¿DE QUIÉN ES LA CULPA?
Cuando creíamos
que teníamos todas
las respuestas,
de pronto, cambiaron
todas las preguntas.
Mario Benedetti
“Yo no tengo la culpa”, me dijo desviando la
mirada hacia una caja de contactos eléctricos que está incrustada en el tronco
de uno de los viejos y emblemáticos tamarindos del centro de la ciudad.
Estábamos platicando sentados en una
banca del zócalo, después de oír misa en la parroquia de San Francisco. “Ella”
había dejado su casa por irse a vivir conmigo, ilusionada en una aceptación que
no encontró jamás en sus amigos, sus hermanos y, mucho menos, en sus padres.
La conocí en un antro, por el
“peri”, una noche en que Rafael me invitó a tomar unas cervezas y fuimos a
parar a ese lugar en el que un grupo de travestis imitaban, con sus movimientos
y vestuarios, a los artistas de moda, tanto nacionales como extranjeros.
La verdad, a mis treinta años, nunca
había ido a un lugar de esos. En donde yo vivía, sólo hay dos cantinas y un
billar para ir a divertirse; pero, como mi amigo me invitó a venirme a trabajar
en el ayuntamiento, pues… acepté y dejé el pueblo.
En el antro vimos desfilar ante
nuestros ojos a Madona, Alejandra Guzmán, Yuri, Lady Gaga, Yuridia, Ricky
Martin, Gloria Trevi y otros que no me aprendí sus nombres. “Ella” interpretó a
Paulina Rubio y cuando vi su cuerpo bien delineado, con su rubia cabellera,
moviéndose al ritmo de: “Lo haré por ti, porque lo siento, porque tú me
elevas…”, le dije a Rafa:
−No manches, con esa sí me casaba.
−¡Ja, ja, ja! –se rió él−, ¿no ves
que son hombres?
−¡¿En serio?! –le pregunté
incrédulo.
−Sí, mira: si gustas, en cuanto
terminen su show le invitamos una cerveza, para que te convenzas.
Mi amigo le envió la invitación con
el mesero que nos atendía y a los pocos minutos ella se encontraba en nuestra
mesa, tomándose un jugo de naranja y fumándose un cigarro.
−¿Cómo te llamas? –le pregunté, como
para salir de dudas.
−Paloma –me contestó con una voz
indefinida cuyo tono se me perdió en el bullicio de la música y de la gente−.
¿Y tú?
−Juan –le contesté perdido en el
brillo de sus ojos verdes que, después supe, eran pupilentes.
Es lo único que recuerdo de esa
noche.
Al siguiente día desperté con “ella”
a mi lado, en el cuartito que rentaba cerca de la casa de mi amigo. ¿Qué pasó?
No sé. Pero al ver su espalda desnuda y su cabellera de oro descansando sobre
mi almohada, me dije que no me importaban su pasado ni lo que dijera la gente;
la aceptaría conmigo, la respetaría y la defendería.
Cuando despertó, pude ver con
claridad sus manos grandes, de hombre,
sus pies sin depilar que disimulaba con el vestuario y el maquillaje en
la representación de su personaje.
−¿No te arrepientes? –me preguntó
con su voz de tórtola.
−¿De qué? –le devolví la pregunta.
−De haberme invitado a vivir
contigo. Si lo hiciste porque estabas borracho –continuó, sentada al borde de
la cama y viendo hacia el piso−, no te preocupes, me voy y no me volverás a
ver.
−No sé qué te dije, ni qué te
prometí –le objeté−, pero esta aventura ya inició y, si estás de acuerdo,
sigamos igual y… a ver qué pasa.
Por supuesto que estuvo de acuerdo.
Hemos vivido juntos por más de un año; “ella” en su trabajo y yo en el mío. En
ocasiones, la voy a recoger y la espero en la entrada del centro nocturno. La
verdad, a veces siento celos de que otros la vean con las diminutas prendas con
las que actúa.
Todo había caminado sin sobresaltos,
hasta que Rafael me dijo, a la salida del trabajo:
− ¿Cómo vas con tu Paloma?
−Bien. ¿Por qué? –le pregunté,
extrañado por su cuestionamiento.
−Por nada. Sólo espero que te estés
cuidando y no olvides tener precauciones.
Esta plática me hizo reflexionar en
que la única ocasión que habíamos actuado sin protección fue aquella vez en que
nos conocimos. Sin embargo, para no dejar suelto ese cabo, le pedí a Paloma que
fuéramos a hacernos los estudios de laboratorio, para estar seguros.
Después de recibir los resultados,
fuimos a misa, como para desahogar el desconsuelo del diagnóstico.
−Claro que no tienes la culpa –le
dije, fijando también la vista en la caja insertada en el tamarindo−, no me
obligaste a nada y si me contagiaste el SIDA fue también por irresponsabilidad
mía, no sólo tuya. Además, así como enfrentamos al mundo para vivir nuestra
relación, lo haremos para atendernos.
“Ella” se recargó en mi hombro con
una muda respuesta de aceptación, ante los días negros que se avecinaban,
mientras una ardilla bajaba a la derruida fuente del zócalo en busca de un poco
de agua, aunque fuera con lodito.
1 comentario:
osea era un female ... q raras son las cosas...¬¬
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