jueves, diciembre 16, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

Los malditos celos.



José I. Delgado Bahena


Era diciembre y se acercaba la primera posada. La gente andaba con su algarabía en las calles y, en las escuelas, los muchachos celebraban sus preposadas con convivios navideños para despedirse e irse de vacaciones. Las piñatas, el ponche, los aguinaldos y, por supuesto, las bebidas alcohólicas son elementos que nunca faltan en estas fiestas de los jóvenes que encuentran un buen pretexto para divertirse a su modo.


Fue un día de estos, precisamente, que Lulú empezó a sospechar que Miguel lo engañaba. Sus constantes salidas como inspector de reglamentos no le habían hecho desconfiar porque él seguía siempre un patrón en sus horarios, llegaba con su peculiar forma de ver la vida: entre broma y broma, y no dejaba de ser el amante perfecto que le había aportado ya una hermosa hija que era su adoración y lo tenía arrobado.


Sin embargo, una tarde que llegó de su trabajo le salió con la noticia de que tenía que regresar a un convivio de navidad que tendría con sus compañeros. Se bañó, se cambió y se perfumó. Lo que a Lulú le extrañó fue que usara una playera muy juvenil que ya no se ponía, porque un día dijo: “Me hace ver como chamaco”.


Después de esa ocasión, hubo otras que también sembraron en ella la duda y le hicieron florecer la sospecha de la infidelidad. Ya no jugaba con su pequeña hija y llegaba demasiado tarde a casa. ¡Vaya, ni siquiera se iba de parranda con sus amigos!


Detalles como estos llevaron a Lulú a buscar a un empleado que se quedara al frente del negocio de lavado de autos que habían puesto por el periférico, en una parte del terreno donde tenían su casa, y le encargaba la niña a su mamá para, con el corazón temblando y los ojos enrojecidos, seguir a Miguel en esas salidas que le hacían hervir la sangre en el infierno de los celos.


Para que él no la descubriera, dejaba su auto en el negocio y le pedía a un taxista, que era cliente asiduo y a quien, de antemano, le pedía mucha discreción, que la llevara detrás de Miguel.


Fue así como descubrió sus constantes visitas a una tortillería de Las Brisas, una colonia que está por el rumbo de la Universidad Autónoma de Guerrero, en donde siempre llegaba con algo entre las manos, al parecer obsequios que le entregaba a la dependienta. Ahí se pasaba las horas Miguel, platicando con aquella joven que, de lejos, Lulú veía como de veinte años, muy guapa, y que cada que llegaba él lo recibía con gran euforia y un beso en la mejilla.


Esta vigilancia le permitió, a Lulú, deshacer el nudo de sus sospechas y amarrar el de la confirmación de la infidelidad de su marido. Las visitas a la tortillería, las salidas a comer, los regalos y las idas al cine, no le dejaron dudas y comenzó a planear la manera de desahogar el mar embravecido que le revolvía el estómago y lo hacía rechazarlo en las frías noches de la temporada decembrina.


−Pues, mire, doñita –le dijo Pablo, el taxista que fue su cómplice en las pesquisas que realizó para confirmar sus sospechas−, yo conozco a alguien que por una lana les puede dar una calentadita a los dos, para que dejen de andar haciendo sus cosas.


−No –dijo Lulú−. Mejor consígueme una pistola para que yo misma les dé un susto y el tarugo de mi marido sepa de qué soy capaz si sigue de caliente con esa vieja.


−¿La quiere con balas o sin balas?


−Mejor con balas, por cualquier cosa –contestó resuelta Lulú.


A los dos días, Pablo llegó al autolavado con un objeto envuelto en una franela gris que resultó ser un arma de tiro, calibre 22, por la que le pidió una buena cantidad de dinero.


Ella dejó la pistola en el cajón donde guardaban el dinero de los autos que lavaban los trabajadores, y le pagó a Pablo lo convenido por el favor.


A partir de ese momento, Lulú esperaba la mejor oportunidad para una venganza que no tardó mucho.


Aquel día era 23 de diciembre y ella regresaba del mercado con las compras para preparar la cena de Navidad.


Antes de entrar a la casa, pasó al local porque escuchó unas risas femeninas al interior de un cuartito que habían improvisado como oficina. Lo que vio, desde una de las ventanas, la dejó helada: ahí se encontraban, su marido y aquella chamaca de la tortillería, con la que lo había visto en distintas situaciones.


La explosión que sintió en su cabeza le entorpeció los sentidos y la llevó hasta el lugar donde guardaba la pistola, la tomó y se dirigió hasta donde se encontraba la pareja.


Lo que hizo no fue lo planeado. El susto que pensaba darles se transformó en acción y sin dar oportunidad de nada, le disparó a ella dos tiros que terminaron con su vida de inmediato.


−¡¿Qué has hecho?! −Le interrogó Miguel con el espanto dibujado en su rostro.


−Lo que haré con todas tus amantes –contestó con voz temblorosa Lulú.


−¡Estás equivocada! –Le gritó Miguel− ¡Ella es mi hija! ¡Apenas supe de su existencia y he estado conviviendo con ella para conocernos! La traje para presentártela y explicarte cómo fue que pasó todo. ¡Oh, dios! −continuó−, pensaba cenar con nosotros en Navidad…


Lulú no dijo nada. En un impulso inesperado apuntó el arma hacia su pecho y disparó, terminando así con el infame remolino que le provocaron los malditos celos.


Escríbeme: jose_delgado9@hotmail.com

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