sábado, agosto 27, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

Por confiado.

José I. Delgado Bahena


La noche en que matamos a Miguel, creo que ni él se lo esperaba. Siempre vivió confiado en sus ideas y pensaba que, por justicia y por ser hombre, tenía el derecho de andar con cuanta mujer se le pusiera enfrente. “De por sí son unas ofrecidas, y uno que nomás está queriendo…”, decía cada que le preguntaban sobre su comportamiento.
Según él, lo mejor era buscarse amantes que fueran casadas, para no tener que meterse en problemas con embarazos o con casorios.
En el pueblo, todos supimos que anduvo con Fernanda, la tamalera, con Lucía, la esposa de Juan, que hasta compadre lo hicieron cuando el chamaco −que según dicen, era de él y no de Juan− hizo su primera comunión. Anduvo también con Teresa, la de la tienda; con Luvina la mujer de Cenobio quien sí se enteró y, en vez de meterse en líos con Miguel, mejor se fue a los Estados Unidos; se enredó con Lola, la de la fonda que casi siempre estaba sola porque Sergio, el marido, andaba de albañil haciendo trabajos por Cuernavaca y sólo venía los fines de semana.
Esos son los trapitos que le conocimos de antes que se casara; y no es que lo anduviera contando él, las mismas viejas se lo confiaban a las amigas, dizque en secreto, y ellas a los maridos, en las noches, después de desahogar las calenturas y pues… ellos llegaban al billar donde, ya briagos, se les aflojaba la lengua y soltaban la sopa.
Todos sabíamos sobre las andanzas de Miguel, menos los interesados. La verdad, en ocasiones, cuando veíamos que él salía del billar, mejor nos íbamos a las casas, no fuera a ser que se le ocurriera ir a chiflar a nuestras puertas.
Cuando se casó con Laura, la hija de Alfonso, pensamos que definitivamente iba a sentar cabeza y dejaría en paz a nuestras mujeres; pero no fue así: quién sabe cómo le hacía con su vieja, pero los chismes siguieron y nos enteramos de que, incluso, ¡hasta a la esposa del comisario le había dado su entretenimiento!
Lo que sea, no sé qué le veían las mujeres. Bueno, sólo que fuera porque de muchacho lo apodábamos el “burro” y las viejas hayan querido comprobar por qué de su apodo, sólo que haya sido por eso.
Todo habría ido bien para Miguel, si no es porque llegó al pueblo don Guillermo, con su vieja, bien buenota. Llegó contando que se la había encontrado en un teatro de México, que era bailarina y que se habían casado en Iguala. Él no era del pueblo, pero conocía a Teófilo, quien le vendió un terrenito cerca de la laguna, y ahí se hizo su casita, antes de que se les ocurriera a los comerciantes poner sus grandes restaurantes.
Todos nos admiramos de que ese señor, ya grande y todo feo, se hubiera conseguido a esa güerota, más joven que él y bien bonita; hasta pensamos que a lo mejor era rico y por eso ella lo había aceptado; pero no, porque cuando ella salía por el pan y las tortillas, platicaba que no tenían servidumbre y que Memo, como le decía a su marido, iba a trabajar todos los días a la ciudad en un taller de reparación de calzado.
Cuando Miguel se enteró de esto, vimos que le brillaron sus ojitos y, con el pretexto de vender sus mojarras que pescaba por las mañanas, llegó a la casa de la güera y le ofreció su mercancía.
En realidad él no salía a vender, lo hacía Laura, pero no desaprovechó la oportunidad cuando vio que don Guillermo subía al camión con una maletita entre sus manos y ni ésta se le escapó.
Lo que Miguel no sabía, era que don Guillermo no iba a trabajar, sino a vender mariguana que sembraba en la parte trasera de su casa, del lado del terreno de Andrés quien lo sorprendió un día y nos contó el secreto una noche, en el billar.
Por él supimos que por las noches salía en su moto a llevarles el vicio a los chamacos del otro pueblo que está por nuestro rumbo, y que Miguel aprovechaba para hacerle la visita a la güera de don Guillermo.
Entonces, urdimos un plan para acabar con la inquietud que teníamos con respecto a Miguel y de paso deshacernos de este señor que enviciaba a los muchachos.
Nos pusimos de acuerdo y lo anduvimos cazando. Esa noche estuvo en el billar, nomás fumando, estuvo muy platicador y hasta nos invitó una ronda de cervezas. Cuando salió, nos reunimos con Fernando, el coime, y le pedimos prestadas las bolas de billar.
Ya en la calle, lo seguimos sin que se diera cuenta y luego vimos que iba derechito a la casa de la güera. Antes de que brincara el tecorral para entrar a la casa, lo alcanzó Andrés y le dijo: “Oye, vale, ¿me invitas un cigarro?” Miguel no respondió porque no tuvo tiempo. Con el mingo en su puño, Andrés le dio tal guamazo en la cara que lo tiró sobre un charco que había junto a la tranca de la casa de don Guillermo; entonces, le caímos todos los que nos habíamos juntado en el billar y le dimos tantos golpes en la cabeza con las bolas de marfil que de segurito murió enseguida.
Cuando vimos que ya no se movía, lo dejamos ahí para que le echaran la culpa a don Guillermo. Así fue. Al otro día, cuando la policía llegó, se entregó solito porque pensó que iban tras él, por su negocio; pero, de paso le achacaron el muertito porque, pues, no faltó quién declarara que su vieja le ponía el cuerno con Miguel, a quien le llegó su mala hora nomás por confiado.


