SEIS
Era diciembre: las fiestas, los abrazos, las celebraciones, los convivios.
En casa de Fátima no participaban de estas festividades debido a sus creencias religiosas. Ella le contó a Alejandro que cuando los vecinos organizaban alguna pachanga, sus padres ordenaban que salieran de casa y se iban de visita a la casa de la abuela, o a alguna otra parte, para no estar presentes y tener una justificación por no acompañarlos.
Cuando regresaban, estas personas les habían apartado algunos platillos de los que habían comido y ellos los recibían, para no parecer groseros, y estando en casa discutían si se los comían o no, pero siempre terminaban disfrutándolos.
En la misma plática, le confió que tenía otros tres hermanos, mayores que ella: dos hombres, uno de ellos casado, y otra mujer ―con quien compartía habitación―, que ninguno estudiaba, todos trabajaban, y que eran una familia muy unida, que se apoyaban en todo y eran la envidia de otros parientes que tenían muchos problemas con sus hijos.
Fátima buscaba con más frecuencia a Alejandro en la escuela y lo acompañaba, de salón en salón, en sus clases diarias. Le ayudaba a calificar los trabajos y estuvo con él en los convivios que, por las fechas decembrinas, se organizan con los alumnos de cada grupo.
Alejandro la buscaba por teléfono y le enviaba mensajes muy románticos, de grandes promesas y fuertes compromisos.
―Mañana me iré de vacaciones ―le dijo un día que se encontraba con ella en el “Rinconcito azul”―. Te prometo que vendré a verte al menos en dos ocasiones. Ya veré qué pretexto pongo.
—Sí —le dijo ella—, no te preocupes, te prometo que me portaré bien. Además, estaremos en contacto. Te enviaré un mensaje siempre que esté desocupada y que no esté mi jefe cerca.
—Te extrañaré mucho. Necesito oír tu voz —dijo Alejandro—. Te llamaré cuando pueda hacerlo, al menos para saludarte.
Ahí, en el “Rinconcito azul”, se besaron, haciendo público su amor y con ello él sintió que adquiría peso, consistencia; por eso, cuando iban en el taxi, camino a casa de Fátima, Alejandro, al sentirla tan cerca, al aspirar su perfume, beber de su aliento, recrear su mirada en sus ojos, se preguntaba: “¿Hasta cuándo aceptará que tengamos intimidad? Entiendo que ella tenga aún sus dudas por la diferencia de edades, pero yo no dudo: si me busca es porque se siente a gusto conmigo y, si por mí fuera, le pediría que viviéramos juntos. Me quiere, lo advierto en su mirada, en sus palabras; sin embargo, cuando, en la casa estuvimos a punto de hacer algo más, me rechazó con el pretexto de que en la otra recámara se encontraba Luis. Y aunque me ha mostrado, con su comportamiento, que la aproximación sexual es posible, no me garantiza que realmente sea así —continuó para sí mismo—; pero me ha dicho que tenga paciencia, que llegará el día en que se entregará sin reservas y será más bonito, con responsabilidad.
Y eso es lo que me tiene con los pies en el aire –continuó con sus reflexiones−, ¿por qué me dijo, un día, que no rechazaba el encuentro sexual, que lo veía normal, pero a su tiempo? ¿Cuándo será el tiempo?”
Él se dijo que este receso les serviría a ambos para darse cuenta de lo que realmente querían. Y ahora, al regresar al departamento, llevaba a cuestas la angustia por dejar de verla, pero también las dudas que algunas conductas de ella le habían sembrado en su corazón.
Recordó que hacía unas dos semanas, antes de que Luis se fuera de vacaciones a Querétaro, se encontraba en su penúltima clase de la tarde; después de esperar durante todo el día que ella se comunicara, porque así habían quedado, y Fátima se lo había prometido, no aguantó más y le marcó. El teléfono celular le enviaba directamente al buzón, lo que indicaba que lo tenía apagado o (disfrazó su temor) estaba en el metro haciendo algún encargo de la oficina, pero le marcó a su amiga, Julieta, para preguntarle si sabía algo.
