martes, agosto 10, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

PINTOR DE ALMAS
José I. Delgado Bahena
Mi nombre es Fabián Barrera Cortés, tengo veintiséis años y soy pintor; no tan bueno como Velázquez, el maestro del barroco español, o el impresionista Monet; ni siquiera he llegado a ser lo bueno que es mi maestro Gerardo Mazón, quien me dio un curso en La Pérgola; no, no soy tan buen pintor como Félix Ocampo y Roselia Mendoza, ni siquiera pinto los paisajes de Lucas Martínez, pero lo que hago –apenas lo descubro− es pintar el alma, anticiparme, ser casi Dios, anunciador, profeta, director de la obra de teatro de la vida.
Ya sé, pensarán que estoy loco −y ojalá fuera así−. También lo creí al nacer mi único hijo y ver que su rostro era igualito a un bebé que pinté dos años atrás, cuando ni siquiera pensaba en casarme con Julia. En mi obra, dibujé unas manos masculinas que salían de la nada, unidas en posición de cuna, sosteniendo a un pequeño recién nacido. Al tener a mi hijo en casa, fue mi suegra –la maldita vieja metiche de siempre− la que identificó los rasgos de mi chavito con los de la pintura que tenía enmarcada, colgando en una de las paredes de la sala.
Efectivamente: los rizos, la frente amplia, la sonrisa, su nariz y hasta un pequeño lunar que por error le había quedado en una oreja al niño de mi dibujo, los tenía mi hijo.
Ahí comenzó todo. Al principio creí que eran puras coincidencias, pero la gente corrió el rumor de que mis cuadros vaticinaban acontecimientos, y todo tipo de personas me buscaban para que les dibujara sus anhelos, sus sueños, sus metas y sus ambiciones.
Comenzaron mis vecinos y gente muy humilde, pero después llegaron sacerdotes que querían ser obispos, médicos que querían ser presidentes municipales, maestros que querían ser directores, empleados que querían tomar el puesto de sus jefes; ¡vaya!, un día llegó un chavo que quiso que lo pintara de mujer y al poco rato ya andaba por las calles, todo pintarrajeado, con sus pantalones entallados y con su bolso. Lo curioso es que no a todos se les cumplían sus caprichos; aunque eso a mí no me importaba porque yo no les prometía nada, y como tenían fe, me pagaban mi buena lana por el cuadro al óleo, en tamaño de 40 por 50 cm, que les pintaba y se iban bien sugestionados.
Lo malo es que por estar metido en mi estudio, pinte y pinte, descuidé a Julia, mi vieja, y a mi chamaquito. Cuando me di cuenta, ya casi no me hablaban ni me esperaban a comer; nomás me dejaban el plato en la mesa y se iban a casa de la abuela que vivía a un lado de nosotros.
Como para recuperarlos me propuse hacer un retrato de mi vieja. Sólo que los demonios andaban sueltos y desde el boceto me di cuenta que las cosas iban mal, pero no pude parar y mi mano dibujó a Julia muy acaramelada con un fulano al que apenas había visto una vez; se trataba de Juan, un sobrino político de mi suegra que la visitaba, seguramente con el interés de tratar a mi mujer.
Desde ese momento me propuse borrar a la vieja del mapa e hice muchos bocetos en los que la dibujaba y moría de muy diferentes maneras: quemada, ahogada, atropellada, colgada, envenenada, etc., etc.
Y se cumplió. ¿No les digo que soy el dueño de las vidas de los demás?
Mi suegra murió ahogada, igualito que como la pinté: el fondo de mi cuadro es negro y a ella la puse en el centro de un círculo de agua verdosa. Su arrugada cara, sus ojos llenos de angustia y sus brazos extendidos con sus manos como garfios queriendo engancharse en el aire para no hundirse en el agua que se la tragaba.
El único problema fue que la mañana de ese día en que murió, estando yo, solo, almorzando los huevos con tocino que Julia me había dejado sobre la mesa, entró la maldita vieja con su cínica sonrisa, diciéndome: “No te vayas a enojar: mi hija se fue con Juan a dar una vuelta. Llevaron al niño al cine. ¡Cómo tú nunca tienes tiempo…!”
¡Maldita sea! ¡Tenía que llegar con su chisme en el peor momento! No aguanté más; me paré, la tomé de los pocos cabellos que le quedaban, la arrastré hasta el pozo que teníamos al fondo, en el jardín, y la tiré de cabeza, sin piedad. No merecía ni lástima, la inútil. La imagen que vi era la misma que yo había pintado en mi cuadro y que tenía bien escondido en la bodega, junto con los demás. Cuando vi que ya no se movía, salí corriendo y gritando, pidiendo ayuda. Iba pasando Ruperto, el electricista, con su escalera, y se apresuró a sacarla.
Como vi que nadie sospechó nada, saqué el cuadro y lo mostré durante el novenario. Les expliqué que para no alarmar a la familia lo mantuve escondido, pero que sabía que moriría así: ahogada.
Mi fama creció y me han buscado hasta deportistas que quieren que los pinte levantando la copa de campeones y un político que quiere ser gobernador.
Todos, todos quieren un retrato hecho por mí, por el “pintor de almas”.

Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com

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