Escríbeme:
jose_delgado9@hotamil.com

martes, agosto 23, 2011

ENROQUE POÉTICO

HE MORIDO LA LUNA


HE MORDIDO LA LUNA EN SU ESCONDRIJO

Y ME SUPO A NOSTALGIA Y PIEL DE HUMO;

SOY UNA SUSTANCIA EXTRAÑA QUE TRASPIRA

DESDE LA TIERRA INERTE ABANDONADA.

HE DESCENDIDO A TIENTAS

POR LA GRIS TESITURA DE TU CUERPO

Y EXTRAVIÉ LA POLICROMÍA DE LA NOCHE

EN TUS OJOS CERRADOS, SIN RECUERDOS.

POR ESO ESTOY AQUÍ: DESVENTURADO,

CON MIS COYUNTURAS ROTAS

Y CON ESCARABAJOS EN MIS VENAS;

SÓLO ESPERO LA LUZ DEL ASTRO ROTO

PARA VERIFICAR MI PERMANENCIA.

LA VIDA ES UNA PLUMA.

sábado, agosto 13, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS


SEIS

Era diciembre: las fiestas, los abrazos, las celebraciones, los convivios.
En casa de Fátima no participaban de estas festividades debido a sus creencias religiosas. Ella le contó a Alejandro que cuando los vecinos organizaban alguna pachanga, sus padres ordenaban que salieran de casa y se iban de visita a la casa de la abuela, o a alguna otra parte, para no estar presentes y tener una justificación por no acompañarlos.
Cuando regresaban, estas personas les habían apartado algunos platillos de los que habían comido y ellos los recibían, para no parecer groseros, y estando en casa discutían si se los comían o no, pero siempre terminaban disfrutándolos.
En la misma plática, le confió que tenía otros tres hermanos, mayores que ella: dos hombres, uno de ellos casado, y otra mujer con quien compartía habitación―, que ninguno estudiaba, todos trabajaban, y que eran una familia muy unida, que se apoyaban en todo y eran la envidia de otros parientes que tenían muchos problemas con sus hijos.
Fátima buscaba con más frecuencia a Alejandro en la escuela y lo acompañaba, de salón en salón, en sus clases diarias. Le ayudaba a calificar los trabajos y estuvo con él en los convivios que, por las fechas decembrinas, se organizan con los alumnos de cada grupo.
Alejandro la buscaba por teléfono y le enviaba mensajes muy románticos, de grandes promesas y fuertes compromisos.
Mañana me iré de vacaciones le dijo un día que se encontraba con ella en el “Rinconcito azul”. Te prometo que vendré a verte al menos en dos ocasiones. Ya veré qué pretexto pongo.
—Sí —le dijo ella—, no te preocupes, te prometo que me portaré bien. Además, estaremos en contacto. Te enviaré un mensaje siempre que esté desocupada y que no esté mi jefe cerca.
—Te extrañaré mucho. Necesito oír tu voz —dijo Alejandro—. Te llamaré cuando pueda hacerlo, al menos para saludarte.
Ahí, en el “Rinconcito azul”, se besaron, haciendo público su amor y con ello él sintió que adquiría peso, consistencia; por eso, cuando iban en el taxi, camino a casa de Fátima, Alejandro, al sentirla tan cerca, al aspirar su perfume, beber de su aliento, recrear su mirada en sus ojos, se preguntaba: “¿Hasta cuándo aceptará que tengamos intimidad? Entiendo que ella tenga aún sus dudas por la diferencia de edades, pero yo no dudo: si me busca es porque se siente a gusto conmigo y, si por mí fuera, le pediría que viviéramos juntos. Me quiere, lo advierto en su mirada, en sus palabras; sin embargo, cuando, en la casa estuvimos a punto de hacer algo más, me rechazó con el pretexto de que en la otra recámara se encontraba Luis. Y aunque me ha mostrado, con su comportamiento, que la aproximación sexual es posible, no me garantiza que realmente sea así —continuó para sí mismo—; pero me ha dicho que tenga paciencia, que llegará el día en que se entregará sin reservas y será más bonito, con responsabilidad.
Y eso es lo que me tiene con los pies en el aire –continuó con sus reflexiones−, ¿por qué me dijo, un día, que no rechazaba el encuentro sexual, que lo veía normal, pero a su tiempo? ¿Cuándo será el tiempo?”
Él se dijo que este receso les serviría a ambos para darse cuenta de lo que realmente querían. Y ahora, al regresar al departamento, llevaba a cuestas la angustia por dejar de verla, pero también las dudas que algunas conductas de ella le habían sembrado en su corazón.
