miércoles, agosto 03, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

CARA DE ÁNGEL

José I. Delgado Bahena


Siempre pensé, te lo juro, que eras sincero; hasta hoy, que he descubierto tu verdadera cara, dejé de creer en ti, en tus palabras, en tus besos, en tus mentiras, en tus ojos de tecolote hormiguero, en todo lo tuyo y, ¿sabes?, me arrepiento.
“Quiero que vayamos a pasarla bien, por última vez”, me dijiste tocándote tus genitales. Yo te miré extrañada y, con la nariz arrugada, te pregunté: “¿por última vez?” “Sí”, contestaste, “pero, por última vez en un hotel, porque las próximas serán en nuestra casa”.
En ese momento no supe qué me impresionó más: si la noticia o tu ademán.
Sinceramente, no sabía cómo tomar las dos cosas. Siempre estuve consciente de mi papel en tu vida. Nunca perdí el piso y sabía que era sólo “la otra”. Incluso, aunque te amo −sí, desgraciadamente, para mí, aún te amo−, jamás imaginé que un día me dijeras eso porque te había visto en compañía de Lupe y la imagen que vi fue de una familia feliz; por eso, ahora que me lo dijiste, me sorprendió. Pero, lo que más me asombró de ti fue tu ademán, tan vulgar y prosaico, que no va contigo; no con el Marcos Carlos que yo conozco −o que creía conocer−, con el ejecutivo trajeado que siempre has sido, el que evita las palabras obscenas porque “son para la gente inculta”, me dijiste un día.
Estábamos dentro de tu auto en el estacionamiento de la comercial. La tarde se había cerrado por la tempestad que caía en ese momento y preferimos esperar a que la lluvia amainara y pudiéramos transitar por las tortuosas calles de la ciudad.
“Por favor, explícame”, te dije.
“Es que le pienso pedir el divorcio a Lupe”, respondiste, “y quiero que tú y yo vivamos juntos”.
“A ver… espérate”, te pedí, buscando tu mirada entre la penumbra que había inundado el lugar. “¿Cómo está eso?”, insistí. “Por mí no te preocupes, no es mi intención arruinarle la vida a nadie, mucho menos a ella y a tus hijos…”, te aclaré.
“Pero… ¿no dices que me amas?”, razonaste. “Es la oportunidad de que seamos felices tú y yo.”
Al decir eso, tomaste mi mano y la llevaste hacia tu entrepierna para que tocara tu erección.
No sabes qué poca cosa me hiciste sentir en ese momento. Estaba empezando a ilusionarme, pero esa segunda muestra de bajeza de tu parte me hizo reflexionar, por eso te pregunté:
“A ver, dime: ¿por qué te acercaste a mí?, ¿por qué me buscaste y propiciaste estos encuentros hasta hacerme caer en tu red y sentirme atada a tus deseos?”
“Es muy fácil”, me dijiste, “¿recuerdas cuando te saqué a bailar, en las bodas de oro de tus padres? Ah, pues llevabas un vestidito tan entallado, con un escote provocativo que, cuando te vi, me dije: a ésta la tengo que llevar a mi cama y, ya ves: lo logré.”
“Ah… y se te olvidó que eres casado, que tienes dos hijos y, lo que es peor, que tu mujer es ¡mi hermana!”, te contesté, sintiendo en mi estómago una tonelada de repugnancia por haber sido tan débil, por dejarme llevar por lo atractivo que eres y por haberles fallado a mis sobrinos.
“No se me olvidó”, me dijiste mientras metías tu mano en el bolsillo interior de tu saco y sacabas una bolsita con un contenido misterioso, para mí. Enseguida, esparciste, sobre el dorso de tu mano, un poco del polvo blanco que contenía la bolsa y, con una habilidad que no te conocía, lo aspiraste.
“No se me olvidó…”, continuaste, “porque, cada que te veía, te deseaba más y más hasta el punto de que evadía el contacto con tu hermana y prefería masturbarme en el baño pensando en ti, esperando el momento en que pudiera tenerte, tocarte, besarte…”
En ese momento comprendí lo extraño de tu conducta; pero también advertí que estaba con la persona equivocada, con la que ahora me había mostrado su verdadera cara. Por eso salí de tu auto, a pesar del aguacero que caía, y fui en busca de un taxi.
No sabes el mar que lloré, y que se mezcló con el torrente que caía del cielo, mientras esperaba el servicio público. Pero más lloré por mi hermana y sus hijos porque, cuando llegué a casa, me encontré con la noticia del accidente que tuviste y que te tiene postrado en esta cama del hospital del ISSSTE.
Por eso te hablo, aprovechando que mi hermana salió a descansar un rato por estarte cuidando durante varias horas, y porque no puedes hablar y sé que me escuchas, lo advierto por el movimiento de tus ojos que fueron lo único de tu cuerpo que no salieron perjudicados en la embestida que te dio, con su camioneta, otro loco que te encontraste en las calles inundadas de Iguala, al salir, todo drogado, del estacionamiento, tratando de alcanzarme.
Ahora ya lo sabes: ya no te creo. Quédate con las heridas de tu cuerpo y con la que duele más, la del alma –si es que tienes−, porque a mí ya no me engañarás con tu cara de ángel.

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jose_delgado9@hotmail.com

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