Por vender tu voto.
José I. Delgado Bahena
¿Ya viste Armando, por vender tu voto lo que te pasó? Yo sabía que por andar de ambicioso ibas a acabar mal. Ahora sí estás quietecito, como Dios manda, nomás viendo pa’ dentro, como las iguanas.
Hace rato vino tu madre a gritarme que por mi culpa estás así: “petateado”. Mejor que se calle, porque bien que sabe el trato que me dabas cuando llegabas bien briago del billar y las sinvergüenzadas tuyas, que a tus cuarenta años enamoraste a una chamaquita de veinte. Ora sí que “Cuarenta y veinte”, como dice la canción del Príncipe. Eso sí, andabas bien contento con la escuincla; y luego, del pueblo, Armando, ya ni pena te daba que todos supieran lo taruga que me hacías.
Y mírate ‘ora: estirado y con tus algodones en la nariz, duerme y duerme.
¿Verdad que fue tu culpa? Apenas ayer, cuando te atreviste a comprarle una televisión plana, a crédito, y dijiste que era para la vieja hipócrita de tu madre, te dije: “A mí no me ves la cara, yo sé para quién es, pero nomás no te quejes cuando te pague con la misma moneda”.
Entonces me jalaste la trenza y me dijiste: “No te atrevas méndiga”. No sabes cómo me dolió que la gente viera cómo me maltratabas, pero me aguanté porque sabía que un día te llegaría la función.
Y mira: ¿quién iba a decir que mi suerte iba a llegar más rápido que un rayo?
Ya ves: bien que me dijiste en la mañana: “Vieja, ‘ora no voy a votar; de todos modos los comisarios nomás se tragan el dinero que les dan y no hacen nada por la paisanada”. Y te quedaste muy calmado en tu hamaca, echadote, nomás sobándote la panza; hasta que vino Pepe, el sobrino de Julián, de la planilla cuatro, a decirte que te iban a dar cincuenta pesos si votabas por su tío.
Todavía te metiste a la casa a enseñarme el billete que te dio. Yo te dije: “¿Pa’ qué vas? De todos modos, como tú dices: los comisarios no hacen nada, nomás cobran doscientos pesos por el sello y su firma, y cincuenta pesos nos va a quitar el hambre un ratito pero ellos van a estar comiendo todo el año”. Pero no, te fuiste con Pepe, te ganó la ambición por los cincuenta pesos. Eso fue tu perdición: la ambición.
Es que no se vale, Armando, mejor hubieras votado por el arquitecto que les iba a hacer el puente a los del barrio de “La parota” y todos sabemos que tiene muchos amigos que le pueden ayudar al pueblo. Pero bueno, la verdad es que ya ni votaste porque se te olvidó tu credencial. La dejaste en tu camisa azul que te pusiste ayer cuando fuiste a comprar la televisión para tu amante.
Lo que no sabías, ni te imaginabas, es que tu amigo Samuel me andaba pretendiendo desde cuándo. Cada que había una fiesta, y tú estabas bien borracho, él me sacaba a bailar y tú mismo le dabas permiso. Entonces, como disimulando, por lo fuerte de la música, se acercaba a mi oído y me decía unas cosas, que pa’ qué te cuento.
La verdad, yo te respetaba; pero tu amigo insistía con sus miradas, con sus palabras y con sus apretones cuando bailábamos.
Entonces, Armando, hoy domingo fue tu perdición. Con el pretexto de venirte a ver para saber si ya habías ido a votar, llegó Samuel a la casa, cuando apenas te habías ido con Pepe. Me dijo que había mucha cola, que él se había formado durante dos horas para llegar a la urna y que te ibas a tardar. Lo invité a pasar y le ofrecí un café, me lo aceptó y fui a la cocina a poner el agua. Él me siguió y, cuando estaba junto a la estufa, me preguntó si me ayudaba y me abrazó por detrás. No te voy a mentir: me gustó sentir su aliento calientito resbalándose sobre mi cuello; cerré los ojos porque en ese momento me mordió una oreja, me apretó los pechos y me dijo unas cosas tan bonitas como las que me decías cuando éramos novios y que después se te olvidaron.
Lo demás, ¿pa’ qué te cuento? Ya los sabes.
Lo que yo no sabía era que Samuel traía una pistola y la había dejado sobre la estufa. Por eso, cuando llegaste gritando que querías que te ayudara a buscar tu credencial y nos viste a los dos, desnudos, en el piso de la cocina, nos insultaste y te fuiste corriendo a la recámara a traer tu pistola.
Era tu día malo, Armando. Pudiste matar a Samuel mientras se ponía sus ropas pero se trabó tu arma y eso le dio tiempo para agarrar la suya y soltarte un balazo en la cabeza. Ahí te dejó: tendido, con un río de sangre saliendo de tu frente, y se fue corriendo.
Yo me vestí y salí gritando pa’ que me ayudaran a ver si te salvabas, pero fue inútil: llegó el médico Jahén García, que apenas se recibió, y dijo que ya estabas bien muerto.
En la cancha se oía mucha alegría porque había ganado Julián Sierra, el candidato del presidente municipal; ya ves, te ganó la ambición y ahora sí, ya ni llorar es bueno y, la verdad, ni lo mereces; te quedaste sin vida, sin el dinero y sin ver si este comisario si va a hacer algo por la paisanada, como tú decías, y todo por vender tu conciencia y tu voto por miserables cincuenta pesos.
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