Recordó que hacía unas dos semanas, antes de que Luis se fuera de vacaciones a Querétaro, se encontraba en su penúltima clase de la tarde; después de esperar durante todo el día que ella se comunicara, porque así habían quedado, y Fátima se lo había prometido, no aguantó más y le marcó. El teléfono celular le enviaba directamente al buzón, lo que indicaba que lo tenía apagado o (disfrazó su temor) estaba en el metro haciendo algún encargo de la oficina, pero le marcó a su amiga, Julieta, para preguntarle si sabía algo.
—“Bueno, ¿quién habla?” –contestó ella.
—“Hola, soy Alejandro —se escuchaba, del otro lado de la línea, un gran escándalo de personas y de música―, disculpa que te marque, Fátima me dio tu número.”
—“Ah, ¿quieres hablar con ella?” ―le ofreció Julieta.
—“Sí, ¡¿está ahí, contigo?!” —lo dijo con una mezcla de preocupación, asombro y hasta coraje.
—“Sí, ahorita te la paso.”
Escuchó que le gritaba. Claramente se advertía un ambiente festivo, escandaloso. Mil pensamientos cruzaron por su mente.
—“Hola, ¿cómo estás? —contestó Fátima—, no te he llamado porque se me terminó el saldo. Estoy con Julieta, en una fiesta, con algunos compañeros de su escuela —evidentemente, por la euforia con la que hablaba, era claro que se había tomado algunos tragos—, ella fue a buscarme a la oficina y me pidió que la acompañara, pero ya nos vamos a ir. ¿Nos vamos a ver?”
—“No sé —lo dijo en un tono muy serio—, tú dime si quieres verme.”
—“Sí, si quiero. Ah, ¿qué crees?, ¿a quién crees que nos encontramos?”
—“No sé —dijo Alejandro, temiendo escuchar la peor noticia, el más feo de los encabezados del más amarillista de los periódicos—, dime.”
—“A mi ex —dijo Fátima—, iba acompañado de una chica, le quise saludar pero no me hizo caso, se fueron para otro lado, muy rápido, casi corriendo. Julieta y yo los seguimos, pero se nos perdieron.”
—“¿Y para qué los siguieron?” —preguntó, con la garganta incendiada por la rabia de los celos.
—“No sé. Quizá para verlo. ¿Cómo ves?”
—“Que fue una estupidez” —le contestó con su corazón hirviendo en un caldero.
—“No, fue amor. Claro, el que le tuve, porque ahora sé que a quien amo es a ti. Y no me importa que mucha gente me esté oyendo. ¡Óyelo: te amo! —le gritó—: ¡Te amo!, no lo dudes, niño.”
Se escuchaban risas, música, la voz de su amiga que le pedía el teléfono. Al fin pudieron hablar, Julieta y él.
—“Hola —dijo Julieta—, como ves: nos tomamos unas copas aquí, en la fiesta. ¿Se van a ver?”
—“Sí —contestó Alejandro, apesadumbrado, preguntándose sobre las condiciones  en que se encontraba Fátima.”
—“¿En dónde quedaron que se verían?”
—“No quedamos, pero dile que la espero a las siete, en el Rinconcito azul.”
—“Sí, ahí te la llevo, no te preocupes” —prometió Julieta.
—“Gracias, adiós” dijo Alejandro dando por terminada una conversación que le había dejado un raro sabor de boca.
“¿Qué pasaba con Fátima y con su amiga? –se preguntó−, ¿por qué se escuchaban, las dos, como que habían bebido de más?”
Su corazón le advertía de una amenaza, pero su amor exorcizó todas las ideas que le hacían sentir desconfianza, temor, preocupación... ¡celos!
Aún le faltaba por dar una clase ―siguió recordando Alejandro― y todavía tenía que pasar a la dirección para solicitarle permiso a la directora a fin de faltar a sus labores el día siguiente, ya que deseaba pasar todo el día con Fátima.
Al llegar al restaurante, notó que aún no se encontraban ahí Fátima y su amiga. Se sentó en el lugar de costumbre, que por suerte no estaba ocupado, y pidió una jarra de té. Mientras esperaba, escribía algunas frases que le nacían por lo que le había dicho Fátima por teléfono: “Te amo”. Nunca le había confirmado ese sentimiento tan abiertamente; si acaso se lo dejaba entrever por los mensajes en el celular o por alguna canción que le dedicaba, pero ahora era distinto y se sintió dichoso.
