martes, agosto 17, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

“Ni cómo decir que no”
José I. Delgado Bahena
De niño le decían “El Rey”. Estaba de moda la película “El rey león” y en aquel entonces Beto se bañaba sólo cuando había eclipse y apestaba como los leones que traían en el circo. Por eso, desde que Beto, o mejor dicho: “El Rey” salía de su casa, todos sus amigos sabían que se acercaba por el fuerte olor que despedía.
¿Cómo iba a quitarse lo apestoso? ¿Cómo iba a saber que había un objeto que se llamaba jabón, si a sus siete años su padre los dejó, a él y a su madre, por irse a vivir con la dueña de la casa en la que trabajaba de chalán?
Pero Sabina, la madre, no lo iba a abandonar a su suerte. Como pudo: lavando ajeno y comiendo poco, lo mantuvo. Muchas carencias, poca escuela y nada de afecto hicieron que “El Rey” creciera con los puños cerrados y los dientes apretados. Dos camisas usadas, que le regaló doña Fulge, la del molino, y un pantalón de medio uso que Sabina compró en el tianguis de los jueves, fueron los regalos de quince años que recibió, más por caridad que por bendiciones.
−¡Quince añotes! −le dijo su madre−. Lástima, “mijo”, que no te pude mandar a la escuela. Si no, orita ya fuera tu clausura y tendrías tu madrina y te haría tu mole con un guajolotote para que te chuparas los huesos. Pero no. Ya ves: somos bien pobres.
−Madre –le dijo él−, no se apure. Pronto tomaré una decisión y ya verá que la sacaré de esta miseria en la que vivimos. Me andan invitando a un trabajo que nos va a dar mucho dinero.
−¡Ay, mijo! –exclamó Sabina con las manos sobre su cara−, no vayas a hacer cosas malas.
−No se preocupe. Sabré cuidarme. Usted nomás cierre los ojos y cuando menos se dé cuenta ya no estará en este cuchitril.
−¿Y quién te dará ese trabajo?
−No pregunte, madre. Usted, calle.
Desde entonces, Beto, el apestoso, se sacudió su apodo y empezaron a verlo con otras ropas y otros modos. Todos supieron a qué se dedicaba. De día y de noche andaba con su mochila en la espalda, como cualquier estudiante; primero a pie, después resultó que traía moto, con su casco y todo. Pocas veces convivió otra vez con los de su cuadra. Nomás lo veían pasar sin voltear a ver a sus antiguos compañeros de la infancia, los que le pusieron el apodo. Sabina iba al súper y regresaba en taxi con sus bolsas llenas de cosas. ¡Hasta les daba propina a los chamacos que le ayudaban a bajar todo lo que compraba!
Todo iba bien. Hasta que un día “El Rey” se bajó de su trono y comenzó a fanfarronear, ante sus viejos amigos, de los nuevos que le estaban dando a ganar mucho dinero. Hasta les ofreció un “pegue” de la buena, nomás porque ellos le pusieron el apodo que le había dado la buena suerte, les dijo.
Dos de los que estaban en la bola: Marcos, de dieciséis años y Luis, de doce, le aceptaron el obsequio a Beto y se fueron con él detrás de una barda a “periquearse”. “El Rey” montó en su moto y se fue, dejando a los dos chamacos bien drogados.
Nada hubiera pasado de no ser que en ese momento llegó Saúl, el padre de Luis, buscando a su hijo. Al hallarlo así: viendo elefantes rosas, se puso a indagar y ni cómo ocultarle la verdad, si todos sabían quién de la colonia se dedicaba a eso.
La denuncia la hizo Saúl, de manera muy discreta, a un número telefónico que encontró en un anuncio del ejército que aparece en el periódico, y en un operativo que pusieron por la entrada de Pemex, detuvieron a Beto. En su mochila llevaba algunos paquetes de mariguana y unas bolsitas con otros tipos de estupefacientes. Ni cómo decir que no. Ni cómo dar un paso de costado con tantas evidencias.
Ahora Beto está en la correccional. Le espera una larga condena y seguramente allí volverá a él su viejo mote de “El Rey, el apestoso”.
Sabina, tampoco ahora lo deja solo. Anda de casa en casa, pidiendo firmas para demostrar que su hijo era buena gente. Nadie le firma. ¿Pues cómo decir que no? ¿A ver, cómo?
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jose_delgado9@hotmail.com

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