CUATRO
No tenía dudas, Alejandro vibraba con este sentimiento, real o imaginado, pero poderoso, agobiante y pleno que es el amor.
¿Y ella? ¡Quién sabe! ¿Quién conoce, cabalmente, la naturaleza humana que pueda asegurar, con firmeza, que lo que dice o siente el hombre, o la mujer, sea cierto y limpio?
¿Qué es el amor? ¿Cómo definir este sentimiento que, algunas veces, nos acobarda y otras nos hace fuertes, valientes y atrevidos?
¿Por qué, cuando decimos que estamos enamorados, deseamos que la persona amada esté, permanentemente, junto a nosotros y eso puede parecer, en realidad, dependencia solamente?
Alejandro se debatía entre éstas y otras mil reflexiones que se hacía para entender su confusión, su anhelo, su desesperación, sus dudas.
Pero, en algo no tenía ya ninguna duda: la amaba. Y en otra cosa: era una locura; pero, ¡bendita locura!
Después de aquel encuentro se dieron otras oportunidades de convivir: yendo al cine, a tomar café, a cenar y, por medio de los celulares, estaban, minuto tras minuto, en contacto.
Ella comenzaba. Un día le envió el texto de una canción que decía: “Tendré que decidir...” y él se sintió emocionado, era una promesa. En otras ocasiones lo retaba y le enviaba: “Tengo una canción para ti, ya sé que no te importo, que te parezco tan poca cosa...”
Él temblaba y le reclamaba en silencio: “¿Cuándo te dije eso, si eres lo más importante para mí?”
Pero lo máximo, y sería algo imborrable para él, fue cuando, hablando por teléfono, a punto de colgarle, ella le dijo, recordando una canción de un famoso grupo: “Pero no me cuelgues, ¡es que quiero oír tu voz!”
Desde entonces, escuchar su voz, aún por teléfono, se convirtió en una obsesión. En todo momento el timbre de su acento le resonaba en sus oídos y se incrustaba por ese laberinto entre las veredas del corazón y le saltaban en el pecho.
Un día, ella le llamó y le dijo:
—¿Cómo llego a tu trabajo? —Alejandro advirtió que lo había tuteado y pensó que, a pesar de las muchas convivencias que ya habían tenido y él se lo había pedido insistentemente, no lo hacía, por falta de costumbre, decía—, hoy saldré temprano —continuó Fátima— y quiero ir por ti, si no te molesta.
—¡Claro que no me molesta! —respondió él, emocionado. Y con lujo de detalles le indicó la manera de llegar a la escuela secundaria donde trabajaba: cuál metro, cuál salida, cuál camión, dónde bajarse, etc.
―Ya entendí ―dijo Fátima.
―Te espero ―le dijo él―, hoy salgo a las seis cincuenta. Además, te marcaré cuando calcule que estarás por llegar, para que no te pases.
—Está bien —dijo Fátima—. Ahí llego.
Las clases, en las que enseñaba el manejo de la lengua y trataba de acercar a sus alumnos hacia la literatura, transcurrieron lentamente para Alejandro. Temía por la llegada de Fátima, el medio no era nada confiable, rondaban los vagos y mal vivientes y, aunque algunos de ellos habían sido sus alumnos y lo respetaban, pensaba que, al menos podrían faltarle al respeto a ella.
En el último grupo de la tarde, en el que enseñaría el tema del Quijote de la Mancha, para indagar qué tanto sabían sus alumnos sobre esta novela, pidió que levantara la mano quien quisiera aportar lo que supiera acerca del personaje de Cervantes.
Sólo uno: Juan, a quien sus amigos apodaban “La gringa” por ser de piel blanca y, además, se pintaba el cabello de rubio, quiso participar y levantó la mano.
—A ver, dime: ¿qué sabes acerca del Quijote —pidió Alejandro a este alumno que deseaba participar.
—Bueno —dijo Juan, con una leve sonrisa dibujada en su rostro afilado—, pues que era un “vato” que estaba medio orate y que salía a hacérsela de tos, con su lanza, a todos los que encontraba. Iba montado en un caballo muy flaco —continuó—, pero no era güey, porque se llevó al “sancho”, para que su vieja estuviera segura, ¿no?
La carcajada fue general y hasta Alejandro tuvo que admitir que este muchacho, adolescente, tuvo su ingenio para participar y, a su modo, se refirió al tema que se estaba tratando.
Por supuesto, consciente de la situación educativa y del medio en el que se desenvolvían sus alumnos: una colonia en la que dominaba el pandillerismo y la inseguridad, asimiló la intervención del joven y, con sinceridad, le agradeció su participación y le anunció que había obtenido dos puntos buenos: uno por hablar del tema y otro por animar su clase, y de inmediato los registró en su lista.