—“Bueno, ¿quién habla?” –contestó ella.
—“Hola, soy Alejandro —se escuchaba, del otro lado de la línea, un gran escándalo de personas y de música―, disculpa que te marque, Fátima me dio tu número.”
—“Ah, ¿quieres hablar con ella?” ―le ofreció Julieta.
—“Sí, ¡¿está ahí, contigo?!” —lo dijo con una mezcla de preocupación, asombro y hasta coraje.
—“Sí, ahorita te la paso.”
Escuchó que le gritaba. Claramente se advertía un ambiente festivo, escandaloso. Mil pensamientos cruzaron por su mente.
—“Hola, ¿cómo estás? —contestó Fátima—, no te he llamado porque se me terminó el saldo. Estoy con Julieta, en una fiesta, con algunos compañeros de su escuela —evidentemente, por la euforia con la que hablaba, era claro que se había tomado algunos tragos—, ella fue a buscarme a la oficina y me pidió que la acompañara, pero ya nos vamos a ir. ¿Nos vamos a ver?”
—“No sé —lo dijo en un tono muy serio—, tú dime si quieres verme.”
—“Sí, si quiero. Ah, ¿qué crees?, ¿a quién crees que nos encontramos?”
—“No sé —dijo Alejandro, temiendo escuchar la peor noticia, el más feo de los encabezados del más amarillista de los periódicos—, dime.”
—“A mi ex —dijo Fátima—, iba acompañado de una chica, le quise saludar pero no me hizo caso, se fueron para otro lado, muy rápido, casi corriendo. Julieta y yo los seguimos, pero se nos perdieron.”
—“¿Y para qué los siguieron?” —preguntó, con la garganta incendiada por la rabia de los celos.
—“No sé. Quizá para verlo. ¿Cómo ves?”
—“Que fue una estupidez” —le contestó con su corazón hirviendo en un caldero.
—“No, fue amor. Claro, el que le tuve, porque ahora sé que a quien amo es a ti. Y no me importa que mucha gente me esté oyendo. ¡Óyelo: te amo! —le gritó—: ¡Te amo!, no lo dudes, niño.”
Se escuchaban risas, música, la voz de su amiga que le pedía el teléfono. Al fin pudieron hablar, Julieta y él.
—“Hola —dijo Julieta—, como ves: nos tomamos unas copas aquí, en la fiesta. ¿Se van a ver?”
—“Sí —contestó Alejandro, apesadumbrado, preguntándose sobre las condiciones en que se encontraba Fátima.”
—“¿En dónde quedaron que se verían?”
—“No quedamos, pero dile que la espero a las siete, en el Rinconcito azul.”
—“Sí, ahí te la llevo, no te preocupes” —prometió Julieta.
—“Gracias, adiós” ―dijo Alejandro dando por terminada una conversación que le había dejado un raro sabor de boca.
“¿Qué pasaba con Fátima y con su amiga? –se preguntó−, ¿por qué se escuchaban, las dos, como que habían bebido de más?”
Su corazón le advertía de una amenaza, pero su amor exorcizó todas las ideas que le hacían sentir desconfianza, temor, preocupación... ¡celos!
Aún le faltaba por dar una clase ―siguió recordando Alejandro― y todavía tenía que pasar a la dirección para solicitarle permiso a la directora a fin de faltar a sus labores el día siguiente, ya que deseaba pasar todo el día con Fátima.
Al llegar al restaurante, notó que aún no se encontraban ahí Fátima y su amiga. Se sentó en el lugar de costumbre, que por suerte no estaba ocupado, y pidió una jarra de té. Mientras esperaba, escribía algunas frases que le nacían por lo que le había dicho Fátima por teléfono: “Te amo”. Nunca le había confirmado ese sentimiento tan abiertamente; si acaso se lo dejaba entrever por los mensajes en el celular o por alguna canción que le dedicaba, pero ahora era distinto y se sintió dichoso.
