martes, agosto 31, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

Con olor a olvido
José I. Delgado Bahena
(Epistolario)
Es inútil, lo sé, escribirte donde todos leen, menos tú. Quizá por eso lo hago: porque nunca me atreví a decirte con palabras, de frente, lo que te dije en silencio con el aire de mis ojos. ¿Por qué fui siempre un maldito cobarde que se arrancó la piel, tira tras tira, desde la frente hasta las puntas de los dedos, antes de pedirte que te fueras? Un día quise hacerlo pero terminé vencido entre tus brazos, remando con mis dudas en las olas de tu cuerpo, bebiéndome tu aliento, tus ansias desbordadas y la frescura de tus besos.
Y así fue permanentemente.
Todavía me pregunto si te quiero a pesar de tus pasos ciegos, de tus palabras hirientes, de tus miradas llenas de desprecio. Digo que no y estoy muriendo, le grito al viento que sí y es el remedio.
Por fortuna me quedan mis huesos y mis dedos, la cama de mi abuela en la que a veces duermo y el sombrero de charro del tío José que rescaté, temblando, de su cajón de muerto. No es mucho lo que tengo pero es bastante. Ojalá un día me devuelvas las orillas de luz de mi luna plateada, la hormiga silenciosa, el péndulo dormido, el mar, los cascabeles y mi corazón que te llevaste en esa madrugada con los azules de oro que adornaban nuestra cama.
Por lo demás, es lo de menos. ¿Qué puede hacer el hombre que vive una vida prestada? Sólo una cosa: ser honesto y entregarla.
Cuídate mucho, no olvides que sin ti soy un ave que no vuela y que no canta.
***
A pesar de todo, te escribo.
Hay una nube de mosquitos rondando sobre tu recuerdo que no termina por dejarme.
Un día te dije que cuando te fueras de mi lado, moriría; pero el bueno de Dios dejó un ratito su pleito con las estrellas y me envió una gota de luz de sus ojos para iluminar mi soledad nocturna.
Hoy pensé en ti desde el amanecer, y las palabras, como moscas, se me insinuaron, golosas. Entonces, destapé el frasco de mis nostalgias y una a una las he derramado en este pedregal de corazones ciegos.
Por eso escribo sangre en vez de lluvia, y aún estoy en el desierto de mi vida sin luna. Un escorpión venenoso ha mordido mi cerebro y te pienso con llagas en la lengua y avispas en el cuerpo.
Eso es todo.
Maldigo tu recuerdo rodeado de mosquitos y maldigo la noche que enturbia mi descanso.
Voy a sembrar este día en la tierra del olvido para que no me duela pensar que aún te quiero.
***
Después de hablar y de tratar de explicar todo lo que no tiene otra explicación más que el desamor; después de explorar en la mirada, en el roce de los cuerpos, en el movimiento de las manos, en los gestos, en las palabras: todo se reduce al miedo, a la cobardía para decir lo que en la garganta quema y en el fondo del alma raspa.
Esto es más de lo que quiero escribirte, sin embargo. Ayer pensé en ti y recordé los días y las noches en las que nos comunicábamos ardiendo en el fuego de los sexos, con nuestros corazones enredados en el valor para enfrentar al mundo.
Y sin embargo, digo, nada ha quedado de lo que creíamos para siempre. ¿De quién fue la culpa? Es la pregunta que me hago cada noche rodeado del mutismo de tu ausencia. Y la mejor respuesta no me la dan ni el recuerdo de tus besos, ni tus abrazos, ni tus promesas falsas; la mejor respuesta, ahora, la entiendo en tu silencio.
***
Hoy me siento agradecido por todo lo que viví contigo. Y sé que soy un tonto, que debía aborrecerte por lo poquito que me quieres a cambio de lo mucho que te he amado. Pero te agradezco. Nunca me engañaste. Siempre supe que nuestra historia no tendría un final feliz, aunque muchas veces tratamos de ganarle la jugada al destino y nos creímos el sapo y la rana del cuento de hadas.
Ya ves: hoy me dices que me amas y que quieres estar por siempre a mi lado, sembrando sueños en la resequedad de nuestras nostalgias viejas.
Hace mucho te lo pedí, ¿recuerdas? Y tú, con una sonrisa, me dijiste: "imposible". Entonces, mi corazón se volvió azul violeta y se durmió en su cueva, invernando como un oso.
Sin remedio: el día que creímos lejano nos ha alcanzado y la luna taciturna guía nuestros pasos que nos separan y nos conducen por diferentes caminos; porque un día quise ser tu vida y no quisiste, y ahora que tú quieres, yo no quiero.
Adiós, cuídate.
Por lo poco que un día me quisiste, te agradezco.
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jose_delgado9@hotmail.com