Al poco rato llegó Julieta, se presentó ante Alejandro y le dijo que Fátima lo esperaba afuera. Salió en su busca. La encontró sentada, junto a la puerta de un instituto que a esa hora se encontraba cerrado. Ella, al verlo, se levantó y lo abrazó. Le dijo que lo amaba, que no le importaba lo que dijera la gente y lo besó, se besaron; sin embargo, Alejandro advirtió que ella olía, evidentemente, a licor y le pidió que fueran al departamento de él para que se tomara un café. Julieta, quien observaba la escena y después de decirle a Alejandro: “mucho gusto en conocerte”, se disculpó, dijo que tenía que irse y se dirigió a la estación del metro.
Ellos tomaron un taxi y se dirigieron al departamento de Alejandro. Ahí se encontraba Luis quien, al verlos, se extrañó por el estado eufórico de Fátima. No era para alarmarse pero, por supuesto, estuvieron de qcuerdo en que no podía llegar así a su casa.
Hicieron, entre Alejandro y Luis, todo lo posible para que Fátima recuperara su estado habitual, desde prepararle un café cargadísimo hasta mojarle la cabeza con agua fría. Al poco rato estuvieron de acuerdo en que ya se veía mejor y Alejandro le ofreció llevarla a su casa.
Salieron a la calle, ella aún con el paso inseguro por los efectos de los tragos que había tomado y él con la angustia por no saber de qué manera la tratarían sus padres si se dieran cuenta del estado en que iba.
—“No te preocupes —le dijo Fátima en el interior del taxi y recargada en su hombro—, son tan distraídos que, por estar viendo la televisión, ni verán cuando entre. La única que sabrá será mi hermana, que duerme conmigo en la misma habitación, pero no me delatará.”
—“Bueno, por favor, me avisas con un mensaje sobre lo que ocurra” —dijo Alejandro, antes de que ella descendiera del taxi.
—“Está bien, nos vemos” —dijo ella, le dio un beso y entró a su casa.
Al regresar Alejandro a su departamento, aún con una llama quemándole el cerebro, terminó de escribir el poema que había iniciado en el “Rinconcito azul”.
Y esos fueron los detalles que al irse de vacaciones no le dieron la tranquilidad para estar bien con su familia.
Alejandro mismo reconocía la molestia que sentía al escuchar, de parte de Fátima, mil excusas para no verse; pero la que más le inquietaba, era que dijera: “Quedé con Julieta en que íbamos a salir juntas”.
El amor que sentía por ella le llevaba a creerle todo, pero en ocasiones ya no sabía qué pensar cuando le decía: “Pedí permiso y vine a acompañar a Julieta para hacer unos trámites, o a su escuela, o simplemente, de compras”. Entonces, desconfiaba y las dudas, con sus lanzas de pedernal, le aguijoneaban el corazón.
En esos momentos se ponía un casco protector para que las heridas, al menos, le dejaran limpios los sentidos y así: desarmado, se enfrentaba a Fátima en la batalla por el poder del contrasentido en el amor.
Y eso le agobiaba: “¿hasta dónde llegará mi resistencia para seguir siendo, solamente, el amante quinceañero que ella maneja a su capricho?” Se hacía esta pregunta catorce veces en una hora y las catorce veces se respondía que debía tener paciencia pero, al parecer, para ella, el tiempo era aún la palabra que no se había inventado y la vida, el futuro, lo seguro, no significaba más que una sutil trampa para lograr la posesión del otro, permanente y definitivamente.
Con todo esto, y a pesar de, su relación, creía él, caminaba hacia algo confiable y serio. Se hacía planes, imaginaba, incluso, ¿por qué no?, la separación definitiva de su esposa para vivir, sin tener que esconder nada, con Fátima.
Y así, con estas esperanzas se fue de vacaciones a su tierra natal, con sus padres, sus hermanos, su mujer y sus hijos.
Llevaba, por supuesto, en su equipaje, la promesa de Fátima, para él, de pensarlo y de esperarlo y de él, para ella, la de regresar durante este periodo, al menos dos veces para verla.
Con esa ilusión se fue. Pero la prueba que el destino les tenía preparada a ambos sería más difícil de superar que la cita médica que pensaba tomar como pretexto, en su casa, para regresar a la Ciudad de México.

