“EL MENSAJERO”
José I. Delgado Bahena
Ángel vivía solo. Todos los días salía de su casa a las nueve de la noche para dirigirse al cyber de la esquina donde rentaba por dos horas una computadora para conectarse a la red y tener, al menos, un rato de conversación con aquellos amigos virtuales que se había conseguido por medio de los correos que había extraído de las cadenas que le llegaban y que había agregado a sus contactos.
A los veinticuatro años de edad, sin su mujer ni su pequeña hija que lo abandonaron para regresar a la casa paterna de la madre, su vida se enrollaba en la rutina del trabajo, mal pagado, y de su empecinada afición al carrujo de mariguana que fumaba todas las noches antes de meterse en la soledad de las calientes sábanas de su cama.
Pero aquella noche fue distinto. Después de releer los mensajes que se había auto enviado la noche anterior, como el mejor amigo que no había podido conseguir ni con alguno de sus compañeros de trabajo, y a punto de cerrar el Messenger y con ello la esperanza de llevarse el sabor dulce de dos palabras afectuosas, un relámpago azul le iluminó la mirada desde el cuadro del mensajero.
“Hola”, le saludó Crisito.
“Hola”, contestó Ángel.
“¿Qué haces?”
“Aquí, a punto de irme”, respondió. “¿Quién eres?”, agregó.
“Tu conciencia. Así que dime: ¿por qué colgaste a tu gato?”
−¡Chin, el pinche gato! –exclamó con un grito que se incrustó en los audífonos de dos chavos que estaban en otras máquinas descargando música para sus celulares.
“Por qué no contestas?”, insistió Crisito.
“¿Me conoces? ¿Cómo sabes que tengo un gato?”
“Olvida eso. Mejor piensa en lo que están pasando tu mujer y tu hija. ¿Sabías que en el jardín de niños donde estudia Janet hubo un brote de hepatitis y ella está hospitalizada?”
“No…” Respondió titubeante Ángel. “¿Cómo sabes eso?”
“¡Qué importa!, seguramente tampoco sabes del gran riesgo que corre tu ex todas las noches al regresar de su trabajo de mesera.”
“¿Quién eres?”, preguntó intrigado, “¿Y cómo conseguiste mi correo?”, agregó.
“Ya te dije: soy tu conciencia. Tu correo lo conseguí de una cadena.”
“¿Qué quieres? Dime quién eres o me desconecto de inmediato”, escribió Ángel.
“No te precipites. No me conoces y, para ser honesto, tampoco te conozco. Soy vidente. ¿Sabes qué es eso? Puedo ver tu pasado. Ya sé, quieres una prueba. Bueno: ¿ya olvidaste cuando violaste a una pequeñita de siete años que vivía a un lado de tu casa, en la vecindad donde rentaban tus padres? Nadie lo supo y nadie sospechó de ti, apenas tenías diecisiete años. La pequeña se desangró y murió. Jamás supieron quién fue.”
Ángel no respondió ante esa afirmación. Cuando eso ocurrió estuvo completamente seguro de que nadie se había dado cuenta. Además, la niña era hija de una pareja amiga de sus padres y a esa hora se suponía que él estaba en la prepa, pero había llegado temprano y no había nadie en su casa ni en la de Perlita, a quien habían dejado haciendo su tarea.
“¿Por qué no dices nada?”, preguntó Crisito.
Inmediatamente cerró el cuadro de conversación y se desconectó del Messenger. Pidió la cuenta, pagó y salió del cyber. Eran las diez y media de la noche. Temeroso, volteaba hacia todos lados creyendo ver en cada rostro y en cada sombra la amenaza del cibernauta que conocía su delito. Sin soportar más la presión se echó a correr hasta llegar a la puerta del cuartito que rentaba para vivir, solo, teniendo a su gato como única compañía.
El cuadro que vio, al entrar y encender la luz, lo dejó sin aliento. De una de las vigas del techo colgaba un lazo y de una de las puntas estaba el animal, muerto, abierto en canal y con los intestinos de fuera, desangrado completamente.
No pudo más. Con los nervios devastados, bajó al gato, acomodó el lazo alrededor de su cuello, acercó una silla, subió a ella y dejó que el nudo hiciera su labor para escapar, así, de la amenaza del vidente que, como fuerza vengadora, había surgido desde su conciencia en el mensajero de la Internet.
POEMAS, CUENTOS, COMENTARIOS, SUEÑOS...
miércoles, mayo 26, 2010
miércoles, mayo 19, 2010
CADA DÍA
CADA DÍA ES UN DESCUBRIMIENTO,
UNA NUEVA AVENTURA QUE REAFIRMA
EL MISMO SENTIMIENTO.
CADA DÍA ES COMENZAR
A SER SENDERO POR DONDE CAMINAR
UNIENDO LAS MANOS
PARA ENCERRAR LAS NUBES
QUE NOS LLEVAN A SOÑAR.
CADA DÍA ES SABER
QUE NOS SOMOS PERFECTOS
Y QUE EL MUNDO ES UN MISTERIO
CONTENIDO EN LA ESPERANZA
DE TU DULCE MIRAR.
CADA DÍA HAY UN SOL NUEVO
QUE MATA LAS TINIEBLAS
DE LAS DUDAS,
DESCUBRE LOS SECRETOS,
DESTRUYE DESCONFIANZAS,
UNE PALABRAS,
Y ESLABONA DOS CORAZONES
ANSIOSOS DE QUEMARSE
EN LA HOGUERA DEL AMOR.
