento una ráfaga de aire helado nos golpeó los rostros y nos provocó, a todos, un estremecimiento en el cuerpo que nos hizo expresar frases de espanto y abrazarnos unos a otros. Como cerca de mí se encontraba mi prima Tere, me abrazó con gran fuerza y pude sentir sobre mi hombro derecho el temblor de sus exquisitos pechos que apenas si disimulaba con una playera negra que llevaba puesta.
Cuando pasó el susto, Carmen propuso que regresáramos al pueblo. Nadie estuvo de acuerdo. Lupe le pidió a Carmen que la acompañara a “cortar florecitas” detrás de otra tumba cercana. Manuel, Sergio y Jesús también fueron a “tirar el agua”, pero por otro lado. Entonces, Tere tomó una de mis manos y me dijo:
−Pinche, Beto, lástima que eres mi primo. Si no lo fueras no sé qué haría contigo.
No contesté, por respuesta la atraje hacia mí y le di un beso. Ella me rodeó por el cuello y nos besamos sin importarnos que los demás se encontraran a escasos metros de nosotros. Las caricias fueron en aumento. En la oscuridad, iluminados sólo por la tenue luz de las veladoras, pude percibir que nuestros amigos se juntaron y en sus sombras adiviné que se entregaban a las mismas pasiones que se habían desatado entre mi prima y yo.
Sin reservas, nos fundimos en la hoguera de los cuerpos y dejamos que nuestras ansias se desbordaran sin medir consecuencia alguna. Cuando pasó el furor del deseo y se hubo disipado el efecto de las cervezas y de la mariguana, nos vimos todos sentados, cabizbajos, en la orilla de la tumba.
Sin hablar, temblando, un poco por el frío y otro poco por el atrevimiento que tuvimos al ofrecerles algo de entretenimiento a los inquilinos del panteón, volvimos al pueblo, donde, al entrar en contacto con la gente, recuperamos nuestra normal forma de vivir, con la alegría que dejamos en esa noche de día de muertos.

Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com

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