Faltaban catorce minutos para que tocaran el timbre de su última clase cuando sonó su celular. Era Fátima, le decía que se encontraba en la puerta y que el conserje no la dejaba pasar: le pedía un citatorio. Pensó que le había fallado, le prometió que le llamaría y, por estar con la diversión de su clase, se le olvidó.
Se excusó con sus alumnos y fue a la puerta por ella. La llevó al salón, entraron y en ese momento sonó el timbre de salida.
Casi al mismo tiempo sonó, también, el celular de Fátima.
Mientras los alumnos de Alejandro salían para retirarse a sus casas y él guardaba sus cuadernos, libros y plumas en su portafolios, observó cómo, ella, se alejaba por el pasillo para atender la llamada en un claro movimiento de quien requiere de privacidad, una privacidad que el corazón enamorado de Alejandro le despertaría, después, la más terrible de las dudas y le desataría la más horrenda de las tormentas que, con el paso de los días, se iría convirtiendo en diluvio.
Cuando, al fin, Fátima terminó la conversación, se acercó a Alejandro quien, sentado en su escritorio, revisaba algunas hojas sueltas de los trabajos que sus discípulos habían hecho.
La escuela se iba quedando en silencio. Sólo se escuchaban algunas voces de los rezagados que deambulaban por los pasillos.
—Tengo que llenar unos formatos que me faltan por entregar ―dijo Fátima―, ¿qué te parece si mientras haces tu trabajo yo termino de llenarlos?
Alejandro estuvo de acuerdo, preguntándose si no sería muy arriesgado, para él, que estuvieran ahí, en el salón de clases, prestándose a habladurías por si alguien, un prefecto o el conserje, llegara a ese segundo piso, en donde había dado su última clase del día.
Al terminar, Fátima, tomó su celular y marcó una llamada. Se escuchó que preguntaba por su madre, le dijo que iba a llegar un poco tarde, que no se preocupara, que le habían mandado a ver a un cliente.
Era evidente que la amistad con Alejandro no la compartía con su familia o, ¿quién sabe?, ¿se avergonzaba?
Ella, sentada cerca de él, volteó a verlo buscando su mirada; se vieron fijamente, como sólo los enamorados lo hacen. Ella le extendió su mano, él la tomó. Ella le oprimió suavemente los dedos, se acercó un poco más y con la otra mano le acarició la mejilla, las orejas, los labios; se acercó aún más y lo besó.
Se besaron, con el deseo quemándoles los labios. Se incorporaron y se abrazaron fundiéndose en el mismo calor, en la hoguera del deseo contenido, en ese infierno que, sabemos, es la antesala al paraíso.
No hablaron, ¿para qué?, los besos, las caricias, los contactos corporales expresaban lo que las lenguas, ocupadas en otros menesteres, no podían decir.
Cuando, al fin, las respiraciones de ambos volvieron al ritmo de las almas satisfechas que han encontrado un desahogo a las emociones contenidas y recién desbordadas, ella dijo:
―Eres muy noble.
“Eres muy noble”, repitió Alejandro para sí mismo y en ese momento no entendió el significado de la frase que Fátima había expresado con una leve sonrisa que, entonces, él interpretó de satisfacción y amor; más tarde la entendería completamente y sabría lo que esa sonrisa había querido decirle.
—Te amo —le dijo él—, ya eres alguien muy importante en mi vida.
—No nos apresuremos —dijo Fátima—, tú sabes poco de mí, en realidad, dejemos que las cosas fluyan y luego, a ver qué pasa.
Alejandro vio su reloj y comprendió que debían salir de la escuela, pronto cerrarían y, de cualquier manera, el que los vieran salir tan tarde se prestaría a habladurías que a él, por supuesto, lo perjudicarían y a ella tampoco la harían ver bien.
—Vámonos —le dijo—, ya es tarde.
Al salir, sin hablar, inmersos, los dos, en sus pensamientos que los llevaban del día a la oscuridad, de la paz a la guerra; tomados de la mano, retando al mundo con la actitud de quienes se saben limpios, en la conciencia de que las miradas de la gente, por verlos como pareja, sería de asombro y, tal vez, de reprobación.
Fue Alejandro quien rompió el silencio. Sintiéndose culpable por no aclararle su situación familiar, quiso decirle que, para él, no había nadie más que ella, que la relación con su esposa hacía tiempo que estaba estacionada en el lugar de la amistad y que, en adelante, su pensamiento estaría consagrado sólo a ella.
—¿Sabes? —le dijo antes de abordar el microbús que los llevaría a la estación del metro―, quiero que sepas que, con mi esposa...
