“BENDITA TU LUZ”
José I. Delgado Bahena
Esta es la historia de Damián.
Desde pequeño quiso ser rockero, tener su banda y tocar en un antro donde todo el mundo coreara sus canciones. Por eso, motivado por ese sueño, iba todas las tardes al local de Armanrock, el ícono de este género musical de Iguala, a ver ensayar a los grupos que ahí se formaban, y a la sombra de Armando Dorantes, quien, disimulando la hoguera de la música con los rótulos que le mandaban hacer para eventos o negocios, apoyaba a los jóvenes que tenían estas inquietudes.
Ya adolescente, Damián, quien tocaba muy bien la guitarra eléctrica, se aventuró e invitó a otros amigos de la secundaria a que fueran a practicar con los instrumentos que Armando les prestaba, y así, chupando la esencia de los ritmos de Joplin, Morrison, Hendrix y Lenon que Armanrock les compartía, integraron un grupo sin nombre que tocaba sólo ahí, rodeados de rótulos, las rolas de moda.
Una tarde, después de dos años de practicar de frente al sol, llegó Aline, con sus diecisiete años salpicando sus blancas mejillas e iluminando su rubio cabello, como una aparición, estremeciendo con su presencia la sensibilidad de Manuel, Avelino, Abel y, por supuesto, de Damián, que en ese momento ensayaban la canción “Bendita tu luz”, de Maná.
−¿Me dejan tocar la batería?−solicitó con una sonrisa que fue como la luz de la rola que entonaban.
−¡Claro! –respondió Damián sin titubeos y haciendo una señal a Avelino para que dejara la batería a disposición de Aline.
A partir de entonces, el grupo, al que llamaron “Mar y Sol”, creció y comenzó a tener solicitudes de presentaciones en diversas tocadas donde el mayor atractivo era ver a una mujer tocando la batería.
Siete meses de tan cercana convivencia hizo que una tarde explotaran las miradas y la piel se encendiera en una llama con la chispa del roce de las manos de Aline y Damián.
−Me gustas –dijo ella.
−Tú también me gustas –correspondió él.
Desde esa tarde, cualquier lugar y momento eran propicios para la entrega de las almas a través de la fusión de sus cuerpos que daba salida a sus impulsos sexuales.
Era la gloria, el paraíso, el sol en invierno y la brisa fresca en verano, hasta que, una mañana de un sábado cualquiera, mientras esperaban a que Aline se incorporara a los ensayos, llegó un mensaje de ella al celular de Damián:
“Perdón, me tengo que ir, ya no seguiré con el grupo” decía el mensaje.
“¿Por qué?” Preguntó él.
“Mis padres me llevan a Puebla, donde estudiaré música, cuídate.”
“¿Y yo, qué haré?, inquirió él con una angustia que no pudo reflejar en las cuatro palabras.
El silencio fue la única respuesta de Aline.
Pasaron otros diecisiete años en la vida de Damián. Estaba por cumplir los treinta y cuatro cuando, en un bar de la ciudad, donde él se presentaba en compañía de otro grupo de amigos que le dejaron integrarse a la banda para poder desahogar la frustración por la desaparición de Aline, y tocaban, todas las noches, aquella canción de Maná: “Bendita tu luz”, que atrajo la presencia luminosa de la baterista estrella de su grupo juvenil; ocurrió que, desde una mesa cercana donde seis jóvenes departían entre risas y frente a un tarro de cerveza, se desprendió una hermosa cabellera rubia que deslumbró la mirada de Damián. Como si la invocara, la joven adolescente, dueña de la cabellera, se acercó al grupo y preguntó:
−¿Me dejan tocar la batería?
Como aquella vez, él hizo el movimiento de cabeza al baterista de la banda para que le dejara su lugar.
−¿Cuál quieres tocar? –le dijeron.
−“Bendita tu luz”, de Maná –respondió ella.
Al terminar la canción, Damián la detuvo.
−¿Cómo te llamas? –le preguntó.
−Marisol. Soy de Puebla −agregó−, pero mi madre era de aquí y leí en su diario que de joven tocaba la batería, por eso me empeñé en aprender a tocarla; mi padre tocaba la guitarra pero no lo conocí.
–¿Y tu madre? –preguntó un ansioso Damián que sintió cómo transcurría un siglo en los dos segundos que tardó en contestar Marisol.
−Murió cuando yo nací −concluyó la joven, bajando a reunirse con sus amigos y dejando un beso en la mejilla de Damián.
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