jueves, agosto 26, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

Mala vida
José I. Delgado Bahena

−De por sí, le gusta la mala vida –eructó, Andrés, las ocho palabras a su compadre Alfonso ante la décima cerveza que tomaban en el billar de Paco−. Van cuatro veces que se va de la casa, con su madre, y siempre vuelve. Nomás me deja descansar de ella por una temporada y regresa. Cuando se da cuenta de que no iré a buscarla, ella misma empieza a llamarme y a decirme que si no me importan mis hijos, que si ya no la quiero, que si ya tengo otra vieja…
−¿Y qué le dices? –le interrogó el compadre, completamente interesado en su respuesta.
−Pues ya sabes, pinche compadre: “¿cómo crees? –le digo−, si no tengo ninguna otra, sabes que eres la única, mi vida, y claro que me importan mis hijos, pero pues, te los llevaste…”
−¡Ay, compadre! Un día de estos te va a dejar de deveras.
−No creo compadre, la tengo enganchada. Mira: lo que más les importa a las viejas es que les cumplas en las noches. Claro, hacen sus berrinches y todo, pero sólo para darse su importancia.
−Pues sí, compa, ¿pero si un día te cae en la movida con Lore?
−Ah, pues yo creo que no le quedará de otra que aguantar, ¿no crees? Salud, pinche compadre, ya hasta me estoy emocionando. ¿Y tú qué, a poco le eres muy fiel a mi comadre?
−Pues no –contestó Alfonso después de darle un gran trago a su cerveza−, la verdad no; pero, pues ya sabes, no me gusta andarlo platicando.
−No me salgas con eso compadre. Mira, si ninguna de la oficina te da jale, te presento a dos o tres amigas que conozco. Tienes que probar, nomás para que veas que el agua bendita se encuentra en cualquier olla.
−Mira compadre –dijo Alfonso con la lengua enredada−, la mera verdad, Luz y yo también tenemos problemas. Me grita, me insulta y me amenaza con dejarme. Un día le di un buen jalón de greñas y se calmó pero al otro día llegó mi pinche cuñado a reclamarme. Ya no la aguanto, compadre, y pues… también tengo mi movida.
−¡Ya ves, cabrón, ya sabía que eras de los míos! ¡Chúpale, compa: esto hay que celebrarlo! –exclamó Andrés al tiempo que levantaba la mano llamando a la mesera para pedirle otra cubeta de cervezas− A ver, dime: ¿con quién andas?
−No compadre, eso no. No me obligues a decírtelo. Quiero ser discreto. Mejor vamos a tomar. Y no soy como tú, compadre. Yo sí la quiero. Por eso me anda por dejar a tu comadre.
−¡Ja, ja, ja,ja! No me salgas tan puritano. Si es casada, no te preocupes. Te juro por mi madre que no saldrá de mi boca ni una palabra; o como dice tu ahijada: “mi pecho es una bodega”.
−No es que sea puritano. Pero creo que lo mejor es que no te enteres.
−Ah, chingá. ¿A poco la conozco?
−Pues sí. Pero ya no me hagas preguntas. Mejor dime: ¿por qué no dejas a mi comadre y te juntas con la Lore?
−A ver, a ver… ¿por qué tan interesado en que deje a mi vieja? ¿No será que andas con ella? –le escupió la pregunta a su compadre, inclinándose sobre los envases de cerveza y mirando a Alfonso directamente con sus enrojecidos ojos por el alcohol.
−¿Cómo crees?, pinche compadre. Mejor vámonos. Ya estás borracho.
−No, nada de que vámonos. Se me hace que veo moros con tranchetes –dijo Andrés−. A ver dime –le gritó−: ¿verdad que tú y mi vieja me están jugando chueco? ¡Confiesa!
−No lo veas así, compadre. De todos modos tú ya no la quieres, y pues… bueno, la verdad sí: ella y yo tenemos algo que ver, pero nos queremos a la buena.
−¡Ah, lo confiesas! ¡Desgraciado! –le interrumpió Andrés a Alfonso, quien se había puesto de pie en señal de querer retirarse.
En ese momento, el coraje encegueció a Andrés, tomó un envase y se lo rompió en la cabeza a Alfonso quien, aturdido por la sorpresa y el golpe, se fue al piso en donde Andrés le cayó encima y, tomándolo por las orejas, lo azotó sobre el pavimento provocando que su compadre perdiera el conocimiento.
Un respiro de Andrés les bastó a los demás clientes del billar para sujetarlo y permitir que Alfonso recibiera las primeras atenciones médicas. Después llegaría la ambulancia y una patrulla de la policía que Paco, el dueño, había llamado para contener a los rijosos compadres.
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domingo, agosto 22, 2010