CADA DÍA RUEDA UNA LÁGRIMA SINCERA
QUE SE EVAPORA TEMBLOROSA
A LA LUZ DE LOS LUCEROS,
DESPUÉS DESCIENDE
EN LOS RAYOS DE LA LUNA
PARA DECIR "TE AMO"
Y ERES TÚ LO QUE MÁS QUIERO.
UNA NUEVA AVENTURA QUE REAFIRMA
EL MISMO SENTIMIENTO.
CADA DÍA ES COMENZAR
A SER SENDERO POR DONDE CAMINAR
UNIENDO LAS MANOS
PARA ENCERRAR LAS NUBES
QUE NOS LLEVAN A SOÑAR.
CADA DÍA ES SABER
QUE NOS SOMOS PERFECTOS
Y QUE EL MUNDO ES UN MISTERIO
CONTENIDO EN LA ESPERANZA
DE TU DULCE MIRAR.
CADA DÍA HAY UN SOL NUEVO
QUE MATA LAS TINIEBLAS
DE LAS DUDAS,
DESCUBRE LOS SECRETOS,
DESTRUYE DESCONFIANZAS,
UNE PALABRAS,
Y ESLABONA DOS CORAZONES
ANSIOSOS DE QUEMARSE
EN LA HOGUERA DEL AMOR.
CADA DÍA RUEDA UNA LÁGRIMA SINCERA
QUE SE EVAPORA TEMBLOROSA
A LA LUZ DE LOS LUCEROS,
DESPUÉS DESCIENDE
EN LOS RAYOS DE LA LUNA
PARA DECIR "TE AMO"
Y ERES TÚ LO QUE MÁS QUIERO.
MANUAL PARA PERVERSOS
“SÍ, YO LA MATÉ”
José I. Delgado Bahena
La mera verdad: la maté por puerca. Siempre deseé hacerlo. Me daba asco.
Desde que llegó a vivir a nuestra casa, con el pretexto de su viudez, advertí cómo me veía. Mi madre lo intuyó, por eso, siempre que podía, me llevaba con ella y no me dejaba solo con la ruca.
Recuerdo que un día que no se encontraban mis padres y yo había llegado de ir a jugar fut con mis cuates de la secundaria, me metí a bañar, y ella, la perversa, se asomó por la cortina del baño, sólo para verme desnudo, con el pretexto de ofrecerme una toalla.
Entonces yo tenía catorce años y no pensaba en cochinadas, como ella.
Pasó el tiempo y entré al bachillerato. Por esa época comenzó a rondar por nuestra casa un gorila. Nadie lo veía, sólo yo. Llegaba por las noches, se asomaba por la ventana de mi cuarto que daba hacia el jardín, gruñía y me mostraba sus filosas garras.
Al principio me daba miedo y les gritaba a mis padres; claro: no me creían y decían que eran pesadillas. Hasta yo me estaba convenciendo de que realmente eran sueños, pero una mañana amaneció muerto el “canelo”, nuestro perro, al que yo odiaba porque con frecuencia desparramaba la basura del bote y luego hacían que yo la recogiera. Estaba junto a una de las bardas de la casa. Tenía el cuello desgarrado y su cabeza casi separada de su cuerpo.
Desde entonces dejé de tenerle miedo y comencé a verlo como un aliado.
Cada noche, durante la cena, escondía un pan y lo llevaba a mi cuarto. Cuando él llegaba me acercaba a la ventana y le tiraba el pan hacia el suelo.
Aldo, mi amigo del “Vasco”, era el único que me creía y hasta me propuso que le tomara fotos con la cámara del celular. Una noche lo intenté pero se asustó y huyó de mi ventana.
La abuela seguía de perversa, pero una tarde llegó muy contenta, con su melena blanca alborotada y muy sonriente, mostrando los escasos dientes que le quedaban. Yo estaba viendo la tele y se sentó junto a mí, en el sofá de la sala. Comenzó a hacerme plática sobre sexo, disque para orientarme, explicarme y no sé qué más decía. Yo sólo le contestaba que sí y que no, hasta que me hartó y me fui a mi cuarto.
Me recosté en mi cama, prendí la tele y puse un video que me prestó Aldo: son chavas desnudas que bailan y se quitan la ropa. Claro, al poco tiempo estaba excitado. Al rato entró la pinche vieja, se recostó a un lado de mí y comenzó a manosearme. La verdad, no dije nada porque, pues…, ya estaba todo acalorado y me gustaba lo que me hacía con su boca desdentada.
En el mejor de los momentos, en que la vieja hacía su labor, apareció el gorila con su mirada lujuriosa, como disfrutando de la escena, entonces le di una patada a la bruja en el centro de su entrepierna, tan fuerte que la levanté sobre mi cuerpo y se estrelló en la cabecera de mi cama. Ahí quedó: desnucada y ensangrentada. Entonces, con cuidado, para no ensuciar mis sábanas con su podrida sangre, la levanté y la llevé al jardín, la tomé de los tobillos y la hice girar levantándola a la altura de los rosales que mi madre tanto cuidaba; restregué su marchito rostro sobre las espinas y las rosas para que se viera que el gorila se había ensañado con ella y la dejé tirada junto a la barda del jardín.
Regresé a mi cuarto para limpiar, con mi playera de las Chivas, las manchas de sangre que había dejado sobre la pared al golpearse con el impulso de mi patada. Lavé la playera en el lavabo del baño y la tendí. Como aún no terminaba el video que estaba viendo de las viejas encuerdas, me excité otra vez, me masturbé y me quedé dormido.