—No. No digas nada —le interrumpió Fátima—, aún no. No sabemos cómo continuará esto. Esperemos a ver qué resulta, después hablamos, ¿te parece?
—Sí, claro —dijo Alejandro y se sintió descansado por no tener que dar mayores explicaciones y, sobre todo, sabiéndose aceptado aún con las circunstancias de su pasado.
—¿Me podrías acompañar a entregar mis informes a la oficina? —le preguntó Fátima antes de abordar el colectivo.
—Por supuesto, pero ¿qué te parece si te espero en un restaurante que está cerca de ahí? Así, mientras pasas a hacer tus trámites te escribo algo que se me ha ocurrido.
—Está bien —dijo ella.
Al llegar, Fátima, al lugar, en esa primera cita en la que sus ojos tenían una chispa diferente, él ya lo esperaba con una jarrita de té que había pedido. Ella vio la carta y sólo pidió, a la mesera que se había acercado, una ensalada de fruta. Alejandro quiso que le trajeran algo igual.
Y fue esa la primera ocasión en la que se vieron en ese lugar, al que ambos llamarían “El rinconcito azul”, de manera poética, porque no era azul, y preferían ubicarse, siempre, al fondo, en el rincón más apartado, para sentirse solos, aislados, sin las miradas indiscretas que pudieran descubrir el sentimiento que los unía. Fácilmente pasaban por padre e hija y era muy cómodo dar esa imagen, aunque Alejandro, en el fondo, hubiera querido gritar, publicar, anunciar que estaba enamorado de esa hermosa flor que se había encontrado en el jardín de la vida.
Fue ahí, también, el lugar que Fátima eligió para comenzar a descorrer el telón de una parte de su vida. Le advirtió que no era el primero (ni él lo esperaba) y que antes ya había estado enamorada; además, recién había terminado una relación y que esa persona la seguía buscando.
Agregó que no sabía hasta dónde iban a llegar, pero lo que ella deseaba era que nadie saliera lastimado.
Le contó que en su familia acostumbraban a reunirse los domingos y que, por lo mismo, en esos días no podrían verse.
Alejandro, por su parte, le dijo que algunos fines de semana, y las vacaciones, por supuesto, los pasaría con su familia, en Querétaro, pero que trataría de estar en comunicación con ella, para no extrañarla.
+++
Al llegar al edificio, encontró a Luis en compañía de Paty que iban de salida. Luis le dijo que no tardaría en regresar, ya que sólo iba a dejar en el metro a su novia y que regresaría pronto, por si deseaba que fueran a merendar algo.
Alejandro aceptó y le dijo que lo esperaría.
Antes de que Luis volviera, Alejandro salió a comprar un litro de leche light, que los dos acostumbraban, y un paquete de pan integral. Al llegar su sobrino, el tío se encontraba en la sala, en clara muestra de estar a su espera. Luis vio la leche en la mesita de centro y fue a la cocina por dos vasos y un plato para poner el pan. Se sentó.
—¿Cómo te fue? —le preguntó a Alejandro, al tiempo en que abría el cartón de la leche y llenaba los dos vasos.
—Precisamente, quiero platicar contigo de algo que me ha ocurrido hoy —le contestó Alejandro abriendo la bolsa del pan y colocando unas piezas en el plato—, es importante para mí que sepas de algunas cosas que en los últimos días me han estado pasando y no puedo guardarlas para mí solo.
—Cálmate, te ves muy nervioso —le dijo Luis, preocupado.
—Sí, por supuesto que estoy nervioso, no es común lo que estoy viviendo; pero ojalá que, más que nervioso, me notes contento, feliz, ilusionado —diciendo esto se levantó y conectó la serie de foquitos que habían colocado los dos en la ventana de la sala para darle un toque navideño al departamento.
—A ver —dijo Luis, tomando un trago de leche—, vamos por partes: ¿dices que “en los últimos días”? ¿Quieres decir que no es de hoy, sino que me tienes que platicar algo que ya es antaño?
—Bueno, no tanto. Mira, ya sabes que siempre te he tomado en cuenta para muchas cosas, porque a pesar de la diferencia de edades te considero más que un sobrino: como un amigo. Y, claro, eres el familiar más cercano que tengo, es decir: somos el familiar más cercano que los dos tenemos aquí, en la ciudad.
—Espera, no te enredes —le interrumpió Luis—, ya sabes que conmigo no van los “choros”, así que no le des tantas vueltas y, como dice el dermatólogo: “al grano”.
En esos momentos, Alejandro comprendió que si no era fácil decírselo a su sobrino, con quien llevaba un trato cercano en el afecto y la confianza, por convivir juntos y apoyarse mutuamente todo el tiempo, imposible pensar en convencer a los demás sobre la posibilidad de esta relación que florecía en su corazón con el nombre de Fátima.