miércoles, agosto 10, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

De por sí que soy risueño…
José I. Delgado Bahena
El día en que Victorino le puso una golpiza al conductor de la combi quien, por querer ganarle el paso, a él, que conducía su moto frente al mercado de las flores, y le había golpeado una salpicadera con uno de los manubrios, no imaginó que su refrán se volvería en su contra.
“De por sí que soy risueño, y luego que me haces cosquillas…”, decía siempre para burlarse de las amenazas. Pero ese día había salido todo enchilado de su casa por la conversación tan áspera que había tenido con Magda, su mujer, y buscaba no a quien se la debía, sino quien se la pagara.
Todo había comenzado en la noche anterior cuando, sin apagar la tele de la sala, entró al baño y Magda le gritó:
―¡¿Todavía vas a ver la tele, o la apago?!
―¡La estoy oyendo! ―contestó él mientras aligeraba los intestinos.
Su mujer no hizo caso y apagó el aparato. Él salió y la buscó en la cocina, junto al refri, donde acomodaba las gelatinas que Luis, su hijo menor, vendería al día siguiente en el mercado.
―¿Por qué apagaste la tele, perra?
―Porque ya no la veías, y como la luz se gasta en balde…
―Pues, es la última vez que lo haces, eh… A la otra te voy a poner una madrina que ni tu pinche madre te va a poder quitar.
―Con mi madre no te metas, infeliz ―le advirtió ella―. No se te olvide que el presidente municipal es su amigo y no te la vas a acabar.
―Huy, sí. Pues dile que no se confíe. Se cree mucho porque es la líder de los puesteros del centro, pero pronto se le acabará el negocito y a ver luego a quienes explota.
―Eso no te importa, pendejo, y en vez de estarla criticando deberías buscar trabajo para no estar de mantenido ―le escupió Magda en el rostro.
―¡¿Ah, sí?! O sea que ya te cansaste de apoyarme en lo que encuentro un empleo digno… No te preocupes, en cualquier chico rato me iré y no me verán ni el polvo.
―Pues te estás tardando, ¿no crees? Mejor apúrate porque tal vez sea yo la que te dé la sorpresa ―dijo Magda cerrando la conversación al salir de la cocina y dirigirse al baño.
Por eso, su día no pintaba nada bien; y porque a esa hora, en que ocurrió el incidente con el “combiero”, las horadadas calles del lugar estaban repletas, tanto por la gente que acudía al mercado, como por los puestos de los vendedores informales que habían ido ganando terreno, en los últimos dos años en que las autoridades municipales se habían enfrascado en líos internos en vez de resolver los asuntos que la ciudadanía les reclamaba.
Él salió de su casa con la esperanza de que en la calle encontrara alguna distracción y poder olvidar las broncas con su mujer quien, sólo porque su madre le había conseguido un permiso para tener un local de verdura en el mercado ―y pagaba la mayor parte de los gastos―, se creía la de los pantalones en su familia.
Victoriano, a pesar de haber querido eludir el encontronazo con la combi de la 24 de febrero, no pudo hacerlo ante el riesgo de golpear a una señora que, con dificultad, se abría paso entre la multitud y, sin remedio, tuvo que enfrentar al iracundo conductor quien bajó de la combi y, sin decir “agua va”, le soltó un puñetazo que le rompió el labio inferior con una herida que le hizo probar la sangre de su boca lastimada.
Por el golpe, Victoriano fue a dar al charco que se formó en uno de los muchos baches que hay en esa calle y la moto quedó sobre una de sus piernas. Dos jóvenes le ayudaron a levantarse y él de inmediato saltó sobre el individuo que le había roto la boca.
Por la sorpresa, el conductor de la combi no resistió el empellón que Victoriano le dio y ambos fueron a dar al piso. El “combiero” quedó debajo de Victoriano quien, aprovechando lo ventajoso de su posición, descargó tal cantidad de golpes sobre el rostro de su agresor que, de no ser por Magda, seguramente habría necesitado un par de operaciones reconstructivas en su cara para volver a ser reconocido.
Cuando su mujer llegó, que había dejado el puesto de verduras por recibir el aviso de que su marido se peleaba en la calle, creyó que el apoyo era para él
―¡Déjalo infeliz! ―gritó ella al tiempo en que tomaba de la camisa a Victoriano y lo apartaba del maltratado “combiero”― Deberías ser bueno para trabajar, no para golpear a gente decente ―dijo, inclinándose hacia el rival de su marido; luego, con una franela que extrajo del delantal, le limpió el lodo y la sangre de las heridas que los golpes de Victoriano habían provocado en el conductor de la combi quien resultó ser, también, su rival en amores.
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jose_delgado9@hotmail.com

