“AUNQUE SEA PARA MAESTRO”
José I. Delgado Bahena
A Manuel le dijeron sus padres: “Estudias, aunque sea para maestro, ¿o quieres ser campesino?”, y como campesino ya era desde que nació, aceptó la única opción que le ofrecieron sus progenitores para poder salir del “perico perro” que era el oficio de la mayoría del pueblo que, por quedarse sin más preparación que su instrucción primaria y, si acaso, la secundaria, se empleaban en lo que cayera: jornalero, chalán, campesino y, con suerte, de mesero en los restaurantes que había en la orilla del pueblo antes de que llegara el progreso en la región con la Autopista del Sol.
De manera que, sin remedio, estudió los cuatro años de la normal en la escuela de la ciudad donde formaban a los futuros maestros “que irían a sembrar la semilla del conocimiento en las escuelas de México”, como se oyó en alguna ocasión en un discurso de clausura de cursos.
Al terminar, y esperar a que les asignaran su lugar de adscripción, Manuel y otros cuatro compañeros que recorrían las oficinas de la SEP, llenos de ansiedad y con las escasas monedas en los bolsillos que les permitían, al menos, “echarse” unos tacos entre pecho y espalda, para engañar “la tripa”, se ilusionaban con llegar a la comunidad donde trabajarían su primer año en la docencia, sin imaginar que a él le aguardaba un tiburón llorón llamado “destino”.
Su asignación fue de lo esperado. Un pueblo de la región de Costa grande del estado fue su suerte en esta lotería del magisterio.
Fue ahí donde conoció a Rebeca. La vio en el centro de esa comunidad rústica de Guerrero, el domingo que llegó, cargando su maleta con sus escasas pertenencias, para instalarse y acomodarse en el pequeño cuarto que le facilitaron en una casa cercana a la escuela. La vio sentada en una gran piedra junto a la puerta de una de las casas de adobe y techo de teja. Ella: Rebeca, con dieciséis años sobre un cuerpo que aparentaba veinte; morena, alta, con largas trenzas y sonrisa provocativa, al ver a Manuel le envió una mirada acompañada de un cofre de promesas que él interpretó como de amor pero también de deseo y de desvelo.
“Si el gobierno hace como que me paga, yo hago como que trabajo.” Fue la primera frase que Manuel escuchó al día siguiente, al presentarse a sus labores, y le hizo abrir los ojos para despertar a la realidad de la irresponsabilidad de varios colegas suyos que con actitudes mezquinas defraudaban el compromiso contraído con la sociedad y menospreciaban las propuestas pedagógicas que se ofrecían por medio de los materiales de apoyo para los mentores.
“Al pueblo que fueres…”, pensó él para no entrar en conflicto con sus autoridades y con sus compañeros del centro de trabajo de la ranchería donde le asignaron su lugar de adscripción para atender un grupo de sexto grado con apenas siete alumnos: cuatro mujeres y tres hombres.
Ahí la volvió a ver. Rebeca era una de sus cuatro alumnas. El asombro se mezcló con la emoción y esto no le permitió advertir la jugada que el destino le tenía preparada.
Con el paso de los días, el maestro Manuel se olvidó de su apostolado y dedicaba las mejores atenciones a quien le atrapó con aquel arañazo que le regaló a su llegada al pueblo.
Ella, consciente del dominio que ejercía sobre la débil voluntad de su maestro, se acercaba a su mesa de trabajo para inclinarse y mostrarle sus prominentes pechos que parecían volcanes a punto de hacer erupción sobre la nariz del pobre de Manuel.
Se acercaban los enormes “puentes” que desde entonces el magisterio del estado construía para no trabajar, con el pretexto del 1°, 5 y diez de mayo, una quincena de este mes, sumando la celebrada semana “del maestro”. Manuel avisó esto a sus alumnos y Rebeca, sin soportar más los calores que su juventud le hacían despertarse a media noche gritando, entre lamentos, el nombre de su maestro, le propuso, con la ingenuidad de su adolescencia, que la llevara con él a su ciudad natal; “no aguantaría tantos días sin verte”, le dijo.
Viajaban ligeros: con la mochila de ella y una pequeña maleta de él sobre el lomo de una mula, pero antes de cruzar el río los alcanzó Francisco, el hermano mayor de Rebeca, machete en mano, retando a Manuel y reclamándole el ultraje que pretendía hacer a su familia.
Las razones no importaron, ni las explicaciones de amor de Rebeca pudieron convencer al furioso Francisco quien de un tajo cortó la yugular de un indefenso Manuel que hasta ese momento, mientras escurría un hilo de sangre entre su pecho y su camisa, comprendió que más le hubiera valido quedarse a seguir cosechando el tomate de cáscara que tenía fama en su pueblo, a seguir el sueño de ser “aunque sea maestro”.
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