AZUL COMO EL PECADO

MI RELIGIÓN ERES TÚ

Mi religión eres tú,
en ti confío, a ti me atengo,
a la luz de tus ojos,
por donde voy,
me encomiendo.

Eres mi fe,
en ti yo creo,
lo que digas he de hacer,
tú decide, yo obedezco.

En tus manos estoy,
tuyos son: mi mente,
mi corazón, mi carne, mis huesos;
cuando despierto pienso en ti
y con tu nombre, entre mis labios,
me duermo.

Tú me has dado nueva vida
y no sé si la merezco;
hágase tu voluntad:
por ti vivo,
por ti muero.

Para mí no hay otro dios
que este amor en el que creo;
tú sabrás qué me darás,
sea la gloria,
sea el infierno.

De tus manos como el pan
y será para los dos pan sagrado,
este pan nuestro,
porque eres mi religión
y el amor que tú me das
es el dios
en el que creo.

martes, agosto 17, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

“Ni cómo decir que no”
José I. Delgado Bahena
De niño le decían “El Rey”. Estaba de moda la película “El rey león” y en aquel entonces Beto se bañaba sólo cuando había eclipse y apestaba como los leones que traían en el circo. Por eso, desde que Beto, o mejor dicho: “El Rey” salía de su casa, todos sus amigos sabían que se acercaba por el fuerte olor que despedía.
¿Cómo iba a quitarse lo apestoso? ¿Cómo iba a saber que había un objeto que se llamaba jabón, si a sus siete años su padre los dejó, a él y a su madre, por irse a vivir con la dueña de la casa en la que trabajaba de chalán?
Pero Sabina, la madre, no lo iba a abandonar a su suerte. Como pudo: lavando ajeno y comiendo poco, lo mantuvo. Muchas carencias, poca escuela y nada de afecto hicieron que “El Rey” creciera con los puños cerrados y los dientes apretados. Dos camisas usadas, que le regaló doña Fulge, la del molino, y un pantalón de medio uso que Sabina compró en el tianguis de los jueves, fueron los regalos de quince años que recibió, más por caridad que por bendiciones.
−¡Quince añotes! −le dijo su madre−. Lástima, “mijo”, que no te pude mandar a la escuela. Si no, orita ya fuera tu clausura y tendrías tu madrina y te haría tu mole con un guajolotote para que te chuparas los huesos. Pero no. Ya ves: somos bien pobres.
−Madre –le dijo él−, no se apure. Pronto tomaré una decisión y ya verá que la sacaré de esta miseria en la que vivimos. Me andan invitando a un trabajo que nos va a dar mucho dinero.
−¡Ay, mijo! –exclamó Sabina con las manos sobre su cara−, no vayas a hacer cosas malas.
−No se preocupe. Sabré cuidarme. Usted nomás cierre los ojos y cuando menos se dé cuenta ya no estará en este cuchitril.
−¿Y quién te dará ese trabajo?
−No pregunte, madre. Usted, calle.
Desde entonces, Beto, el apestoso, se sacudió su apodo y empezaron a verlo con otras ropas y otros modos. Todos supieron a qué se dedicaba. De día y de noche andaba con su mochila en la espalda, como cualquier estudiante; primero a pie, después resultó que traía moto, con su casco y todo. Pocas veces convivió otra vez con los de su cuadra. Nomás lo veían pasar sin voltear a ver a sus antiguos compañeros de la infancia, los que le pusieron el apodo. Sabina iba al súper y regresaba en taxi con sus bolsas llenas de cosas. ¡Hasta les daba propina a los chamacos que le ayudaban a bajar todo lo que compraba!
Todo iba bien. Hasta que un día “El Rey” se bajó de su trono y comenzó a fanfarronear, ante sus viejos amigos, de los nuevos que le estaban dando a ganar mucho dinero. Hasta les ofreció un “pegue” de la buena, nomás porque ellos le pusieron el apodo que le había dado la buena suerte, les dijo.
Dos de los que estaban en la bola: Marcos, de dieciséis años y Luis, de doce, le aceptaron el obsequio a Beto y se fueron con él detrás de una barda a “periquearse”. “El Rey” montó en su moto y se fue, dejando a los dos chamacos bien drogados.
Nada hubiera pasado de no ser que en ese momento llegó Saúl, el padre de Luis, buscando a su hijo. Al hallarlo así: viendo elefantes rosas, se puso a indagar y ni cómo ocultarle la verdad, si todos sabían quién de la colonia se dedicaba a eso.
La denuncia la hizo Saúl, de manera muy discreta, a un número telefónico que encontró en un anuncio del ejército que aparece en el periódico, y en un operativo que pusieron por la entrada de Pemex, detuvieron a Beto. En su mochila llevaba algunos paquetes de mariguana y unas bolsitas con otros tipos de estupefacientes. Ni cómo decir que no. Ni cómo dar un paso de costado con tantas evidencias.
Ahora Beto está en la correccional. Le espera una larga condena y seguramente allí volverá a él su viejo mote de “El Rey, el apestoso”.
Sabina, tampoco ahora lo deja solo. Anda de casa en casa, pidiendo firmas para demostrar que su hijo era buena gente. Nadie le firma. ¿Pues cómo decir que no? ¿A ver, cómo?
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DESDE UNOS OJOS TIBIOS