Al poco rato llegó Julieta, se presentó ante Alejandro y le dijo que Fátima lo esperaba afuera. Salió en su busca. La encontró sentada, junto a la puerta de un instituto que a esa hora se encontraba cerrado. Ella, al verlo, se levantó y lo abrazó. Le dijo que lo amaba, que no le importaba lo que dijera la gente y lo besó, se besaron; sin embargo, Alejandro advirtió que ella olía, evidentemente, a licor y le pidió que fueran al departamento de él para que se tomara un café. Julieta, quien observaba la escena y después de decirle a Alejandro: “mucho gusto en conocerte”, se disculpó, dijo que tenía que irse y se dirigió a la estación del metro.
Ellos tomaron un taxi y se dirigieron al departamento de Alejandro. Ahí se encontraba Luis quien, al verlos, se extrañó por el estado eufórico de Fátima. No era para alarmarse pero, por supuesto, estuvieron de qcuerdo en que no podía llegar así a su casa.
Hicieron, entre Alejandro y Luis, todo lo posible para que Fátima recuperara su estado habitual, desde prepararle un café cargadísimo hasta mojarle la cabeza con agua fría. Al poco rato estuvieron de acuerdo en que ya se veía mejor y Alejandro le ofreció llevarla a su casa.
Salieron a la calle, ella aún con el paso inseguro por los efectos de los tragos que había tomado y él con la angustia por no saber de qué manera la tratarían sus padres si se dieran cuenta del estado en que iba.
—“No te preocupes —le dijo Fátima en el interior del taxi y recargada en su hombro—, son tan distraídos que, por estar viendo la televisión, ni verán cuando entre. La única que sabrá será mi hermana, que duerme conmigo en la misma habitación, pero no me delatará.”
—“Bueno, por favor, me avisas con un mensaje sobre lo que ocurra” —dijo Alejandro, antes de que ella descendiera del taxi.
—“Está bien, nos vemos” —dijo ella, le dio un beso y entró a su casa.
Al regresar Alejandro a su departamento, aún con una llama quemándole el cerebro, terminó de escribir el poema que había iniciado en el “Rinconcito azul”.
Y esos fueron los detalles que al irse de vacaciones no le dieron la tranquilidad para estar bien con su familia.
Alejandro mismo reconocía la molestia que sentía al escuchar, de parte de Fátima, mil excusas para no verse; pero la que más le inquietaba, era que dijera: “Quedé con Julieta en que íbamos a salir juntas”.
El amor que sentía por ella le llevaba a creerle todo, pero en ocasiones ya no sabía qué pensar cuando le decía: “Pedí permiso y vine a acompañar a Julieta para hacer unos trámites, o a su escuela, o simplemente, de compras”. Entonces, desconfiaba y las dudas, con sus lanzas de pedernal, le aguijoneaban el corazón.
En esos momentos se ponía un casco protector para que las heridas, al menos, le dejaran limpios los sentidos y así: desarmado, se enfrentaba a Fátima en la batalla por el poder del contrasentido en el amor.
Y eso le agobiaba: “¿hasta dónde llegará mi resistencia para seguir siendo, solamente, el amante quinceañero que ella maneja a su capricho?” Se hacía esta pregunta catorce veces en una hora y las catorce veces se respondía que debía tener paciencia pero, al parecer, para ella, el tiempo era aún la palabra que no se había inventado y la vida, el futuro, lo seguro, no significaba más que una sutil trampa para lograr la posesión del otro, permanente y definitivamente.
Con todo esto, y a pesar de, su relación, creía él, caminaba hacia algo confiable y serio. Se hacía planes, imaginaba, incluso, ¿por qué no?, la separación definitiva de su esposa para vivir, sin tener que esconder nada, con Fátima.
Y así, con estas esperanzas se fue de vacaciones a su tierra natal, con sus padres, sus hermanos, su mujer y sus hijos.
Llevaba, por supuesto, en su equipaje, la promesa de Fátima, para él, de pensarlo y de esperarlo y de él, para ella, la de regresar durante este periodo, al menos dos veces para verla.
Con esa ilusión se fue. Pero la prueba que el destino les tenía preparada a ambos sería más difícil de superar que la cita médica que pensaba tomar como pretexto, en su casa, para regresar a la Ciudad de México.
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