Pero, a pesar de todo, estaba decidido a enfrentar las consecuencias y con decisión y firmeza, entre trago y trago de leche, comenzó a contarle la historia que recién había comenzado a escribir en las, quizás −dijo− “últimas páginas del libro de su vida”.
Cuando mencionó esto: “las últimas páginas del libro de mi vida”, Luis le quitó la palabra para decirle:
—A ver, a ver... En primer lugar, no quiero que sigas con ese tono de telenovela del canal de las estrellas, ¿cómo que en las últimas páginas? ¡Cálmate! Aún te queda mucha cuerda. Y, en segundo lugar, no me lo cuentes como si te estuvieras confesando, sabes bien que no voy a criticar nada de tu vida, que te respeto y aceptaré cualquier decisión que tomes. Además, mi admiración por ti es porque me gusta que no temes a ningún reto.
—Gracias —dijo Alejandro—, ya sabía que encontraría en ti una respuesta como lo que acabo de oír y tus palabras ya me las había imaginado, pero dime: ¿qué piensas de esta relación?
—A ver, ¿a poco te importa lo que piense yo, o lo que piensen los demás? ¿Cuántos años dices que tiene...Fátima?
—Diecinueve, está por cumplir los veinte, dentro de dos meses.
—Fíjate, es mayor que yo, bueno, no mucho —dijo Luis, sonriendo.
—Sí. Y eso es lo que más me espina en este camino: la edad. Por lo demás, creo que si yo mismo he respetado la vida de todos, tengo derecho a que respeten la mía, ¿verdad?
—Pero, ¿por qué te preocupa la edad? No te estás casando ya con ella. Y si así fuera, si se sienten bien y son felices, ¿qué importa? ¿A poco alguien te puede asegurar que vas a vivir hasta hacerte viejito? No, ¿verdad? Entonces, vive como te sientas bien y los años que puedas ser feliz, disfrútalos.
—Bueno, en realidad te platico esto, no por encontrar tu aceptación ni tu comprensión, porque ya sabía que contaba con eso de antemano, sino porque pienso invitarla un día aquí, para que se conozcan y ella sepa dónde vivo y cómo vivo.
—Órale, me parece bien. Y desde luego, cuenta también con mi discreción, allá, con la familia, hasta que tú decidas lo que se deba hacer.
—Claro, gracias. No esperaba otra cosa de tu parte.
—Ah, pero es con una condición —agregó Luis—: quiero que seas feliz. Disfruta cada momento con ella, vive y haz lo que quieras, pero cuando creas que ya no estás a gusto, termina la relación, porque no te quiero ver sufrir; quiero que te cuides, por tu enfermedad, porque a mí me daría mucho coraje ver o saber que te trata mal y que tú tengas problemas de salud por ese motivo.
—No entiendo, ¿por qué lo dices? —le preguntó Alejandro, entrecerrando los ojos y dejando sobre la mesita el vaso vacío que sostenía entre las manos.
—Mira, no es que desconfíe de ella, porque no la conozco, ¿verdad?, pero como es muy joven y la verdad, pues, tú eres muy noble y podrías no darte cuenta de ciertos intereses que podrían mover su acercamiento hacia ti...
—Espera, ¿no crees que la estás prejuzgando?
—Eso parece, pero es mejor que te diga lo que siento, y ya sabes cómo hablamos entre tú y yo, así que, bueno... mejor esperemos a que la conozca y, además, ten por seguro que yo no te voy a decir está mal, o está bien; de cualquier cosa tú puedes darte cuenta porque eres muy inteligente, sólo te digo que tengas cuidado.
—Está bien —dijo Alejandro, con un tono seco y frío, como sintiendo que las palabras de su sobrino eran espinas que se le clavaban en la lengua y le hacían tartamudear por el sólo hecho de pensar que las intenciones de Fátima estuvieran encubiertas por su sonrisa franca y la chispa de esos ojos de los que ya vivía enamorado—, no te preocupes, te prometo que no estaré tan ciego en esta aventura que comienzo a vivir y que creo que es amor.
Ya entrada la noche, aún con el sabor de los frescos labios de Fátima sobre los suyos, y con la ilusión envolviéndole el alma, sentado frente a la computadora, escribiendo en limpio los versos que había escrito con las emociones de ese día, reflexionaba sobre lo vivido y pensó que no debía cuestionarle su pasado, ni esperar nada en el futuro más de lo que, día tras día, se fueran regalando el uno al otro.
Sin embargo, un racimo de dudas, junto con un leve dolor de cabeza, le clavaba sus aguijones entre ceja y ceja y lo llevaron a escribir otros poemas que puso en el mismo disco del corazón, aunque en archivos separados.