(DEL LIBRO AZUL COMO EL PECADO)

Desde unos ojos tibios
he vuelto a mi soledad,
derrotado;
en las montañas lejanas,
el sol, que alumbraba mi camino,
se ha ocultado.

Y en esta oscuridad
regreso a mi dolor,
a mis manos huecas,
al sabor amargo.

Una espinita, apenas,
como alfiler de oro,
(y ha sido suficiente)
me ha matado.

¿Por qué habré permitido
que naciera esta flor
en mi viejo corazón
atormentado?

¿Cuándo cerré los ojos
para perderme en su risa,
en su amor cobarde,
ilusionado?

Desde unos ojos tibios
regreso a mi tristeza,
a mis sábanas frías,
al mar abierto de mi llanto.


JOSÉ I. DELGADO BAHENA

domingo, agosto 15, 2010

ENCRUCIJADA POÉTICA

NO PODRÁS
No podrás evitar el llanto
cuando recuerdes mi nombre,
cuando busques en otros ojos
la cariñosa luz de los míos;
no podrás escribir un poema
sin recordar mis suspiros
que rodaban generosos
por la piel de tus sentidos.
Y cuando estés a punto de dormir
e intentes abrazar la sombra de tu sueño,
no podrás olvidar las noches
en que, con amor,
te cubría con mis besos.
Entonces llorarás por tu destino,
por tener tu corazón, solitario,
quemándose de frío,
y extrañarás mis manos
en tus pechos encendidos;
y nuestras noches de pasión
será un secreto perdido
que esconderá tu memoria
cuando estés en otros brazos
imaginando
que te ha llegado el olvido.