sábado, agosto 06, 2011

LA NOCHE DE LAS CABRAS

CINCO
El primer sábado, después de su plática con Luis, Alejandro fabricó una oportunidad para que Fátima y su sobrino se conocieran.
Sabiendo que Luis no tenía mucho trabajo de la escuela, le propuso que fueran al cine e invitaran a Fátima. Luis estuvo de acuerdo y Alejandro le llamó inmediatamente para hacerle la propuesta.
—¡Hola!, ¿cómo estás? Creí que te habías ido a ver a tu familia —contestó Fátima.
—Bien, gracias. Te llamo para invitarte al cine en compañía de Luis, para que se conozcan.
—Mmm...—se escuchó del otro lado―, no sé si sea una buena idea.
—¿Por qué?
—Porque aún no hemos definido nada y no sé cómo me sentiré. Tal vez me incomode un poco.
—Pero, ¿no crees que puede ser una buena manera de ir definiendo esto?
—No sé. ¿No crees que vas de prisa?
—Claro que no. Sé bien lo que siento por ti, pero si aún tienes dudas…
—No te enojes ―dijo Fátima, cambiando un poco el tono de su voz—. Sí voy, sólo déjame ver qué le invento a mi madre, como hoy no trabajo...
—Bueno, pero no te sientas presionada.
—No, no te preocupes. ¿A qué hora quieres que nos veamos?
—A las tres, ¿te parece bien?
—Sí, está bien. ¿En dónde?
—¿Qué te parece si en Galerías, junto al VIPS? Así aprovecharemos para comer y platicar un poco antes de entrar al cine.
—Sí, como gustes —consintió Fátima.
—Bueno, al rato nos vemos.
Alejandro hubiera querido continuar conversando con ella para seguir escuchando esa voz que le derretía los tímpanos, pero Fátima colgó inmediatamente y él no tuvo tiempo para decirle un primer “te quiero” por teléfono.
En punto de las tres de la tarde, Alejandro y Luis se encontraban ya en el sitio acordado, en espera de Fátima. Aunque la época no era para esperar lluvias, algunas nubes comenzaban a cubrir el cielo ensombreciendo un poco el ambiente y un leve viento soplaba, presagiando, al menos, una llovizna. La temperatura empezó a bajar, por lo que Alejandro se puso una chamarra azul que llevaba en la mano y encendió un cigarro ante la mirada de desaprobación de Luis, que sabía cuánto le perjudicaba la salud.
—¿Y si no le dieron permiso, tío? —preguntó Luis.
—Me habría avisado por teléfono —contestó Alejandro, acomodándose el cuello de la chamarra con el cigarro entre los labios―. Además, dijo que iba a inventar una excusa, no a pedir permiso.
—¿Sabes? —dijo Luis—, estoy un poco nervioso.
—¿Por qué?
—No sé. Nunca he creído en los presentimientos, pero siento como que no estaremos muy tranquilos, tú y yo, a partir de hoy.
—¿Por qué?
—No sé. No me hagas caso.
—Bueno, pues tus dudas se aclararán, porque ya llegó ―dijo Alejandro, tirando al piso el resto del cigarro que no había terminado de fumar.
En ese momento se acercaba Fátima. Vestía una falda larga, holgada, color café, y una blusa beige de mangas amplias. Llevaba una banda blanca sobre la cabeza, ajustada debajo del cabello. Calzaba zapatos cafés, bajitos, y en las manos llevaba un suéter rosa y una bolsa blanca, pequeña.
—¡Hola! —Saludó a Alejandro con un beso en la mejilla.
—Mira, él es Luis, mi sobrino —los presentó Alejandro.
—¿Qué tal? —Saludó a Luis, también con un beso en la mejilla.
—¿No tienes frío? —le preguntó Luis, como para romper un hilo tenso que tenía enredado entre sus dedos.
—Sí, un poco; pero adentro tendré calor. ¿Entramos?
—Como gustes —dijo Alejandro, tomándola del brazo y dirigiéndose hacia la puerta del restaurante.
Ya instalados, en el área de fumadores que Fátima sugirió para poder disfrutar de sus cigarrillos que siempre llevaba en su bolso de mano, frente a una taza de café y con el ánimo de conducir la conversación hacia el terreno de juego que Alejandro sabía le permitiría a Fátima ganar sus primeros puntos con Luis, le comentó a él que también ella gustaba de la lectura y que, además, su mejor distracción era subirse a los juegos mecánicos más riesgosos de la feria de Chapultepec.
Luis le preguntó a Fátima si ya había ido a Six Flags y fue el tema que les mantuvo centrados en una plática de dos, ignorando por completo, por unos minutos, la presencia de Alejandro.
En esos momentos, Alejandro reflexionaba sobre las diferencias de intereses que, obligatoriamente, se presentarían como obstáculos en esta relación que ahora lo mantenía deslumbrado. Sabía perfectamente que ella, por su edad, necesitaba relacionarse con gente con la que pudiera hablar de grupos musicales, de fiestas, de programas de televisión, etc., que él desconocía por completo.
Tenía claro que serían grandes las barreras y no entendía qué haría para tener las fuerzas suficientes para salvarlas. Pensó también que, si se amaban, no sería difícil hacerlo: se tomarían de las manos y juntos sortearían los peligros. Mas no sabía que se encontraría con verdaderas murallas, y que serían tan grandes que muchas veces se quedaría sin energía para saltarlas.
