Bullying fatal
José I. Delgado Bahena
Fernando tenía catorce años cuando cursaba el segundo grado de educación secundaria. Sus padres, profesores ambos, lo habían inscrito, por comodidad, en la escuela del centro, ya que la otra, de las únicas dos que había en esa época, se ubicaba en la orilla de la ciudad, lejos de su domicilio.
Estaban por llegar las vacaciones de Semana Santa cuando Maricela, la madre del muchacho, lo comenzó a notar retraído, preocupado, nervioso, como temeroso y asustado. Al principio pensó que se debía a las malas calificaciones que había obtenido en sus exámenes del cuarto bimestre, pero ella le había mostrado su apoyo a pesar de la reprimenda que José Ramón, el padre, le había dado cuando le firmó los resultados de las evaluaciones.
“Ya se le pasará”, pensó la madre, y durante las vacaciones le permitía que permaneciera por horas, en su cuarto, solo, encerrado, con el pretexto de hacer sus tareas. Entonces, ella le dedicaba toda su atención a Selene, la pequeña hija que iba en sexto grado de primaria.
Lo grave fue cuando terminó el periodo vacacional y Fer se negaba a regresar a la escuela.
−Es que ya no quiero estudiar ahí mamá –le rogó a la madre.
−¿Por qué? –le interrogó un amenazante José Ramón al escuchar la negativa del hijo.
−Por nada, papá… −respondió Fernando, cabizbajo y con las manos sudorosas.
Lo que no sabían los padres, encerrados en el cuartel de las escuelas primarias donde trabajaban, era que el muchacho tenía que soportar, desde que ponía un pie dentro de la escuela, las burlas, imitaciones, rechazos, injurias y agresiones de varios de sus compañeros.
Desde el primer día de clases, los alumnos habían observado en Fernando un cierto amaneramiento para caminar, al hablar y en la timidez de su mirada que no les dejó dudas sobre su inclinación sexual y desde la primera semana de clases empezaron a llamarle, maricón, joto, “Fernandita” y otros epítetos relacionados con su preferencia sexual que no podía disimular y le llevó a buscar refugio en Patricia y Elena, sus dos amigas que le brindaron respeto y confianza.
−Mejor me quisiera morir –le dijo él a Elena, una mañana en que se encontraban cerca de la casilla de la cooperativa esperando a que se despejara para acercarse y adquirir alguna golosina.
−¡Estás loco! –le reprendió su amiga−. Un día se cansarán y te dejarán de molestar. Además, si insisten, y tú no los acusas con el director, yo misma lo haré.
−¿Para qué? –contestó Fernando con los ojos llorosos−, ¿no te has dado cuenta de que los maestros también me rechazan y cuando los chamacos me dicen de cosas ellos sólo se ríen?
Pero no todo terminaría en ataques verbales hacia el muchacho. Un jueves de las siguientes semanas, el profesor de Educación Física, un maestro ya grande, a quien los alumnos habían puesto el sobrenombre de “guajolote”, enfermó y tuvo que faltar a sus labores. El prefecto, responsable de suplir al maestro, se limitó a mandarlos al patio, vestidos con su uniforme deportivo, a relajarse y a perder el tiempo.
Fernando sintió deseos de ir al baño y le pidió a sus amigas que lo acompañaran. Ellas se ubicaron cerca de la puerta, sentadas en una jardinera, leyendo una revista sobre artistas locales; por eso no advirtieron cuando tres de sus compañeros, de los que más molestaban a su amigo, entraron al baño con un sentido de complicidad que les delataba sus intenciones.
En el interior, cuando Fernando se disponía a salir, dos de los tres alumnos que habían entrado después de él le cerraron el paso.
−¿Qué quieren? –les preguntó con nerviosismo.
−Nosotros no –respondió uno de ellos−. Tú eres el que quiere algo que tenemos –agregó al momento en que le mostraba la erección de su pene.
Con la complicidad del tercer compañero que cuidaba la puerta quien no permitió el paso a otro que deseaba entrar al baño, los dos muchachos abusaron sexualmente de Fernando obligándolo, con amenazas y golpes, a satisfacerles sus desatados instintos.
La denuncia la puso Elena en la dirección de la escuela. La trabajadora social citó a los padres del ofendido y a los de los agresores.
Los jóvenes le dijeron a José Ramón que su hijo los había provocado, pero que no eran maricones como él.
Al escuchar esto, el padre soltó un tremendo puñetazo sobre la cara de Fernando rompiéndole la nariz y saliendo de inmediato de la reunión.
A la mañana siguiente, cuando Maricela fue en busca de su hijo para que desayunara, lo encontró tirado, sin vida, junto a su cama. A un lado de su mano derecha descubrió el frasco de clonazepam, vacío, que en el ISSSTE le daban a ella para relajarse y poder descansar en sus noches de insomnio.
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