Desperté con el ruido de la tele, en la sala. Mis padres veían las noticias. El conductor de un programa del canal local anunciaba que por fin habían atrapado al gorila que se había escapado del circo que se encontraba instalado en los terrenos de la Feria.
Salí de mi cuarto, saludé a mis padres y me senté junto a ellos. Mi madre me preguntó si no sabía de la abuela. Le contesté que había llegado en la tarde pero que se puso a arreglar el jardín. “Después no supe de ella porque me quedé dormido”, le dije.
Mi padre se levantó y encendió las luces del jardín. Los dos salieron en su busca, le dieron vuelta a la casa pero no encontraron nada. Me extrañé y salí a buscar junto a los rosales. Les mostré los destrozos, se asustaron y llamaron al 066 para reportar la desaparición de la vieja.
Dos horas después sonó el teléfono, contestó mi padre y le informaron que debía ir a reconocer el cuerpo destrozado de su madre, lo habían encontrado junto al periférico y que, seguramente, había sido atacada por el gorila.
José I. Delgado Bahena
La mera verdad: la maté por puerca. Siempre deseé hacerlo. Me daba asco.
Desde que llegó a vivir a nuestra casa, con el pretexto de su viudez, advertí cómo me veía. Mi madre lo intuyó, por eso, siempre que podía, me llevaba con ella y no me dejaba solo con la ruca.
Recuerdo que un día que no se encontraban mis padres y yo había llegado de ir a jugar fut con mis cuates de la secundaria, me metí a bañar, y ella, la perversa, se asomó por la cortina del baño, sólo para verme desnudo, con el pretexto de ofrecerme una toalla.
Entonces yo tenía catorce años y no pensaba en cochinadas, como ella.
Pasó el tiempo y entré al bachillerato. Por esa época comenzó a rondar por nuestra casa un gorila. Nadie lo veía, sólo yo. Llegaba por las noches, se asomaba por la ventana de mi cuarto que daba hacia el jardín, gruñía y me mostraba sus filosas garras.
Al principio me daba miedo y les gritaba a mis padres; claro: no me creían y decían que eran pesadillas. Hasta yo me estaba convenciendo de que realmente eran sueños, pero una mañana amaneció muerto el “canelo”, nuestro perro, al que yo odiaba porque con frecuencia desparramaba la basura del bote y luego hacían que yo la recogiera. Estaba junto a una de las bardas de la casa. Tenía el cuello desgarrado y su cabeza casi separada de su cuerpo.
Desde entonces dejé de tenerle miedo y comencé a verlo como un aliado.
Cada noche, durante la cena, escondía un pan y lo llevaba a mi cuarto. Cuando él llegaba me acercaba a la ventana y le tiraba el pan hacia el suelo.
Aldo, mi amigo del “Vasco”, era el único que me creía y hasta me propuso que le tomara fotos con la cámara del celular. Una noche lo intenté pero se asustó y huyó de mi ventana.
La abuela seguía de perversa, pero una tarde llegó muy contenta, con su melena blanca alborotada y muy sonriente, mostrando los escasos dientes que le quedaban. Yo estaba viendo la tele y se sentó junto a mí, en el sofá de la sala. Comenzó a hacerme plática sobre sexo, disque para orientarme, explicarme y no sé qué más decía. Yo sólo le contestaba que sí y que no, hasta que me hartó y me fui a mi cuarto.
Me recosté en mi cama, prendí la tele y puse un video que me prestó Aldo: son chavas desnudas que bailan y se quitan la ropa. Claro, al poco tiempo estaba excitado. Al rato entró la pinche vieja, se recostó a un lado de mí y comenzó a manosearme. La verdad, no dije nada porque, pues…, ya estaba todo acalorado y me gustaba lo que me hacía con su boca desdentada.
En el mejor de los momentos, en que la vieja hacía su labor, apareció el gorila con su mirada lujuriosa, como disfrutando de la escena, entonces le di una patada a la bruja en el centro de su entrepierna, tan fuerte que la levanté sobre mi cuerpo y se estrelló en la cabecera de mi cama. Ahí quedó: desnucada y ensangrentada. Entonces, con cuidado, para no ensuciar mis sábanas con su podrida sangre, la levanté y la llevé al jardín, la tomé de los tobillos y la hice girar levantándola a la altura de los rosales que mi madre tanto cuidaba; restregué su marchito rostro sobre las espinas y las rosas para que se viera que el gorila se había ensañado con ella y la dejé tirada junto a la barda del jardín.
Regresé a mi cuarto para limpiar, con mi playera de las Chivas, las manchas de sangre que había dejado sobre la pared al golpearse con el impulso de mi patada. Lavé la playera en el lavabo del baño y la tendí. Como aún no terminaba el video que estaba viendo de las viejas encuerdas, me excité otra vez, me masturbé y me quedé dormido.
Desperté con el ruido de la tele, en la sala. Mis padres veían las noticias. El conductor de un programa del canal local anunciaba que por fin habían atrapado al gorila que se había escapado del circo que se encontraba instalado en los terrenos de la Feria.
Salí de mi cuarto, saludé a mis padres y me senté junto a ellos. Mi madre me preguntó si no sabía de la abuela. Le contesté que había llegado en la tarde pero que se puso a arreglar el jardín. “Después no supe de ella porque me quedé dormido”, le dije.