—Tío: ¿qué te parece si ya pedimos la comida? —le regresó Luis de sus pensamientos.
—Sí, por supuesto —contestó Alejandro haciendo una señal con la mano a la señorita que estaba a un lado, para atenderlos.
—Parecía que andabas viajando por otros planetas —comentó Fátima con una sonrisa—. ¿Escuchaste que Luis y yo hicimos planes para ir juntos a Six Flags y haremos que te subas a los juegos más peligrosos?
—No, no escuché; pero claro que iremos —contestó Alejandro, convencido de que tendría que ir cediendo en algunas cosas, aún cuando fuera algo que no le atrajera mucho.
En esos momentos se acercó la mesera, les tomó la orden y se retiró. Fátima, ya en confianza con Luis, sacó una cajetilla de cigarros y le ofreció uno. Éste lo aceptó y ambos estuvieron fumando, ahora sí incluyendo en sus temas a Alejandro.
—Oye tío, un día de estos iremos a bailar los cuatro, con Paty, claro. ¿Cómo ves?
—Bien, esperemos que a Fátima le den permiso. No sabes cómo son sus padres.
—Tampoco son unos monstruos incomprensivos ―protestó Fátima—, yo veré cómo le hago, no te preocupes.
La mesera que los atendía se acercó llevando en un carrito los platillos que habían pedido y, en silencio, apenas con algún comentario sobre el sabor de los alimentos, comieron. Allí fue la primera ocasión, de muchas más, en las que Fátima le dio a Alejandro, en la boca, un poco de lo que ella comía. Él le correspondió y, de igual manera, le dio con su tenedor un trozo del pollo que había pedido.
Al terminar, Alejandro pagó la cuenta y decidieron salir para ir al cine, como habían acordado.
La película que vieron fue elegida por Luis y Fátima, por eso, al salir de la sala, la plática entre ellos dos se centró en el tema y en los protagonistas, explorando en sus recuerdos sobre otras que ya habían visto, parecidas a ésta que acababan de disfrutar.
A Alejandro, en realidad, muy poco le llamaba la atención el cine, prefería estar en casa, leyendo o escribiendo, o ir al teatro de vez en cuando. Todavía se atrevió a proponerle a Fátima que fueran a tomar un café, pero ella contestó que ya era tarde, que había dicho que iría a ayudarle un rato a su jefe. Agradeció la atención y avisó que tenía que irse.
Alejandro le pidió a Luis que lo acompañara a dejarla a su casa y, con la aceptación de éste, detuvo un taxi que era conducido por un muchacho de unos veintidós años de edad a quien Fátima le indicó la dirección que debían seguir.
Al llegar a un semáforo, donde Fátima le pidió al taxista que se detuviera, Luis le preguntó si vivía en la casa frente a la que se estacionó el conductor. Ella contestó que no, que estaba cerca, pero que ahí estaba bien que bajara del taxi para no dar lugar a que sus padres anduvieran afuera y la vieran. De manera que Alejandro y Luis no descendieron, sólo Fátima, y el tío le indicó al joven que los llevara a la dirección del domicilio de ellos.
—¿Qué te pareció? ―preguntó Alejandro, volteando a ver a Luis quien observaba las calles que para él eran desconocidas.
—Creo que es muy pronto para tener una idea completa sobre ella; además, recuerda que lo que yo opine no debe importarte. Me cayó bien y creo que es honesta, pero todavía no metería las manos al fuego por ella.
—Ahí, enseguida, frente al edificio azul —indicó Alejandro al conductor del taxi al advertir que llegaban a su domicilio.
—Tío, ¿cuándo te irás de vacaciones? —preguntó Luis a Alejandro mientras ascendían por la escalera para llegar al departamento.
—No sé, quizá me quede un par de días para estar con Fátima.
—¿Y qué dirás en tu casa?
—Tal vez que me invitaron a una presentación, ¿por qué?
—Para que yo diga lo mismo, porque me iré como una semana antes que tú.
—Ah, sí, está bien —concluyó Alejandro—; no te preocupes, puedes decir que no lo sabes.
—Bueno —dijo Luis, abriendo la puerta del departamento—, voy a leer un poco en mi cuarto.
—Sí, yo descansaré un rato y luego escribiré algo. Gracias —dijo Alejandro.
—¿De qué? —preguntó Luis.
—Por ser mi cómplice —sonrió Alejandro y se dirigió a su habitación.
Ya en soledad, reflexionando sobre los últimos acontecimientos, se dio cuenta de que hacía un buen rato que no visitaba al médico para solicitarle estudios sobre su nivel de glucosa y de los triglicéridos, ya que tenía claro que estas subidas y bajadas emocionales le podrían acarrear descontroles en su organismo y, aunque se sintiera bien y feliz, más valía no confiarse. Se prometió que en los próximos días haría cita en la clínica que le correspondía.