martes, agosto 10, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

PINTOR DE ALMAS
José I. Delgado Bahena
Mi nombre es Fabián Barrera Cortés, tengo veintiséis años y soy pintor; no tan bueno como Velázquez, el maestro del barroco español, o el impresionista Monet; ni siquiera he llegado a ser lo bueno que es mi maestro Gerardo Mazón, quien me dio un curso en La Pérgola; no, no soy tan buen pintor como Félix Ocampo y Roselia Mendoza, ni siquiera pinto los paisajes de Lucas Martínez, pero lo que hago –apenas lo descubro− es pintar el alma, anticiparme, ser casi Dios, anunciador, profeta, director de la obra de teatro de la vida.
Ya sé, pensarán que estoy loco −y ojalá fuera así−. También lo creí al nacer mi único hijo y ver que su rostro era igualito a un bebé que pinté dos años atrás, cuando ni siquiera pensaba en casarme con Julia. En mi obra, dibujé unas manos masculinas que salían de la nada, unidas en posición de cuna, sosteniendo a un pequeño recién nacido. Al tener a mi hijo en casa, fue mi suegra –la maldita vieja metiche de siempre− la que identificó los rasgos de mi chavito con los de la pintura que tenía enmarcada, colgando en una de las paredes de la sala.
Efectivamente: los rizos, la frente amplia, la sonrisa, su nariz y hasta un pequeño lunar que por error le había quedado en una oreja al niño de mi dibujo, los tenía mi hijo.
Ahí comenzó todo. Al principio creí que eran puras coincidencias, pero la gente corrió el rumor de que mis cuadros vaticinaban acontecimientos, y todo tipo de personas me buscaban para que les dibujara sus anhelos, sus sueños, sus metas y sus ambiciones.
Comenzaron mis vecinos y gente muy humilde, pero después llegaron sacerdotes que querían ser obispos, médicos que querían ser presidentes municipales, maestros que querían ser directores, empleados que querían tomar el puesto de sus jefes; ¡vaya!, un día llegó un chavo que quiso que lo pintara de mujer y al poco rato ya andaba por las calles, todo pintarrajeado, con sus pantalones entallados y con su bolso. Lo curioso es que no a todos se les cumplían sus caprichos; aunque eso a mí no me importaba porque yo no les prometía nada, y como tenían fe, me pagaban mi buena lana por el cuadro al óleo, en tamaño de 40 por 50 cm, que les pintaba y se iban bien sugestionados.
Lo malo es que por estar metido en mi estudio, pinte y pinte, descuidé a Julia, mi vieja, y a mi chamaquito. Cuando me di cuenta, ya casi no me hablaban ni me esperaban a comer; nomás me dejaban el plato en la mesa y se iban a casa de la abuela que vivía a un lado de nosotros.
Como para recuperarlos me propuse hacer un retrato de mi vieja. Sólo que los demonios andaban sueltos y desde el boceto me di cuenta que las cosas iban mal, pero no pude parar y mi mano dibujó a Julia muy acaramelada con un fulano al que apenas había visto una vez; se trataba de Juan, un sobrino político de mi suegra que la visitaba, seguramente con el interés de tratar a mi mujer.
Desde ese momento me propuse borrar a la vieja del mapa e hice muchos bocetos en los que la dibujaba y moría de muy diferentes maneras: quemada, ahogada, atropellada, colgada, envenenada, etc., etc.
Y se cumplió. ¿No les digo que soy el dueño de las vidas de los demás?
Mi suegra murió ahogada, igualito que como la pinté: el fondo de mi cuadro es negro y a ella la puse en el centro de un círculo de agua verdosa. Su arrugada cara, sus ojos llenos de angustia y sus brazos extendidos con sus manos como garfios queriendo engancharse en el aire para no hundirse en el agua que se la tragaba.
El único problema fue que la mañana de ese día en que murió, estando yo, solo, almorzando los huevos con tocino que Julia me había dejado sobre la mesa, entró la maldita vieja con su cínica sonrisa, diciéndome: “No te vayas a enojar: mi hija se fue con Juan a dar una vuelta. Llevaron al niño al cine. ¡Cómo tú nunca tienes tiempo…!”
¡Maldita sea! ¡Tenía que llegar con su chisme en el peor momento! No aguanté más; me paré, la tomé de los pocos cabellos que le quedaban, la arrastré hasta el pozo que teníamos al fondo, en el jardín, y la tiré de cabeza, sin piedad. No merecía ni lástima, la inútil. La imagen que vi era la misma que yo había pintado en mi cuadro y que tenía bien escondido en la bodega, junto con los demás. Cuando vi que ya no se movía, salí corriendo y gritando, pidiendo ayuda. Iba pasando Ruperto, el electricista, con su escalera, y se apresuró a sacarla.
Como vi que nadie sospechó nada, saqué el cuadro y lo mostré durante el novenario. Les expliqué que para no alarmar a la familia lo mantuve escondido, pero que sabía que moriría así: ahogada.
Mi fama creció y me han buscado hasta deportistas que quieren que los pinte levantando la copa de campeones y un político que quiere ser gobernador.
Todos, todos quieren un retrato hecho por mí, por el “pintor de almas”.