No tenía dudas, Alejandro vibraba con este sentimiento, real o imaginado, pero poderoso, agobiante y pleno que es el amor.
¿Y ella? ¡Quién sabe! ¿Quién conoce, cabalmente, la naturaleza humana que pueda asegurar, con firmeza, que lo que dice o siente el hombre, o la mujer, sea cierto y limpio?
¿Qué es el amor? ¿Cómo definir este sentimiento que, algunas veces, nos acobarda y otras nos hace fuertes, valientes y atrevidos?
¿Por qué, cuando decimos que estamos enamorados, deseamos que la persona amada esté, permanentemente, junto a nosotros y eso puede parecer, en realidad, dependencia solamente?
Alejandro se debatía entre éstas y otras mil reflexiones que se hacía para entender su confusión, su anhelo, su desesperación, sus dudas.
Pero, en algo no tenía ya ninguna duda: la amaba. Y en otra cosa: era una locura; pero, ¡bendita locura!
Después de aquel encuentro se dieron otras oportunidades de convivir: yendo al cine, a tomar café, a cenar y, por medio de los celulares, estaban, minuto tras minuto, en contacto.
Ella comenzaba. Un día le envió el texto de una canción que decía: “Tendré que decidir...” y él se sintió emocionado, era una promesa. En otras ocasiones lo retaba y le enviaba: “Tengo una canción para ti, ya sé que no te importo, que te parezco tan poca cosa...”
Él temblaba y le reclamaba en silencio: “¿Cuándo te dije eso, si eres lo más importante para mí?”
Pero lo máximo, y sería algo imborrable para él, fue cuando, hablando por teléfono, a punto de colgarle, ella le dijo, recordando una canción de un famoso grupo: “Pero no me cuelgues, ¡es que quiero oír tu voz!”
Desde entonces, escuchar su voz, aún por teléfono, se convirtió en una obsesión. En todo momento el timbre de su acento le resonaba en sus oídos y se incrustaba por ese laberinto entre las veredas del corazón y le saltaban en el pecho.
Un día, ella le llamó y le dijo:
—¿Cómo llego a tu trabajo? —Alejandro advirtió que lo había tuteado y pensó que, a pesar de las muchas convivencias que ya habían tenido y él se lo había pedido insistentemente, no lo hacía, por falta de costumbre, decía—, hoy saldré temprano —continuó Fátima— y quiero ir por ti, si no te molesta.
—¡Claro que no me molesta! —respondió él, emocionado. Y con lujo de detalles le indicó la manera de llegar a la escuela secundaria donde trabajaba: cuál metro, cuál salida, cuál camión, dónde bajarse, etc.
―Ya entendí ―dijo Fátima.
―Te espero ―le dijo él―, hoy salgo a las seis cincuenta. Además, te marcaré cuando calcule que estarás por llegar, para que no te pases.
—Está bien —dijo Fátima—. Ahí llego.
Las clases, en las que enseñaba el manejo de la lengua y trataba de acercar a sus alumnos hacia la literatura, transcurrieron lentamente para Alejandro. Temía por la llegada de Fátima, el medio no era nada confiable, rondaban los vagos y mal vivientes y, aunque algunos de ellos habían sido sus alumnos y lo respetaban, pensaba que, al menos podrían faltarle al respeto a ella.
En el último grupo de la tarde, en el que enseñaría el tema del Quijote de la Mancha, para indagar qué tanto sabían sus alumnos sobre esta novela, pidió que levantara la mano quien quisiera aportar lo que supiera acerca del personaje de Cervantes.
Sólo uno: Juan, a quien sus amigos apodaban “La gringa” por ser de piel blanca y, además, se pintaba el cabello de rubio, quiso participar y levantó la mano.
—A ver, dime: ¿qué sabes acerca del Quijote —pidió Alejandro a este alumno que deseaba participar.
—Bueno —dijo Juan, con una leve sonrisa dibujada en su rostro afilado—, pues que era un “vato” que estaba medio orate y que salía a hacérsela de tos, con su lanza, a todos los que encontraba. Iba montado en un caballo muy flaco —continuó—, pero no era güey, porque se llevó al “sancho”, para que su vieja estuviera segura, ¿no?
La carcajada fue general y hasta Alejandro tuvo que admitir que este muchacho, adolescente, tuvo su ingenio para participar y, a su modo, se refirió al tema que se estaba tratando.
Por supuesto, consciente de la situación educativa y del medio en el que se desenvolvían sus alumnos: una colonia en la que dominaba el pandillerismo y la inseguridad, asimiló la intervención del joven y, con sinceridad, le agradeció su participación y le anunció que había obtenido dos puntos buenos: uno por hablar del tema y otro por animar su clase, y de inmediato los registró en su lista.