Mi padre se levantó y encendió las luces del jardín. Los dos salieron en su busca, le dieron vuelta a la casa pero no encontraron nada. Me extrañé y salí a buscar junto a los rosales. Les mostré los destrozos, se asustaron y llamaron al 066 para reportar la desaparición de la vieja.
Dos horas después sonó el teléfono, contestó mi padre y le informaron que debía ir a reconocer el cuerpo destrozado de su madre, lo habían encontrado junto al periférico y que, seguramente, había sido atacada por el gorila.
viernes, mayo 14, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
“AUNQUE SEA PARA MAESTRO”
José I. Delgado Bahena
A Manuel le dijeron sus padres: “Estudias, aunque sea para maestro, ¿o quieres ser campesino?”, y como campesino ya era desde que nació, aceptó la única opción que le ofrecieron sus progenitores para poder salir del “perico perro” que era el oficio de la mayoría del pueblo que, por quedarse sin más preparación que su instrucción primaria y, si acaso, la secundaria, se empleaban en lo que cayera: jornalero, chalán, campesino y, con suerte, de mesero en los restaurantes que había en la orilla del pueblo antes de que llegara el progreso en la región con la Autopista del Sol.
De manera que, sin remedio, estudió los cuatro años de la normal en la escuela de la ciudad donde formaban a los futuros maestros “que irían a sembrar la semilla del conocimiento en las escuelas de México”, como se oyó en alguna ocasión en un discurso de clausura de cursos.
Al terminar, y esperar a que les asignaran su lugar de adscripción, Manuel y otros cuatro compañeros que recorrían las oficinas de la SEP, llenos de ansiedad y con las escasas monedas en los bolsillos que les permitían, al menos, “echarse” unos tacos entre pecho y espalda, para engañar “la tripa”, se ilusionaban con llegar a la comunidad donde trabajarían su primer año en la docencia, sin imaginar que a él le aguardaba un tiburón llorón llamado “destino”.
Su asignación fue de lo esperado. Un pueblo de la región de Costa grande del estado fue su suerte en esta lotería del magisterio.
Fue ahí donde conoció a Rebeca. La vio en el centro de esa comunidad rústica de Guerrero, el domingo que llegó, cargando su maleta con sus escasas pertenencias, para instalarse y acomodarse en el pequeño cuarto que le facilitaron en una casa cercana a la escuela. La vio sentada en una gran piedra junto a la puerta de una de las casas de adobe y techo de teja. Ella: Rebeca, con dieciséis años sobre un cuerpo que aparentaba veinte; morena, alta, con largas trenzas y sonrisa provocativa, al ver a Manuel le envió una mirada acompañada de un cofre de promesas que él interpretó como de amor pero también de deseo y de desvelo.
“Si el gobierno hace como que me paga, yo hago como que trabajo.” Fue la primera frase que Manuel escuchó al día siguiente, al presentarse a sus labores, y le hizo abrir los ojos para despertar a la realidad de la irresponsabilidad de varios colegas suyos que con actitudes mezquinas defraudaban el compromiso contraído con la sociedad y menospreciaban las propuestas pedagógicas que se ofrecían por medio de los materiales de apoyo para los mentores.
“Al pueblo que fueres…”, pensó él para no entrar en conflicto con sus autoridades y con sus compañeros del centro de trabajo de la ranchería donde le asignaron su lugar de adscripción para atender un grupo de sexto grado con apenas siete alumnos: cuatro mujeres y tres hombres.
Ahí la volvió a ver. Rebeca era una de sus cuatro alumnas. El asombro se mezcló con la emoción y esto no le permitió advertir la jugada que el destino le tenía preparada.
Con el paso de los días, el maestro Manuel se olvidó de su apostolado y dedicaba las mejores atenciones a quien le atrapó con aquel arañazo que le regaló a su llegada al pueblo.
Ella, consciente del dominio que ejercía sobre la débil voluntad de su maestro, se acercaba a su mesa de trabajo para inclinarse y mostrarle sus prominentes pechos que parecían volcanes a punto de hacer erupción sobre la nariz del pobre de Manuel.
Se acercaban los enormes “puentes” que desde entonces el magisterio del estado construía para no trabajar, con el pretexto del 1°, 5 y diez de mayo, una quincena de este mes, sumando la celebrada semana “del maestro”. Manuel avisó esto a sus alumnos y Rebeca, sin soportar más los calores que su juventud le hacían despertarse a media noche gritando, entre lamentos, el nombre de su maestro, le propuso, con la ingenuidad de su adolescencia, que la llevara con él a su ciudad natal; “no aguantaría tantos días sin verte”, le dijo.
Viajaban ligeros: con la mochila de ella y una pequeña maleta de él sobre el lomo de una mula, pero antes de cruzar el río los alcanzó Francisco, el hermano mayor de Rebeca, machete en mano, retando a Manuel y reclamándole el ultraje que pretendía hacer a su familia.
Las razones no importaron, ni las explicaciones de amor de Rebeca pudieron convencer al furioso Francisco quien de un tajo cortó la yugular de un indefenso Manuel que hasta ese momento, mientras escurría un hilo de sangre entre su pecho y su camisa, comprendió que más le hubiera valido quedarse a seguir cosechando el tomate de cáscara que tenía fama en su pueblo, a seguir el sueño de ser “aunque sea maestro”.