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martes, agosto 03, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

AQUELLOS DÍAS
José I. Delgado Bahena
Alicia es hermosa. A sus veintidós años, la vida, y las rutinas diarias de los bailes de zumba aunadas a una alimentación cuidadosa, le han regalado un cuerpo delicioso, con las medidas tan perfectas que las blusas y los pantalones que acostumbra usar (nada de vestidos) le hacen resaltar una figura de concurso. Un día, sus compañeras del laboratorio de análisis clínicos donde trabaja le dijeron, entre broma y en serio, que si participaba para reina de la feria de la bandera, en una de esas y ganaba.
Pero Alicia, lo que menos quiere es ser reconocida públicamente. Además del hermoso cuerpo, la vida le ha regalado un rencor, y su atractivo es carnada para que los hombres muerdan el anzuelo y se prendan de su belleza para que ella, con fingidos sentimientos, los cautive haciendo que se enamoren y después dejarlos botados en el piso del desconcierto y encharcados en la angustia de la melancolía por su amor frustrado.
¿Por qué hace esto?
Hace siete años, cuando Alicia había terminado su educación secundaria y despuntaba ya la muchacha que sería ahora: piernas torneadas, pechos prominentes, labios sensuales y unos ojos enormes que adornaban su adolescente rostro; sus padres le dieron permiso de asistir a su convivio de generación que tuvieron en una disco, por la orilla de la ciudad.
Era la una de la mañana. Regresaba sola, a su casa, subiendo los escalones de las callejuelas de la colonia donde vivía, después de que el taxi la había dejado cien metros atrás y ella se internaba en esa semioscuridad con la confianza de quien ha transitado de por vida cada centímetro del rústico cemento, y ha pasado miles de veces por un pequeño predio sin habitar que está a mitad de su camino.
Y es ahí, precisamente, donde se escribió la historia de aquellos días.
Un grupo de jóvenes, no supo cuántos −cuatro o cinco, diría después a la policía−, le salieron al paso; la rodearon y la forzaron a quitarse la pequeña falda negra con la que había asistido a la fiesta, la violaron y la dejaron con un viento negro, amargo, ventilándole el alma.
Con lo que no contaron los atacantes, en la emoción de lo prohibido, fue que una ráfaga de luz que llegó desde la ventana de alguna casa cercana, se le estampó en la cara de uno de ellos a quien Alicia reconoció de inmediato como Jorge, compañero de su generación, pero de otro grupo, que en la fiesta le insistió y hasta le rogó que la acompañara a la pista. Primero, porque no era de su agrado, y además porque se advertía que había estado tomando, Alicia no aceptó.
La denuncia que hicieron los padres ante el ministerio público, fue inútil: Jorge, al único que acusaba Alicia, llevó veinte testigos que declararon a su favor diciendo que en ningún momento había abandonado la fiesta y que lo habían llevado a casa, muy borracho, a las cuatro de la mañana.
Un bebé que, para bien o para mal, a los dos meses de embarazo abortó, y el resentimiento contra los hombres, fueron los recuerdos que le marcaron para siempre.
Siete años después, cuando el perjuicio que le ocasionaron parecía haber quedado en el olvido, le llega a sus manos una forma de venganza.
En el laboratorio donde trabaja, es ella quien recibe las solicitudes de estudios. Es ella quien etiqueta las muestras. Es ella quien redacta los resultados.
Jorge no la reconoce y le pide el examen del VIH. Alicia hace el trámite. Le cobra el servicio y llama a su compañera para que le tome la muestra de sangre.
A las tres de la tarde se presenta él a recoger el resultado. Alicia ha salido a comer pero ha dejado su trabajo hecho. Su compañera entrega el sobre a Jorge con el falso resultado: positivo.
Al siguiente día los periódicos difunden la noticia: “El joven Jorge Robles, estudiante de la Universidad, se suicidó colgándose de la rama de un árbol de su casa”.
Alicia ha leído la noticia, deja el periódico a un lado para atender a un cliente que solicita su atención; después, desprende la hoja que le interesa del diario, la dobla y la guarda en su bolso con un suspiro hueco que ha brotado de la profundidad de su pecho. Sabe que desde ese momento una luz brilla sobre la oscuridad que le quedó en el alma por los recuerdos de aquellos días.
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