miércoles, junio 08, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

¿Sabes quién fue?

José I. Delgado Bahena


Cuando a Teresa le llamaron por teléfono para decirle: “Tenemos a Laura, tu hija, y tienes que darnos un millón de pesos si quieres volver a verla viva”, pensó que sólo eran extorsionadores, como los que se ubican a la entrada de los cines para pedirte el número de teléfono con la promesa de que participará en una tómbola y podrías ganar atractivos premios.
Ya en una ocasión, hacía unos meses, lo habían intentado. Sus tres hijos habían ido al cine, Laura dio sus datos en una encuesta que le hicieron y a los pocos minutos un hombre le llamó a Teresa para pedirle dinero a cambio de dejar libre a la muchacha. Por suerte, después de la alarma, la angustia y la desesperación, recordó que su hija había salido con sus hermanos, marcó al celular de uno de ellos y éste le dijo que no se preocupara, que estaban juntos, viendo la película. Así que, cuando el hombre volvió a llamar, lo despidió con una letanía de recordatorios familiares.
Sólo que ahora su hija había ido al colegio, en una institución particular que está junto a la laguna de Tuxpan, y por más que insistía marcando el número de su celular, la llamada no entraba y le enviaba al buzón.
En ese momento maldijo la decisión de su marido, de traerse a la familia, que vivía en la Ciudad de México, a este estado con tanta inseguridad. También maldijo mil veces la ambición de Edward, a quien conoció en un viaje que ella hizo al estado norteamericano de Chicago y luego él vino en su busca para pedirle que se casaran.
Recordó que, sólo por eso, le confió, a su novio gringo, que tenía una hija de seis años, y cuatro meses de embarazo de otro hijo sin padre que había decidido tener. En aquel entonces, Edward, descendiente alemanes, le ofreció matrimonio con la condición (que ella aceptó) de que el hijo que venía lo diera en adopción a otras personas y que tenían que olvidarse de él.
Cuando nació el pequeño, Teresa se admiró de que el niño, igual que su hija Laura, tuviera una mancha clarísima, detrás de la oreja izquierda, en forma de estrella de cinco picos. Teresa regaló a su hijo a una pareja de artesanos de Michoacán que estaban de paso en la Feria de la Bandera y que nunca volvió a ver.
Después, Edward le sembró un par de gemelos que nacieron también con la marca de la estrella de Teresa, en la oreja izquierda, pero con la diferencia de sus ojos claros y la piel blanquísima que contrastaba con el color moreno de las dos mujeres de la familia.
Ellos, los gemelos, no se enteraron del medio hermano regalado; la única que lo supo siempre fue Laura. A sus casi siete años no pudieron ocultárselo y ahora, a los veinticinco, de vez en cuando le recordaba a Teresa su debilidad por aceptar tal condición para uno de sus hijos.
El timbre del teléfono le alejó sus pensamientos y los recuerdos se esfumaron del corazón de Teresa, donde se había alojado ya la angustia por la hija desaparecida.
−Mira, hija de la chingada, te voy a pasar a tu hija para que nos creas y vayas juntando la lana –escuchó una voz gangosa, disimulada, del otro lado de la línea−. Y te apuras, perra, porque tu hija es muy hermosa y mmm…ya se me está antojando.
−¡Mamá…! –oyó, entre gimoteos, la voz de Laura− ¡Dales lo que te piden o me van a matar! ¡Me hacen muchas cosas feas…mamá!
−¡Ay, hija…! −lloró− No tengas miedo…¿estás bien?
Fue lo último que pudieron hablar entre ellas. La autoritaria voz del hombre se volvió a escuchar.
−¡Le apuras, mierda! A no ser que quieras que no me aguante las ganas y te la devuelva toda ensalivada. Un millón de pesos, recuérdalo. Te volveré a llamar para decirte dónde y a qué hora me lo llevarás.
Teresa no tuvo tiempo de decir nada más. Como pudo llamó a sus hijos que estaban en la secundaria para asegurarse de que estuvieran con bien. Después marcó el número de la compañía que explotaba las minas en las que había invertido Edward el capital que se había traído de Estados Unidos. Le pidió que viniera a la ciudad y la apoyara con la cantidad que los plagiarios le exigían.
Por la tarde, cuando Teresa y Edward acomodaban en un maletín el dinero que habían podido reunir, sin completar el millón de pesos, escucharon que un automóvil se detenía junto a su puerta.
Por la ventana vieron a Laura, con su uniforme azul del colegio y con su mochila colgando de uno de sus hombros, que caminaba hacia la casa mientras una camioneta roja se alejaba rápidamente.
Al abrir la puerta, la muchacha se arrojó a los brazos de Teresa, llorando, y juntas se dirigieron a la recámara de la hija.
−¿Qué pasó? –le preguntó la madre, con una voz llena de incertidumbre, al tiempo que la abrazaba.
−¡Ay, mamá! –se quejó Laura entre sollozos y mirando al piso− ¿Te imaginaste algún día que yo tendría que pagar las consecuencias?
−¿De qué hablas?
−¡¿Cómo de qué?! ¿Sabes quién me secuestró y me violó? ¡Mi hermano, mamá! Lo reconocí por la estrella que todos tus hijos tenemos en la oreja.


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