José I. Delgado Bahena
A Manuel le dijeron sus padres: “Estudias, aunque sea para maestro, ¿o quieres ser campesino?”, y como campesino ya era desde que nació, aceptó la única opción que le ofrecieron sus progenitores para poder salir del “perico perro” que era el oficio de la mayoría del pueblo que, por quedarse sin más preparación que su instrucción primaria y, si acaso, la secundaria, se empleaban en lo que cayera: jornalero, chalán, campesino y, con suerte, de mesero en los restaurantes que había en la orilla del pueblo antes de que llegara el progreso en la región con la Autopista del Sol.
De manera que, sin remedio, estudió los cuatro años de la normal en la escuela de la ciudad donde formaban a los futuros maestros “que irían a sembrar la semilla del conocimiento en las escuelas de México”, como se oyó en alguna ocasión en un discurso de clausura de cursos.
Al terminar, y esperar a que les asignaran su lugar de adscripción, Manuel y otros cuatro compañeros que recorrían las oficinas de la SEP, llenos de ansiedad y con las escasas monedas en los bolsillos que les permitían, al menos, “echarse” unos tacos entre pecho y espalda, para engañar “la tripa”, se ilusionaban con llegar a la comunidad donde trabajarían su primer año en la docencia, sin imaginar que a él le aguardaba un tiburón llorón llamado “destino”.
Su asignación fue de lo esperado. Un pueblo de la región de Costa grande del estado fue su suerte en esta lotería del magisterio.
Fue ahí donde conoció a Rebeca. La vio en el centro de esa comunidad rústica de Guerrero, el domingo que llegó, cargando su maleta con sus escasas pertenencias, para instalarse y acomodarse en el pequeño cuarto que le facilitaron en una casa cercana a la escuela. La vio sentada en una gran piedra junto a la puerta de una de las casas de adobe y techo de teja. Ella: Rebeca, con dieciséis años sobre un cuerpo que aparentaba veinte; morena, alta, con largas trenzas y sonrisa provocativa, al ver a Manuel le envió una mirada acompañada de un cofre de promesas que él interpretó como de amor pero también de deseo y de desvelo.
“Si el gobierno hace como que me paga, yo hago como que trabajo.” Fue la primera frase que Manuel escuchó al día siguiente, al presentarse a sus labores, y le hizo abrir los ojos para despertar a la realidad de la irresponsabilidad de varios colegas suyos que con actitudes mezquinas defraudaban el compromiso contraído con la sociedad y menospreciaban las propuestas pedagógicas que se ofrecían por medio de los materiales de apoyo para los mentores.
“Al pueblo que fueres…”, pensó él para no entrar en conflicto con sus autoridades y con sus compañeros del centro de trabajo de la ranchería donde le asignaron su lugar de adscripción para atender un grupo de sexto grado con apenas siete alumnos: cuatro mujeres y tres hombres.
Ahí la volvió a ver. Rebeca era una de sus cuatro alumnas. El asombro se mezcló con la emoción y esto no le permitió advertir la jugada que el destino le tenía preparada.
Con el paso de los días, el maestro Manuel se olvidó de su apostolado y dedicaba las mejores atenciones a quien le atrapó con aquel arañazo que le regaló a su llegada al pueblo.
Ella, consciente del dominio que ejercía sobre la débil voluntad de su maestro, se acercaba a su mesa de trabajo para inclinarse y mostrarle sus prominentes pechos que parecían volcanes a punto de hacer erupción sobre la nariz del pobre de Manuel.
Se acercaban los enormes “puentes” que desde entonces el magisterio del estado construía para no trabajar, con el pretexto del 1°, 5 y diez de mayo, una quincena de este mes, sumando la celebrada semana “del maestro”. Manuel avisó esto a sus alumnos y Rebeca, sin soportar más los calores que su juventud le hacían despertarse a media noche gritando, entre lamentos, el nombre de su maestro, le propuso, con la ingenuidad de su adolescencia, que la llevara con él a su ciudad natal; “no aguantaría tantos días sin verte”, le dijo.
Viajaban ligeros: con la mochila de ella y una pequeña maleta de él sobre el lomo de una mula, pero antes de cruzar el río los alcanzó Francisco, el hermano mayor de Rebeca, machete en mano, retando a Manuel y reclamándole el ultraje que pretendía hacer a su familia.
Las razones no importaron, ni las explicaciones de amor de Rebeca pudieron convencer al furioso Francisco quien de un tajo cortó la yugular de un indefenso Manuel que hasta ese momento, mientras escurría un hilo de sangre entre su pecho y su camisa, comprendió que más le hubiera valido quedarse a seguir cosechando el tomate de cáscara que tenía fama en su pueblo, a seguir el sueño de ser “aunque sea maestro”.
domingo, mayo 09, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
CARTA A MI “MADRE”
José I. Delgado Bahena
¿Sabes?, quisiera comenzar con las frases de siempre, con las que cualquier hijo honraría la imagen que lo acompaña desde el nacimiento; empezar, esta carta, diciendo, por ejemplo: “Te saludo, madre mía, en este hermoso día…” y terminar con “¡bendita seas!”
