“EL MENSAJERO”
José I. Delgado Bahena
Ángel vivía solo. Todos los días salía de su casa a las nueve de la noche para dirigirse al cyber de la esquina donde rentaba por dos horas una computadora para conectarse a la red y tener, al menos, un rato de conversación con aquellos amigos virtuales que se había conseguido por medio de los correos que había extraído de las cadenas que le llegaban y que había agregado a sus contactos.
A los veinticuatro años de edad, sin su mujer ni su pequeña hija que lo abandonaron para regresar a la casa paterna de la madre, su vida se enrollaba en la rutina del trabajo, mal pagado, y de su empecinada afición al carrujo de mariguana que fumaba todas las noches antes de meterse en la soledad de las calientes sábanas de su cama.
Pero aquella noche fue distinto. Después de releer los mensajes que se había auto enviado la noche anterior, como el mejor amigo que no había podido conseguir ni con alguno de sus compañeros de trabajo, y a punto de cerrar el Messenger y con ello la esperanza de llevarse el sabor dulce de dos palabras afectuosas, un relámpago azul le iluminó la mirada desde el cuadro del mensajero.
“Hola”, le saludó Crisito.
“Hola”, contestó Ángel.
“¿Qué haces?”
“Aquí, a punto de irme”, respondió. “¿Quién eres?”, agregó.
“Tu conciencia. Así que dime: ¿por qué colgaste a tu gato?”
−¡Chin, el pinche gato! –exclamó con un grito que se incrustó en los audífonos de dos chavos que estaban en otras máquinas descargando música para sus celulares.
“Por qué no contestas?”, insistió Crisito.
“¿Me conoces? ¿Cómo sabes que tengo un gato?”
“Olvida eso. Mejor piensa en lo que están pasando tu mujer y tu hija. ¿Sabías que en el jardín de niños donde estudia Janet hubo un brote de hepatitis y ella está hospitalizada?”
“No…” Respondió titubeante Ángel. “¿Cómo sabes eso?”
“¡Qué importa!, seguramente tampoco sabes del gran riesgo que corre tu ex todas las noches al regresar de su trabajo de mesera.”
“¿Quién eres?”, preguntó intrigado, “¿Y cómo conseguiste mi correo?”, agregó.
“Ya te dije: soy tu conciencia. Tu correo lo conseguí de una cadena.”
“¿Qué quieres? Dime quién eres o me desconecto de inmediato”, escribió Ángel.
“No te precipites. No me conoces y, para ser honesto, tampoco te conozco. Soy vidente. ¿Sabes qué es eso? Puedo ver tu pasado. Ya sé, quieres una prueba. Bueno: ¿ya olvidaste cuando violaste a una pequeñita de siete años que vivía a un lado de tu casa, en la vecindad donde rentaban tus padres? Nadie lo supo y nadie sospechó de ti, apenas tenías diecisiete años. La pequeña se desangró y murió. Jamás supieron quién fue.”
Ángel no respondió ante esa afirmación. Cuando eso ocurrió estuvo completamente seguro de que nadie se había dado cuenta. Además, la niña era hija de una pareja amiga de sus padres y a esa hora se suponía que él estaba en la prepa, pero había llegado temprano y no había nadie en su casa ni en la de Perlita, a quien habían dejado haciendo su tarea.
“¿Por qué no dices nada?”, preguntó Crisito.
Inmediatamente cerró el cuadro de conversación y se desconectó del Messenger. Pidió la cuenta, pagó y salió del cyber. Eran las diez y media de la noche. Temeroso, volteaba hacia todos lados creyendo ver en cada rostro y en cada sombra la amenaza del cibernauta que conocía su delito. Sin soportar más la presión se echó a correr hasta llegar a la puerta del cuartito que rentaba para vivir, solo, teniendo a su gato como única compañía.
El cuadro que vio, al entrar y encender la luz, lo dejó sin aliento. De una de las vigas del techo colgaba un lazo y de una de las puntas estaba el animal, muerto, abierto en canal y con los intestinos de fuera, desangrado completamente.
No pudo más. Con los nervios devastados, bajó al gato, acomodó el lazo alrededor de su cuello, acercó una silla, subió a ella y dejó que el nudo hiciera su labor para escapar, así, de la amenaza del vidente que, como fuerza vengadora, había surgido desde su conciencia en el mensajero de la Internet.
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