miércoles, agosto 03, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

CARA DE ÁNGEL

José I. Delgado Bahena


Siempre pensé, te lo juro, que eras sincero; hasta hoy, que he descubierto tu verdadera cara, dejé de creer en ti, en tus palabras, en tus besos, en tus mentiras, en tus ojos de tecolote hormiguero, en todo lo tuyo y, ¿sabes?, me arrepiento.
“Quiero que vayamos a pasarla bien, por última vez”, me dijiste tocándote tus genitales. Yo te miré extrañada y, con la nariz arrugada, te pregunté: “¿por última vez?” “Sí”, contestaste, “pero, por última vez en un hotel, porque las próximas serán en nuestra casa”.
En ese momento no supe qué me impresionó más: si la noticia o tu ademán.
Sinceramente, no sabía cómo tomar las dos cosas. Siempre estuve consciente de mi papel en tu vida. Nunca perdí el piso y sabía que era sólo “la otra”. Incluso, aunque te amo −sí, desgraciadamente, para mí, aún te amo−, jamás imaginé que un día me dijeras eso porque te había visto en compañía de Lupe y la imagen que vi fue de una familia feliz; por eso, ahora que me lo dijiste, me sorprendió. Pero, lo que más me asombró de ti fue tu ademán, tan vulgar y prosaico, que no va contigo; no con el Marcos Carlos que yo conozco −o que creía conocer−, con el ejecutivo trajeado que siempre has sido, el que evita las palabras obscenas porque “son para la gente inculta”, me dijiste un día.
Estábamos dentro de tu auto en el estacionamiento de la comercial. La tarde se había cerrado por la tempestad que caía en ese momento y preferimos esperar a que la lluvia amainara y pudiéramos transitar por las tortuosas calles de la ciudad.
“Por favor, explícame”, te dije.
“Es que le pienso pedir el divorcio a Lupe”, respondiste, “y quiero que tú y yo vivamos juntos”.
“A ver… espérate”, te pedí, buscando tu mirada entre la penumbra que había inundado el lugar. “¿Cómo está eso?”, insistí. “Por mí no te preocupes, no es mi intención arruinarle la vida a nadie, mucho menos a ella y a tus hijos…”, te aclaré.
“Pero… ¿no dices que me amas?”, razonaste. “Es la oportunidad de que seamos felices tú y yo.”
Al decir eso, tomaste mi mano y la llevaste hacia tu entrepierna para que tocara tu erección.
No sabes qué poca cosa me hiciste sentir en ese momento. Estaba empezando a ilusionarme, pero esa segunda muestra de bajeza de tu parte me hizo reflexionar, por eso te pregunté:
“A ver, dime: ¿por qué te acercaste a mí?, ¿por qué me buscaste y propiciaste estos encuentros hasta hacerme caer en tu red y sentirme atada a tus deseos?”
“Es muy fácil”, me dijiste, “¿recuerdas cuando te saqué a bailar, en las bodas de oro de tus padres? Ah, pues llevabas un vestidito tan entallado, con un escote provocativo que, cuando te vi, me dije: a ésta la tengo que llevar a mi cama y, ya ves: lo logré.”
“Ah… y se te olvidó que eres casado, que tienes dos hijos y, lo que es peor, que tu mujer es ¡mi hermana!”, te contesté, sintiendo en mi estómago una tonelada de repugnancia por haber sido tan débil, por dejarme llevar por lo atractivo que eres y por haberles fallado a mis sobrinos.
“No se me olvidó”, me dijiste mientras metías tu mano en el bolsillo interior de tu saco y sacabas una bolsita con un contenido misterioso, para mí. Enseguida, esparciste, sobre el dorso de tu mano, un poco del polvo blanco que contenía la bolsa y, con una habilidad que no te conocía, lo aspiraste.
“No se me olvidó…”, continuaste, “porque, cada que te veía, te deseaba más y más hasta el punto de que evadía el contacto con tu hermana y prefería masturbarme en el baño pensando en ti, esperando el momento en que pudiera tenerte, tocarte, besarte…”
En ese momento comprendí lo extraño de tu conducta; pero también advertí que estaba con la persona equivocada, con la que ahora me había mostrado su verdadera cara. Por eso salí de tu auto, a pesar del aguacero que caía, y fui en busca de un taxi.
No sabes el mar que lloré, y que se mezcló con el torrente que caía del cielo, mientras esperaba el servicio público. Pero más lloré por mi hermana y sus hijos porque, cuando llegué a casa, me encontré con la noticia del accidente que tuviste y que te tiene postrado en esta cama del hospital del ISSSTE.
Por eso te hablo, aprovechando que mi hermana salió a descansar un rato por estarte cuidando durante varias horas, y porque no puedes hablar y sé que me escuchas, lo advierto por el movimiento de tus ojos que fueron lo único de tu cuerpo que no salieron perjudicados en la embestida que te dio, con su camioneta, otro loco que te encontraste en las calles inundadas de Iguala, al salir, todo drogado, del estacionamiento, tratando de alcanzarme.
Ahora ya lo sabes: ya no te creo. Quédate con las heridas de tu cuerpo y con la que duele más, la del alma –si es que tienes−, porque a mí ya no me engañarás con tu cara de ángel.

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