Faltaban catorce minutos para que tocaran el timbre de su última clase cuando sonó su celular. Era Fátima, le decía que se encontraba en la puerta y que el conserje no la dejaba pasar: le pedía un citatorio. Pensó que le había fallado, le prometió que le llamaría y, por estar con la diversión de su clase, se le olvidó.
Se excusó con sus alumnos y fue a la puerta por ella. La llevó al salón, entraron y en ese momento sonó el timbre de salida.
Casi al mismo tiempo sonó, también, el celular de Fátima.
Mientras los alumnos de Alejandro salían para retirarse a sus casas y él guardaba sus cuadernos, libros y plumas en su portafolios, observó cómo, ella, se alejaba por el pasillo para atender la llamada en un claro movimiento de quien requiere de privacidad, una privacidad que el corazón enamorado de Alejandro le despertaría, después, la más terrible de las dudas y le desataría la más horrenda de las tormentas que, con el paso de los días, se iría convirtiendo en diluvio.
Cuando, al fin, Fátima terminó la conversación, se acercó a Alejandro quien, sentado en su escritorio, revisaba algunas hojas sueltas de los trabajos que sus discípulos habían hecho.
La escuela se iba quedando en silencio. Sólo se escuchaban algunas voces de los rezagados que deambulaban por los pasillos.
—Tengo que llenar unos formatos que me faltan por entregar ―dijo Fátima―, ¿qué te parece si mientras haces tu trabajo yo termino de llenarlos?
Alejandro estuvo de acuerdo, preguntándose si no sería muy arriesgado, para él, que estuvieran ahí, en el salón de clases, prestándose a habladurías por si alguien, un prefecto o el conserje, llegara a ese segundo piso, en donde había dado su última clase del día.
Al terminar, Fátima, tomó su celular y marcó una llamada. Se escuchó que preguntaba por su madre, le dijo que iba a llegar un poco tarde, que no se preocupara, que le habían mandado a ver a un cliente.
Era evidente que la amistad con Alejandro no la compartía con su familia o, ¿quién sabe?, ¿se avergonzaba?
Ella, sentada cerca de él, volteó a verlo buscando su mirada; se vieron fijamente, como sólo los enamorados lo hacen. Ella le extendió su mano, él la tomó. Ella le oprimió suavemente los dedos, se acercó un poco más y con la otra mano le acarició la mejilla, las orejas, los labios; se acercó aún más y lo besó.
Se besaron, con el deseo quemándoles los labios. Se incorporaron y se abrazaron fundiéndose en el mismo calor, en la hoguera del deseo contenido, en ese infierno que, sabemos, es la antesala al paraíso.
No hablaron, ¿para qué?, los besos, las caricias, los contactos corporales expresaban lo que las lenguas, ocupadas en otros menesteres, no podían decir.
Cuando, al fin, las respiraciones de ambos volvieron al ritmo de las almas satisfechas que han encontrado un desahogo a las emociones contenidas y recién desbordadas, ella dijo:
―Eres muy noble.
“Eres muy noble”, repitió Alejandro para sí mismo y en ese momento no entendió el significado de la frase que Fátima había expresado con una leve sonrisa que, entonces, él interpretó de satisfacción y amor; más tarde la entendería completamente y sabría lo que esa sonrisa había querido decirle.
—Te amo —le dijo él—, ya eres alguien muy importante en mi vida.
—No nos apresuremos —dijo Fátima—, tú sabes poco de mí, en realidad, dejemos que las cosas fluyan y luego, a ver qué pasa.
Alejandro vio su reloj y comprendió que debían salir de la escuela, pronto cerrarían y, de cualquier manera, el que los vieran salir tan tarde se prestaría a habladurías que a él, por supuesto, lo perjudicarían y a ella tampoco la harían ver bien.
—Vámonos —le dijo—, ya es tarde.
Al salir, sin hablar, inmersos, los dos, en sus pensamientos que los llevaban del día a la oscuridad, de la paz a la guerra; tomados de la mano, retando al mundo con la actitud de quienes se saben limpios, en la conciencia de que las miradas de la gente, por verlos como pareja, sería de asombro y, tal vez, de reprobación.
Fue Alejandro quien rompió el silencio. Sintiéndose culpable por no aclararle su situación familiar, quiso decirle que, para él, no había nadie más que ella, que la relación con su esposa hacía tiempo que estaba estacionada en el lugar de la amistad y que, en adelante, su pensamiento estaría consagrado sólo a ella.
—¿Sabes? —le dijo antes de abordar el microbús que los llevaría a la estación del metro―, quiero que sepas que, con mi esposa...