¡Cuántas cosas te podría decir eligiendo las mejores palabras, las que tuvieran mejor ritmo y formar para ti el mejor poema! Alondra, gota de lluvia fresca, mirada de Dios, luz de ángel, manos divinas, frente de cristal, benditos pechos, fuente de amor, estrella bienhechora…
Todo eso y más podría decirte ahora cuando se acerca esta fecha en que toda la gente se dispone a coronar con bellas flores la frente del ser más adorado de todos los hogares, la sonrisa que es paz para muchos hombres, y plenitud, sabiduría, refugio y fortaleza; pero, ¿sabes?, no puedo hacerlo, aunque quisiera, de verdad, no puedo hacerlo…
Hace años, madre, te busqué, te necesité, te extrañé y, en silencio, te amé. Amé, sí, a cinco letras formando una palabra que no significaba nada, amé tu sombra, tu nombre ajeno, la llaga que fue siempre, para mí, tu ausencia; amé la borrosa huella de tus pasos cuando anduve, siendo niño, por los caminos podridos de la vida, consumiendo monstruosas sustancias adictivas, y corrompiéndome el alma con aficiones perniciosas en las que derroché mis sueños infantiles; te amé en el sabor amargo de mis días sin un mendrugo, mendigando en las veredas escondidas de mi destino –y el tuyo− la respuesta a tu abandono que de niño no encontraba.
Después la supe, “madre”, tus urgencias del calor de hombre te hicieron abandonarnos, a mis hermanas y a mí, al lado de una abuela que no cuida ni sus callos. Te fuiste, como perra, detrás del macho (y creo que ni las perras hacen eso) sin pensar en la fragilidad de nuestras mentes, de nuestras almas y de nuestros cuerpos. Nos dejaste… ¿y qué esperabas después de quince años?
Mis hermanas –hasta lo que supe− adolescentes aún, son flores del jardín de una casa de citas donde por unos billetes cualquier hombre las deshoja y les siembra rencores de por vida. También ellas, “madre”, recogieron las migajas que la vida les dio en su niñez y crecieron sin el regocijo de un regazo cálido donde saciar la sed de madre que nos dejaste con tu abandono.
¿Y yo, para qué te cuento? Crecí entre la bruma de un futuro incierto. Aceptando todo y disfrutando nada, malgastando las energías de mi precoz actividad sexual haciendo favores a señores sin escrúpulos que manipulaban mi adicción a las drogas que a mis trece abriles me derretían el cerebro.
Hoy, a mis veintidós años, apenas en la puerta del reclusorio donde pasé siete penosos años de mi vida por encontrarme relacionado con malvivientes, como yo, que no encontraron otra salida, ni otra entrada, a su destino que el camino fácil de una vida difícil; hoy, en el umbral –de nuevo− de la incertidumbre por no saber qué hacer, a quién buscar, a quién maldecir, contra quién pelear, sólo me queda un reto: encontrarte, “madre”, para entregarte esta carta en la que hubiera querido insertar trozos de algún libro de poesía que leía estando interno y que disimulaba ante mis compañeros de celda y los malditos custodios que todo confiscan, y luego pedirle al profe Jesús para que revisara mi ortografía, como hacía con mis trabajos.
Pero no, “madre”, para ti fue fácil tenernos sin padre y después (peor aún) dejarnos sin madre. No puedo decirte que te quiero mucho y que “Dios te bendiga”. Sólo déjame decirle a la sombra que siempre has sido, que pensaré en ti para maldecirte a cada instante hasta el día en que el maldito Sida que me contagiaron en el reclu acabe conmigo, y este diez de mayo brindaré para que tu vida se pudra en la ansiedad del abandono con la misma intensidad del infierno en que crecimos mis hermanas y yo.
¡Salud, “madre”!
José I. Delgado Bahena
¿Sabes?, quisiera comenzar con las frases de siempre, con las que cualquier hijo honraría la imagen que lo acompaña desde el nacimiento; empezar, esta carta, diciendo, por ejemplo: “Te saludo, madre mía, en este hermoso día…” y terminar con “¡bendita seas!”
¡Cuántas cosas te podría decir eligiendo las mejores palabras, las que tuvieran mejor ritmo y formar para ti el mejor poema! Alondra, gota de lluvia fresca, mirada de Dios, luz de ángel, manos divinas, frente de cristal, benditos pechos, fuente de amor, estrella bienhechora…
Todo eso y más podría decirte ahora cuando se acerca esta fecha en que toda la gente se dispone a coronar con bellas flores la frente del ser más adorado de todos los hogares, la sonrisa que es paz para muchos hombres, y plenitud, sabiduría, refugio y fortaleza; pero, ¿sabes?, no puedo hacerlo, aunque quisiera, de verdad, no puedo hacerlo…
Hace años, madre, te busqué, te necesité, te extrañé y, en silencio, te amé. Amé, sí, a cinco letras formando una palabra que no significaba nada, amé tu sombra, tu nombre ajeno, la llaga que fue siempre, para mí, tu ausencia; amé la borrosa huella de tus pasos cuando anduve, siendo niño, por los caminos podridos de la vida, consumiendo monstruosas sustancias adictivas, y corrompiéndome el alma con aficiones perniciosas en las que derroché mis sueños infantiles; te amé en el sabor amargo de mis días sin un mendrugo, mendigando en las veredas escondidas de mi destino –y el tuyo− la respuesta a tu abandono que de niño no encontraba.
Después la supe, “madre”, tus urgencias del calor de hombre te hicieron abandonarnos, a mis hermanas y a mí, al lado de una abuela que no cuida ni sus callos. Te fuiste, como perra, detrás del macho (y creo que ni las perras hacen eso) sin pensar en la fragilidad de nuestras mentes, de nuestras almas y de nuestros cuerpos. Nos dejaste… ¿y qué esperabas después de quince años?
