miércoles, diciembre 08, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

Te quiero, papá…



José I. Delgado Bahena


La primera vez que escuchó la vocecita diciéndole “papito”, creyó que había sido su imaginación y que a sus treinta y ocho años estaba teniendo experiencias repetitivas de los años en que su hijo estaba pequeño y era un bebé que requería de su atención.


Pero no, su muchacho estaba en el estudio de la casa, que se encontraba en la planta baja, haciendo sus tareas de la preparatoria.


Por eso, con nerviosismo alertó sus sentidos porque tenía claro que en unos minutos más, a esa hora de la noche, nuevamente oiría esa palabra que le taladraba los oídos. Siete minutos fueron suficientes para que a su mente regresaran los recuerdos que creía enterrados y olvidados.


Hace varios años, conoció a Jénifer y desde esa época vivieron un noviazgo que era interrumpido constantemente por las atenciones que ella tenía que darle a su hermanito Juan, de once años, víctima del síndrome de Down, y a causa de la copia genética del cromosoma 21, mostraba los signos característicos del retraso mental y de la apariencia física que identifica a quienes padecen este mal descubierto por John Langdon Haydon Down. Por esta razón, con frecuencia tenían que hacer a un lado sus citas y les llenaba el alma de inconformidad.


−Cuando nos casemos –le dijo una tarde Jénifer−, no me gustaría tener un hijo así.


−A mí tampoco –respondió él−. Incluso, durante el embarazo estaremos atentos al desarrollo del feto para que si, por medio de los estudios que les hagan, descubren alguna anomalía que nos anticipe esa posibilidad, preferiría que no naciera.


−Estoy de acuerdo. Así le evitaríamos a él muchos sufrimientos y nosotros podremos convivir con otros hijos que tengamos pero que sean normales.


Estas conversaciones se repitieron durante sus primeros meses de casados y cuando el ginecólogo le confirmó su preñez, Jénifer le pidió que llevara un seguimiento de la evolución del nuevo ser, para detectar cualquier anomalía.


−La técnica más frecuentemente utilizada –le explicó el médico− para la obtención de material genético fetal es la Amniocentesis, que consiste en la punción ecoguiada de la cavidad amniótica por vía abdominal. Se consigue así una muestra de líquido amniótico, de donde es posible obtener células fetales para su estudio.


−¿Y cuándo tendría que realizar esa prueba? –Preguntó Jénifer un tanto nerviosa.


−Debe realizarse preferentemente entre las semanas 14 a 17 del embarazo. Es una técnica relativamente inocua y poco molesta pero le advierto que comporta un riesgo del 1-2% de aborto, lesión fetal, o infección materna.


A las tres semanas de esa conversación con el médico, Gildardo y Jénifer volvieron para que le hicieran la prueba al producto que ya se estaba formando en el interior de ella. Además de la Amniocentesis, el ginecólogo ordenó una ecografía convencional para medir el pliegue nucal del feto. Todo esto le dio los elementos para diagnosticar lo que no esperaban oír los recién casados: “Hay la certeza de defectos congénitos y trastornos cromosómicos que nos auguran un mal desarrollo en el bebé.”


Como el tema estaba lo suficiente discutido entre la pareja, decidieron solicitar al médico que realizara, en la clínica donde la atendían, la interrupción del embarazo por medio del aborto provocado, justificado con el diagnóstico que acababa de hacerles.


Esta acción en contra de la vida de un futuro ser, indefenso e incapaz de decidir su destino, se programó a las cuatro de la tarde del día siguiente, pero algunas alteraciones cardiacas de la madre retardaron la intervención quirúrgica y sólo pudo hacerse hasta las nueve de la noche, cuando creyeron tener las condiciones adecuadas para realizar la extracción del embrión que, en su silencioso reposo, reclamaba una oportunidad de vida.


Lamentablemente, el corazón de Jénifer no soportó y ahí mismo, en el quirófano, abandonó este mundo, dejando a Gildardo con un sentimiento de culpabilidad que lo martirizó por siempre, aún cuando volvió a casarse y su mujer le regaló la dicha de un hijo “normal” que era la adoración de la familia.


Por eso, este martirio le hacía oír todos los días, aproximadamente, a las nueve de la noche, aquella vocecita que hasta ahora ubicaba su procedencia: el cajón del buró, a un lado de su cama.


Con temor, abrió el cajón del mueble y encontró un sobre amarillo de donde brotaba nítida aquella voz débil, apagada y tierna que repetía: “papito, papito, papito…”.


Al momento de desanudar el cordón que aseguraba el sobre, recordó con claridad que ahí habían guardado la imagen del ultrasonido que le realizaron al bebé de Jénifer. Lo abrió y, con el alma en un grito, pudo ver cómo la figura destellaba en latidos incontenibles y, desde el plástico, la misma voz le dijo con suavidad: “Te quiero, papá…”.


No soportó más, se dirigió hacia el balcón de su habitación y se tiró hacia el patio. Abajo, rebotó sobre una enorme maceta lastimándose la columna vertebral, lo que le llevó a permanecer en silla de ruedas y a vivir a expensas de la ayuda de su mujer y de su hijo por el resto de sus días.


Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com

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