—No. No digas nada —le interrumpió Fátima—, aún no. No sabemos cómo continuará esto. Esperemos a ver qué resulta, después hablamos, ¿te parece?
—Sí, claro —dijo Alejandro y se sintió descansado por no tener que dar mayores explicaciones y, sobre todo, sabiéndose aceptado aún con las circunstancias de su pasado.
—¿Me podrías acompañar a entregar mis informes a la oficina? —le preguntó Fátima antes de abordar el colectivo.
—Por supuesto, pero ¿qué te parece si te espero en un restaurante que está cerca de ahí? Así, mientras pasas a hacer tus trámites te escribo algo que se me ha ocurrido.
—Está bien —dijo ella.
Al llegar, Fátima, al lugar, en esa primera cita en la que sus ojos tenían una chispa diferente, él ya lo esperaba con una jarrita de té que había pedido. Ella vio la carta y sólo pidió, a la mesera que se había acercado, una ensalada de fruta. Alejandro quiso que le trajeran algo igual.
Y fue esa la primera ocasión en la que se vieron en ese lugar, al que ambos llamarían “El rinconcito azul”, de manera poética, porque no era azul, y preferían ubicarse, siempre, al fondo, en el rincón más apartado, para sentirse solos, aislados, sin las miradas indiscretas que pudieran descubrir el sentimiento que los unía. Fácilmente pasaban por padre e hija y era muy cómodo dar esa imagen, aunque Alejandro, en el fondo, hubiera querido gritar, publicar, anunciar que estaba enamorado de esa hermosa flor que se había encontrado en el jardín de la vida.
Fue ahí, también, el lugar que Fátima eligió para comenzar a descorrer el telón de una parte de su vida. Le advirtió que no era el primero (ni él lo esperaba) y que antes ya había estado enamorada; además, recién había terminado una relación y que esa persona la seguía buscando.
Agregó que no sabía hasta dónde iban a llegar, pero lo que ella deseaba era que nadie saliera lastimado.
Le contó que en su familia acostumbraban a reunirse los domingos y que, por lo mismo, en esos días no podrían verse.
Alejandro, por su parte, le dijo que algunos fines de semana, y las vacaciones, por supuesto, los pasaría con su familia, en Querétaro, pero que trataría de estar en comunicación con ella, para no extrañarla.
+++
Al llegar al edificio, encontró a Luis en compañía de Paty que iban de salida. Luis le dijo que no tardaría en regresar, ya que sólo iba a dejar en el metro a su novia y que regresaría pronto, por si deseaba que fueran a merendar algo.
Alejandro aceptó y le dijo que lo esperaría.
Antes de que Luis volviera, Alejandro salió a comprar un litro de leche light, que los dos acostumbraban, y un paquete de pan integral. Al llegar su sobrino, el tío se encontraba en la sala, en clara muestra de estar a su espera. Luis vio la leche en la mesita de centro y fue a la cocina por dos vasos y un plato para poner el pan. Se sentó.
—¿Cómo te fue? —le preguntó a Alejandro, al tiempo en que abría el cartón de la leche y llenaba los dos vasos.
—Precisamente, quiero platicar contigo de algo que me ha ocurrido hoy —le contestó Alejandro abriendo la bolsa del pan y colocando unas piezas en el plato—, es importante para mí que sepas de algunas cosas que en los últimos días me han estado pasando y no puedo guardarlas para mí solo.
—Cálmate, te ves muy nervioso —le dijo Luis, preocupado.
—Sí, por supuesto que estoy nervioso, no es común lo que estoy viviendo; pero ojalá que, más que nervioso, me notes contento, feliz, ilusionado —diciendo esto se levantó y conectó la serie de foquitos que habían colocado los dos en la ventana de la sala para darle un toque navideño al departamento.
—A ver —dijo Luis, tomando un trago de leche—, vamos por partes: ¿dices que “en los últimos días”? ¿Quieres decir que no es de hoy, sino que me tienes que platicar algo que ya es antaño?
—Bueno, no tanto. Mira, ya sabes que siempre te he tomado en cuenta para muchas cosas, porque a pesar de la diferencia de edades te considero más que un sobrino: como un amigo. Y, claro, eres el familiar más cercano que tengo, es decir: somos el familiar más cercano que los dos tenemos aquí, en la ciudad.
—Espera, no te enredes —le interrumpió Luis—, ya sabes que conmigo no van los “choros”, así que no le des tantas vueltas y, como dice el dermatólogo: “al grano”.
En esos momentos, Alejandro comprendió que si no era fácil decírselo a su sobrino, con quien llevaba un trato cercano en el afecto y la confianza, por convivir juntos y apoyarse mutuamente todo el tiempo, imposible pensar en convencer a los demás sobre la posibilidad de esta relación que florecía en su corazón con el nombre de Fátima.