Mis hermanas –hasta lo que supe− adolescentes aún, son flores del jardín de una casa de citas donde por unos billetes cualquier hombre las deshoja y les siembra rencores de por vida. También ellas, “madre”, recogieron las migajas que la vida les dio en su niñez y crecieron sin el regocijo de un regazo cálido donde saciar la sed de madre que nos dejaste con tu abandono.
¿Y yo, para qué te cuento? Crecí entre la bruma de un futuro incierto. Aceptando todo y disfrutando nada, malgastando las energías de mi precoz actividad sexual haciendo favores a señores sin escrúpulos que manipulaban mi adicción a las drogas que a mis trece abriles me derretían el cerebro.
Hoy, a mis veintidós años, apenas en la puerta del reclusorio donde pasé siete penosos años de mi vida por encontrarme relacionado con malvivientes, como yo, que no encontraron otra salida, ni otra entrada, a su destino que el camino fácil de una vida difícil; hoy, en el umbral –de nuevo− de la incertidumbre por no saber qué hacer, a quién buscar, a quién maldecir, contra quién pelear, sólo me queda un reto: encontrarte, “madre”, para entregarte esta carta en la que hubiera querido insertar trozos de algún libro de poesía que leía estando interno y que disimulaba ante mis compañeros de celda y los malditos custodios que todo confiscan, y luego pedirle al profe Jesús para que revisara mi ortografía, como hacía con mis trabajos.
Pero no, “madre”, para ti fue fácil tenernos sin padre y después (peor aún) dejarnos sin madre. No puedo decirte que te quiero mucho y que “Dios te bendiga”. Sólo déjame decirle a la sombra que siempre has sido, que pensaré en ti para maldecirte a cada instante hasta el día en que el maldito Sida que me contagiaron en el reclu acabe conmigo, y este diez de mayo brindaré para que tu vida se pudra en la ansiedad del abandono con la misma intensidad del infierno en que crecimos mis hermanas y yo.
¡Salud, “madre”!
domingo, mayo 02, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
“BENDITA TU LUZ”
José I. Delgado Bahena
Esta es la historia de Damián.
Desde pequeño quiso ser rockero, tener su banda y tocar en un antro donde todo el mundo coreara sus canciones. Por eso, motivado por ese sueño, iba todas las tardes al local de Armanrock, el ícono de este género musical de Iguala, a ver ensayar a los grupos que ahí se formaban, y a la sombra de Armando Dorantes, quien, disimulando la hoguera de la música con los rótulos que le mandaban hacer para eventos o negocios, apoyaba a los jóvenes que tenían estas inquietudes.
Ya adolescente, Damián, quien tocaba muy bien la guitarra eléctrica, se aventuró e invitó a otros amigos de la secundaria a que fueran a practicar con los instrumentos que Armando les prestaba, y así, chupando la esencia de los ritmos de Joplin, Morrison, Hendrix y Lenon que Armanrock les compartía, integraron un grupo sin nombre que tocaba sólo ahí, rodeados de rótulos, las rolas de moda.
Una tarde, después de dos años de practicar de frente al sol, llegó Aline, con sus diecisiete años salpicando sus blancas mejillas e iluminando su rubio cabello, como una aparición, estremeciendo con su presencia la sensibilidad de Manuel, Avelino, Abel y, por supuesto, de Damián, que en ese momento ensayaban la canción “Bendita tu luz”, de Maná.
−¿Me dejan tocar la batería?−solicitó con una sonrisa que fue como la luz de la rola que entonaban.
−¡Claro! –respondió Damián sin titubeos y haciendo una señal a Avelino para que dejara la batería a disposición de Aline.
A partir de entonces, el grupo, al que llamaron “Mar y Sol”, creció y comenzó a tener solicitudes de presentaciones en diversas tocadas donde el mayor atractivo era ver a una mujer tocando la batería.
Siete meses de tan cercana convivencia hizo que una tarde explotaran las miradas y la piel se encendiera en una llama con la chispa del roce de las manos de Aline y Damián.
−Me gustas –dijo ella.
−Tú también me gustas –correspondió él.
Desde esa tarde, cualquier lugar y momento eran propicios para la entrega de las almas a través de la fusión de sus cuerpos que daba salida a sus impulsos sexuales.
Era la gloria, el paraíso, el sol en invierno y la brisa fresca en verano, hasta que, una mañana de un sábado cualquiera, mientras esperaban a que Aline se incorporara a los ensayos, llegó un mensaje de ella al celular de Damián:
“Perdón, me tengo que ir, ya no seguiré con el grupo” decía el mensaje.
“¿Por qué?” Preguntó él.
“Mis padres me llevan a Puebla, donde estudiaré música, cuídate.”
“¿Y yo, qué haré?, inquirió él con una angustia que no pudo reflejar en las cuatro palabras.
El silencio fue la única respuesta de Aline.
Pasaron otros diecisiete años en la vida de Damián. Estaba por cumplir los treinta y cuatro cuando, en un bar de la ciudad, donde él se presentaba en compañía de otro grupo de amigos que le dejaron integrarse a la banda para poder desahogar la frustración por la desaparición de Aline, y tocaban, todas las noches, aquella canción de Maná: “Bendita tu luz”, que atrajo la presencia luminosa de la baterista estrella de su grupo juvenil; ocurrió que, desde una mesa cercana donde seis jóvenes departían entre risas y frente a un tarro de cerveza, se desprendió una hermosa cabellera rubia que deslumbró la mirada de Damián. Como si la invocara, la joven adolescente, dueña de la cabellera, se acercó al grupo y preguntó:
−¿Me dejan tocar la batería?
