El qué dirán
José I. Delgado Bahena
Wendy es maestra de Literatura en una escuela de nivel superior de la ciudad. Su vida es ordenada y se templa en el cuidado de sus tres hijos: de quince años, el mayor, de trece y diez los otros dos. Pero, a pesar de su aparente calma, en su interior carga una tormenta que desgrana rayos de amargura en su corazón, y cada noche, al verificar que sus hijos duermen y al apagar las luces de la casa, el insomnio se apodera de su mente y le mantiene con los ojos abiertos, desesperanzados, y en la penumbra cree ver dos pequeños brazos que se extienden hacia ella al tiempo que con una voz tierna le dicen: ¡mamá!
Hace dieciocho conoció el amor y se entregó a él con la ilusión azul de toda joven enamorada que cree en las promesas, y se dejó llevar por la pasión que resultó en un embarazo que no fue respaldado por el padre del bebé y fue negado por la madre de ella.
Ante el temor al qué dirán, Macrina, la madre de Wendy, la obligó a ocultarse en casa cuando su cuerpo comenzó a delatarla y no la dejó salir hasta que nació el niño, a quien acostumbró a ver a su madre con la figura de una hermana.
Ni un abrazo, ni un cariño, ni una palabra de madre y mucho menos amamantarlo, fueron las prohibiciones de Macrina hacia Wendy con respecto a su hijo. Si una leve muestra de amor hacia el niño salía de sus labios, inmediatamente llegaba la represión y los golpes por parte de Macrina.
Esta situación tan ruin, deplorable y dolorosa que vivía, poco a poco la fue hartando y decidió huir de su casa llevando a su pequeño hijo en sus brazos y una pequeña maleta con sus escasas pertenencias colgando de un hombro. Con esa huida de la prisión materna, supuso que se acabarían los golpes, las humillaciones y los insultos, y que podría abrazar a su hijo con libertad, besarlo, mimarlo, consolarlo, amamantarlo… y en poco tiempo le diría: ¡mamá!
El poco dinero que llevaba sólo le permitió llegar a una colonia de la misma ciudad, donde vivía su amiga Verónica, a quien le contó lo ocurrido y de quien obtuvo el apoyo.
La madre pagó a un grupo de judiciales para que la encontraran y a los pocos días se la entregaron a las puertas de su casa. Uno de ellos llevaba al pequeño entre sus brazos y dos bajaron a Wendy de una camioneta negra, en vilo, encadenada y sangrando por la nariz a causa de los evidentes golpes que le habían dado, por órdenes de Macrina.
Su amiga Verónica presentó una denuncia ante el ministerio público, pero ésta fue rechazada ya que, antes, la madre de Wendy había interpuesto otra en su contra por el secuestro del menor.
El enclaustramiento volvió a la vida de Wendy y con ello los golpes; pero ahora no sólo de la madre sino también de su hermano mayor.
Pasaron los días y nuevamente fue planeando la manera de escapar del reclusorio en el que se había convertido su casa materna.
Cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, como pudo y ya sin el peso del niño ni alguna bolsa con ropa, como la anterior vez, saltó la barda de la casa y corrió, corrió, corrió… como si en ello se le fuera la vida, como la pequeña vida de ocho meses que había dejado y que le causaba un gran dolor.
Se fue a otra ciudad, vagó por otros rumbos, hasta que encontró el apoyo de un hombre bueno que le ayudó para seguir con sus estudios y se casó con ella. Después regresó a buscar a su hijo, pero la casa estaba vacía: todos se habían ido con rumbo desconocido.
Hoy, después de dieciocho años, aún sigue llorando por las noches, al imaginar a su pequeño; llora su desventura por haberse atrevido a tener al hijo de un padre cobarde, que decidió irse a los Estados Unidos, y de una madre que prefirió esconder a su hija y negarle la maternidad sólo y únicamente por el qué dirán.
Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com
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