Pero, a pesar de todo, estaba decidido a enfrentar las consecuencias y con decisión y firmeza, entre trago y trago de leche, comenzó a contarle la historia que recién había comenzado a escribir en las, quizás −dijo− “últimas páginas del libro de su vida”.
Cuando mencionó esto: “las últimas páginas del libro de mi vida”, Luis le quitó la palabra para decirle:
—A ver, a ver... En primer lugar, no quiero que sigas con ese tono de telenovela del canal de las estrellas, ¿cómo que en las últimas páginas? ¡Cálmate! Aún te queda mucha cuerda. Y, en segundo lugar, no me lo cuentes como si te estuvieras confesando, sabes bien que no voy a criticar nada de tu vida, que te respeto y aceptaré cualquier decisión que tomes. Además, mi admiración por ti es porque me gusta que no temes a ningún reto.
—Gracias —dijo Alejandro—, ya sabía que encontraría en ti una respuesta como lo que acabo de oír y tus palabras ya me las había imaginado, pero dime: ¿qué piensas de esta relación?
—A ver, ¿a poco te importa lo que piense yo, o lo que piensen los demás? ¿Cuántos años dices que tiene...Fátima?
—Diecinueve, está por cumplir los veinte, dentro de dos meses.
—Fíjate, es mayor que yo, bueno, no mucho —dijo Luis, sonriendo.
—Sí. Y eso es lo que más me espina en este camino: la edad. Por lo demás, creo que si yo mismo he respetado la vida de todos, tengo derecho a que respeten la mía, ¿verdad?
—Pero, ¿por qué te preocupa la edad? No te estás casando ya con ella. Y si así fuera, si se sienten bien y son felices, ¿qué importa? ¿A poco alguien te puede asegurar que vas a vivir hasta hacerte viejito? No, ¿verdad? Entonces, vive como te sientas bien y los años que puedas ser feliz, disfrútalos.
—Bueno, en realidad te platico esto, no por encontrar tu aceptación ni tu comprensión, porque ya sabía que contaba con eso de antemano, sino porque pienso invitarla un día aquí, para que se conozcan y ella sepa dónde vivo y cómo vivo.
—Órale, me parece bien. Y desde luego, cuenta también con mi discreción, allá, con la familia, hasta que tú decidas lo que se deba hacer.
—Claro, gracias. No esperaba otra cosa de tu parte.
—Ah, pero es con una condición —agregó Luis—: quiero que seas feliz. Disfruta cada momento con ella, vive y haz lo que quieras, pero cuando creas que ya no estás a gusto, termina la relación, porque no te quiero ver sufrir; quiero que te cuides, por tu enfermedad, porque a mí me daría mucho coraje ver o saber que te trata mal y que tú tengas problemas de salud por ese motivo.
—No entiendo, ¿por qué lo dices? —le preguntó Alejandro, entrecerrando los ojos y dejando sobre la mesita el vaso vacío que sostenía entre las manos.
—Mira, no es que desconfíe de ella, porque no la conozco, ¿verdad?, pero como es muy joven y la verdad, pues, tú eres muy noble y podrías no darte cuenta de ciertos intereses que podrían mover su acercamiento hacia ti...
—Espera, ¿no crees que la estás prejuzgando?
—Eso parece, pero es mejor que te diga lo que siento, y ya sabes cómo hablamos entre tú y yo, así que, bueno... mejor esperemos a que la conozca y, además, ten por seguro que yo no te voy a decir está mal, o está bien; de cualquier cosa tú puedes darte cuenta porque eres muy inteligente, sólo te digo que tengas cuidado.
—Está bien —dijo Alejandro, con un tono seco y frío, como sintiendo que las palabras de su sobrino eran espinas que se le clavaban en la lengua y le hacían tartamudear por el sólo hecho de pensar que las intenciones de Fátima estuvieran encubiertas por su sonrisa franca y la chispa de esos ojos de los que ya vivía enamorado—, no te preocupes, te prometo que no estaré tan ciego en esta aventura que comienzo a vivir y que creo que es amor.
Ya entrada la noche, aún con el sabor de los frescos labios de Fátima sobre los suyos, y con la ilusión envolviéndole el alma, sentado frente a la computadora, escribiendo en limpio los versos que había escrito con las emociones de ese día, reflexionaba sobre lo vivido y pensó que no debía cuestionarle su pasado, ni esperar nada en el futuro más de lo que, día tras día, se fueran regalando el uno al otro.
Sin embargo, un racimo de dudas, junto con un leve dolor de cabeza, le clavaba sus aguijones entre ceja y ceja y lo llevaron a escribir otros poemas que puso en el mismo disco del corazón, aunque en archivos separados.