Como aquella vez, él hizo el movimiento de cabeza al baterista de la banda para que le dejara su lugar.
−¿Cuál quieres tocar? –le dijeron.
−“Bendita tu luz”, de Maná –respondió ella.
Al terminar la canción, Damián la detuvo.
−¿Cómo te llamas? –le preguntó.
−Marisol. Soy de Puebla −agregó−, pero mi madre era de aquí y leí en su diario que de joven tocaba la batería, por eso me empeñé en aprender a tocarla; mi padre tocaba la guitarra pero no lo conocí.
–¿Y tu madre? –preguntó un ansioso Damián que sintió cómo transcurría un siglo en los dos segundos que tardó en contestar Marisol.
−Murió cuando yo nací −concluyó la joven, bajando a reunirse con sus amigos y dejando un beso en la mejilla de Damián.
José I. Delgado Bahena
Esta es la historia de Damián.
Desde pequeño quiso ser rockero, tener su banda y tocar en un antro donde todo el mundo coreara sus canciones. Por eso, motivado por ese sueño, iba todas las tardes al local de Armanrock, el ícono de este género musical de Iguala, a ver ensayar a los grupos que ahí se formaban, y a la sombra de Armando Dorantes, quien, disimulando la hoguera de la música con los rótulos que le mandaban hacer para eventos o negocios, apoyaba a los jóvenes que tenían estas inquietudes.
Ya adolescente, Damián, quien tocaba muy bien la guitarra eléctrica, se aventuró e invitó a otros amigos de la secundaria a que fueran a practicar con los instrumentos que Armando les prestaba, y así, chupando la esencia de los ritmos de Joplin, Morrison, Hendrix y Lenon que Armanrock les compartía, integraron un grupo sin nombre que tocaba sólo ahí, rodeados de rótulos, las rolas de moda.
Una tarde, después de dos años de practicar de frente al sol, llegó Aline, con sus diecisiete años salpicando sus blancas mejillas e iluminando su rubio cabello, como una aparición, estremeciendo con su presencia la sensibilidad de Manuel, Avelino, Abel y, por supuesto, de Damián, que en ese momento ensayaban la canción “Bendita tu luz”, de Maná.
−¿Me dejan tocar la batería?−solicitó con una sonrisa que fue como la luz de la rola que entonaban.
−¡Claro! –respondió Damián sin titubeos y haciendo una señal a Avelino para que dejara la batería a disposición de Aline.
A partir de entonces, el grupo, al que llamaron “Mar y Sol”, creció y comenzó a tener solicitudes de presentaciones en diversas tocadas donde el mayor atractivo era ver a una mujer tocando la batería.
Siete meses de tan cercana convivencia hizo que una tarde explotaran las miradas y la piel se encendiera en una llama con la chispa del roce de las manos de Aline y Damián.
−Me gustas –dijo ella.
−Tú también me gustas –correspondió él.
Desde esa tarde, cualquier lugar y momento eran propicios para la entrega de las almas a través de la fusión de sus cuerpos que daba salida a sus impulsos sexuales.
Era la gloria, el paraíso, el sol en invierno y la brisa fresca en verano, hasta que, una mañana de un sábado cualquiera, mientras esperaban a que Aline se incorporara a los ensayos, llegó un mensaje de ella al celular de Damián:
“Perdón, me tengo que ir, ya no seguiré con el grupo” decía el mensaje.
“¿Por qué?” Preguntó él.
“Mis padres me llevan a Puebla, donde estudiaré música, cuídate.”
“¿Y yo, qué haré?, inquirió él con una angustia que no pudo reflejar en las cuatro palabras.
El silencio fue la única respuesta de Aline.
Pasaron otros diecisiete años en la vida de Damián. Estaba por cumplir los treinta y cuatro cuando, en un bar de la ciudad, donde él se presentaba en compañía de otro grupo de amigos que le dejaron integrarse a la banda para poder desahogar la frustración por la desaparición de Aline, y tocaban, todas las noches, aquella canción de Maná: “Bendita tu luz”, que atrajo la presencia luminosa de la baterista estrella de su grupo juvenil; ocurrió que, desde una mesa cercana donde seis jóvenes departían entre risas y frente a un tarro de cerveza, se desprendió una hermosa cabellera rubia que deslumbró la mirada de Damián. Como si la invocara, la joven adolescente, dueña de la cabellera, se acercó al grupo y preguntó:
−¿Me dejan tocar la batería?
Como aquella vez, él hizo el movimiento de cabeza al baterista de la banda para que le dejara su lugar.
−¿Cuál quieres tocar? –le dijeron.
−“Bendita tu luz”, de Maná –respondió ella.
Al terminar la canción, Damián la detuvo.
−¿Cómo te llamas? –le preguntó.
−Marisol. Soy de Puebla −agregó−, pero mi madre era de aquí y leí en su diario que de joven tocaba la batería, por eso me empeñé en aprender a tocarla; mi padre tocaba la guitarra pero no lo conocí.
–¿Y tu madre? –preguntó un ansioso Damián que sintió cómo transcurría un siglo en los dos segundos que tardó en contestar Marisol.
−Murió cuando yo nací −concluyó la joven, bajando a reunirse con sus amigos y dejando un beso en la mejilla de Damián.
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