sábado, agosto 27, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

Por confiado.

José I. Delgado Bahena


La noche en que matamos a Miguel, creo que ni él se lo esperaba. Siempre vivió confiado en sus ideas y pensaba que, por justicia y por ser hombre, tenía el derecho de andar con cuanta mujer se le pusiera enfrente. “De por sí son unas ofrecidas, y uno que nomás está queriendo…”, decía cada que le preguntaban sobre su comportamiento.
Según él, lo mejor era buscarse amantes que fueran casadas, para no tener que meterse en problemas con embarazos o con casorios.
En el pueblo, todos supimos que anduvo con Fernanda, la tamalera, con Lucía, la esposa de Juan, que hasta compadre lo hicieron cuando el chamaco −que según dicen, era de él y no de Juan− hizo su primera comunión. Anduvo también con Teresa, la de la tienda; con Luvina la mujer de Cenobio quien sí se enteró y, en vez de meterse en líos con Miguel, mejor se fue a los Estados Unidos; se enredó con Lola, la de la fonda que casi siempre estaba sola porque Sergio, el marido, andaba de albañil haciendo trabajos por Cuernavaca y sólo venía los fines de semana.
Esos son los trapitos que le conocimos de antes que se casara; y no es que lo anduviera contando él, las mismas viejas se lo confiaban a las amigas, dizque en secreto, y ellas a los maridos, en las noches, después de desahogar las calenturas y pues… ellos llegaban al billar donde, ya briagos, se les aflojaba la lengua y soltaban la sopa.
Todos sabíamos sobre las andanzas de Miguel, menos los interesados. La verdad, en ocasiones, cuando veíamos que él salía del billar, mejor nos íbamos a las casas, no fuera a ser que se le ocurriera ir a chiflar a nuestras puertas.
Cuando se casó con Laura, la hija de Alfonso, pensamos que definitivamente iba a sentar cabeza y dejaría en paz a nuestras mujeres; pero no fue así: quién sabe cómo le hacía con su vieja, pero los chismes siguieron y nos enteramos de que, incluso, ¡hasta a la esposa del comisario le había dado su entretenimiento!
Lo que sea, no sé qué le veían las mujeres. Bueno, sólo que fuera porque de muchacho lo apodábamos el “burro” y las viejas hayan querido comprobar por qué de su apodo, sólo que haya sido por eso.
Todo habría ido bien para Miguel, si no es porque llegó al pueblo don Guillermo, con su vieja, bien buenota. Llegó contando que se la había encontrado en un teatro de México, que era bailarina y que se habían casado en Iguala. Él no era del pueblo, pero conocía a Teófilo, quien le vendió un terrenito cerca de la laguna, y ahí se hizo su casita, antes de que se les ocurriera a los comerciantes poner sus grandes restaurantes.
Todos nos admiramos de que ese señor, ya grande y todo feo, se hubiera conseguido a esa güerota, más joven que él y bien bonita; hasta pensamos que a lo mejor era rico y por eso ella lo había aceptado; pero no, porque cuando ella salía por el pan y las tortillas, platicaba que no tenían servidumbre y que Memo, como le decía a su marido, iba a trabajar todos los días a la ciudad en un taller de reparación de calzado.
Cuando Miguel se enteró de esto, vimos que le brillaron sus ojitos y, con el pretexto de vender sus mojarras que pescaba por las mañanas, llegó a la casa de la güera y le ofreció su mercancía.
En realidad él no salía a vender, lo hacía Laura, pero no desaprovechó la oportunidad cuando vio que don Guillermo subía al camión con una maletita entre sus manos y ni ésta se le escapó.
Lo que Miguel no sabía, era que don Guillermo no iba a trabajar, sino a vender mariguana que sembraba en la parte trasera de su casa, del lado del terreno de Andrés quien lo sorprendió un día y nos contó el secreto una noche, en el billar.
Por él supimos que por las noches salía en su moto a llevarles el vicio a los chamacos del otro pueblo que está por nuestro rumbo, y que Miguel aprovechaba para hacerle la visita a la güera de don Guillermo.
Entonces, urdimos un plan para acabar con la inquietud que teníamos con respecto a Miguel y de paso deshacernos de este señor que enviciaba a los muchachos.
Nos pusimos de acuerdo y lo anduvimos cazando. Esa noche estuvo en el billar, nomás fumando, estuvo muy platicador y hasta nos invitó una ronda de cervezas. Cuando salió, nos reunimos con Fernando, el coime, y le pedimos prestadas las bolas de billar.
Ya en la calle, lo seguimos sin que se diera cuenta y luego vimos que iba derechito a la casa de la güera. Antes de que brincara el tecorral para entrar a la casa, lo alcanzó Andrés y le dijo: “Oye, vale, ¿me invitas un cigarro?” Miguel no respondió porque no tuvo tiempo. Con el mingo en su puño, Andrés le dio tal guamazo en la cara que lo tiró sobre un charco que había junto a la tranca de la casa de don Guillermo; entonces, le caímos todos los que nos habíamos juntado en el billar y le dimos tantos golpes en la cabeza con las bolas de marfil que de segurito murió enseguida.
Cuando vimos que ya no se movía, lo dejamos ahí para que le echaran la culpa a don Guillermo. Así fue. Al otro día, cuando la policía llegó, se entregó solito porque pensó que iban tras él, por su negocio; pero, de paso le achacaron el muertito porque, pues, no faltó quién declarara que su vieja le ponía el cuerno con Miguel, a quien le llegó su mala hora nomás por confiado.


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