lunes, febrero 20, 2012


¿DE QUIÉN ES LA CULPA?
Cuando creíamos
que teníamos todas las respuestas,
de pronto, cambiaron
todas las preguntas.
                                                         Mario Benedetti

 “Yo no tengo la culpa”, me dijo desviando la mirada hacia una caja de contactos eléctricos que está incrustada en el tronco de uno de los viejos y emblemáticos tamarindos del centro de la ciudad.
            Estábamos platicando sentados en una banca del zócalo, después de oír misa en la parroquia de San Francisco. “Ella” había dejado su casa por irse a vivir conmigo, ilusionada en una aceptación que no encontró jamás en sus amigos, sus hermanos y,  mucho menos, en sus padres.
            La conocí en un antro, por el “peri”, una noche en que Rafael me invitó a tomar unas cervezas y fuimos a parar a ese lugar en el que un grupo de travestis imitaban, con sus movimientos y vestuarios, a los artistas de moda, tanto nacionales como extranjeros.
            La verdad, a mis treinta años, nunca había ido a un lugar de esos. En donde yo vivía, sólo hay dos cantinas y un billar para ir a divertirse; pero, como mi amigo me invitó a venirme a trabajar en el ayuntamiento, pues… acepté y dejé el pueblo.
            En el antro vimos desfilar ante nuestros ojos a Madona, Alejandra Guzmán, Yuri, Lady Gaga, Yuridia, Ricky Martin, Gloria Trevi y otros que no me aprendí sus nombres. “Ella” interpretó a Paulina Rubio y cuando vi su cuerpo bien delineado, con su rubia cabellera, moviéndose al ritmo de: “Lo haré por ti, porque lo siento, porque tú me elevas…”, le dije a Rafa:
            −No manches, con esa sí me casaba.
            −¡Ja, ja, ja! –se rió él−, ¿no ves que son hombres?
            −¡¿En serio?! –le pregunté incrédulo.
            −Sí, mira: si gustas, en cuanto terminen su show le invitamos una cerveza, para que te convenzas.
            Mi amigo le envió la invitación con el mesero que nos atendía y a los pocos minutos ella se encontraba en nuestra mesa, tomándose un jugo de naranja y fumándose un cigarro.
            −¿Cómo te llamas? –le pregunté, como para salir de dudas.
            −Paloma –me contestó con una voz indefinida cuyo tono se me perdió en el bullicio de la música y de la gente−. ¿Y tú?
            −Juan –le contesté perdido en el brillo de sus ojos verdes que, después supe, eran pupilentes.
            Es lo único que recuerdo de esa noche.
            Al siguiente día desperté con “ella” a mi lado, en el cuartito que rentaba cerca de la casa de mi amigo. ¿Qué pasó? No sé. Pero al ver su espalda desnuda y su cabellera de oro descansando sobre mi almohada, me dije que no me importaban su pasado ni lo que dijera la gente; la aceptaría conmigo, la respetaría y la defendería.
            Cuando despertó, pude ver con claridad sus manos grandes, de hombre,  sus pies sin depilar que disimulaba con el vestuario y el maquillaje en la representación de su personaje.
            −¿No te arrepientes? –me preguntó con su voz de tórtola.
            −¿De qué? –le devolví la pregunta.
            −De haberme invitado a vivir contigo. Si lo hiciste porque estabas borracho –continuó, sentada al borde de la cama y viendo hacia el piso−, no te preocupes, me voy y no me volverás a ver.
            −No sé qué te dije, ni qué te prometí –le objeté−, pero esta aventura ya inició y, si estás de acuerdo, sigamos igual y… a ver qué pasa.
            Por supuesto que estuvo de acuerdo. Hemos vivido juntos por más de un año; “ella” en su trabajo y yo en el mío. En ocasiones, la voy a recoger y la espero en la entrada del centro nocturno. La verdad, a veces siento celos de que otros la vean con las diminutas prendas con las que actúa.
            Todo había caminado sin sobresaltos, hasta que Rafael me dijo, a la salida del trabajo:
            − ¿Cómo vas con tu Paloma?
            −Bien. ¿Por qué? –le pregunté, extrañado por su cuestionamiento.
            −Por nada. Sólo espero que te estés cuidando y no olvides tener precauciones.
            Esta plática me hizo reflexionar en que la única ocasión que habíamos actuado sin protección fue aquella vez en que nos conocimos. Sin embargo, para no dejar suelto ese cabo, le pedí a Paloma que fuéramos a hacernos los estudios de laboratorio, para estar seguros.
            Después de recibir los resultados, fuimos a misa, como para desahogar el desconsuelo del diagnóstico.
            −Claro que no tienes la culpa –le dije, fijando también la vista en la caja insertada en el tamarindo−, no me obligaste a nada y si me contagiaste el SIDA fue también por irresponsabilidad mía, no sólo tuya. Además, así como enfrentamos al mundo para vivir nuestra relación, lo haremos para atendernos.
            “Ella” se recargó en mi hombro con una muda respuesta de aceptación, ante los días negros que se avecinaban, mientras una ardilla bajaba a la derruida fuente del zócalo en busca de un poco de agua, aunque fuera con lodito.

1 comentario:

magdaleno dijo...

osea era un female ... q raras son las cosas...¬¬