La víspera.
José I. Delgado Bahena
Joaquín, hijo de Jesús Sierra, el más grande de esta familia opositora a los Mansines, se había atrevido a poner los ojos sobre las amplias caderas de Lucinda, a quien encontró una vez, a medio día, sola, lavando sus prendas de vestir en la corriente de la barranca, mientras él pasaba por lo más bajo del arroyo, montado en el único caballo que encerraban en el corral de su casa.
−¿Cómo estás, chula? –le lanzó la pregunta con una media sonrisa y levantándose el sombrero.
Ella no respondió. Sólo recorrió, con sus ojos de azabache, la estampa del jinete montado sobre el animal que se recortaba contra el respaldo de la barranca. En una acción involuntaria, tomó con sus dos manos una porción de agua y refrescó su rostro con ella.
Joaquín había terminado de pasar la corriente y detuvo su caballo en la orilla.
−No te apresures en contestar, bonita; ya sé que el viejo te prohíbe relacionarte con nosotros, los Sierra. ¿Sabes?, a mí no me importan sus cochinas elecciones, ni que las familias estén peleadas. Pa’ mí, esas son chingaderas. A lo mejor ni voto mañana. Yo sé que te gusto. Te voy a dar un chance de que te recargues sobre mis huesos y sientas lo que es besar a un contrario.
−¡Cállate! –se atrevió a protestar ella−, vete, no tardan en venir mi madre y mis hermanas.
−Sí, me voy. Esta noche no te duermas. Cuando apaguen los candiles y mi padre se vaya a la casa de Manuel, a su reunión, iré a la tuya. Tu viejo también estará en su junta, con su gente, ambicionando la comisaría. Te espero a un lado del guamúchil. No hagas ruido; porque si tu madre nos sorprende, nos chingan a los dos.
Lucinda guardó silencio. Acomodó la gran piedra, sobre la que tallaba una falda, y descargó con ímpetu los jicarazos de agua.
La verdad era que le gustaba aquel gañán, hijo de los enemigos políticos de su padre. Lo aceptó desde que lo encontró en el depósito del agua, esperando a que le tocara llenar sus latas y ella entró a la iglesia, a persignarse. Entonces lo vio, recargado en el muro de piedra, y descubrió en su mirada un rayo que le incendió los pechos y le endureció los pezones.
Por eso, en la noche, cuando su padre salió, en compañía de su hermano, para la reunión en casa de Lucas Mansines, su tío, en donde tramarían la manera de asegurar que su gente no los traicionara y votaran por Calixto, el candidato que habían impuesto; ella fue a la pila donde tenían el agua para el aseo personal y se lavó el sudor que le corría por el cuello. Después, fue a la alacena donde su madre guardaba el pomito de esencia que usaba para perfumar el agua con la que llenaba los cascarones, en el carnaval, lo tomó y lo guardó entre sus ropas.
Cuando el silencio del pueblo se espesa y Juana, la madre de Lucinda, suelta los primeros resoplidos de mujer cansada y con el sueño pesado, la muchacha se unta un poco del perfume detrás de sus orejas y sale de la casa, con ropas de dormir y con ansiedad entre su pecho.
Junto al guamúchil, fumando un cigarro de hoja, está Joaquín, esperándola. Ha llegado sin caballo para no hacer ruido; sólo lo acompaña su machete largo, como prevención por las tensiones de la víspera de la elección del comisario del pueblo.
No hay palabras, ¿para qué?, las manos hablan y las bocas se juntan con desesperación, sabiendo, de antemano, del atrevimiento que tienen por ser prohibido. Los cuerpos se entrelazan y se entregan.
La hoguera no se habría apagado, a no ser por los ladridos de los perros que en el centro del pueblo, por la casa de Lucas Mansines, acompañan a un gran alboroto de los hombres.
Los cuerpos, protegidos por las sombras de la noche, se separan y se tensan. Muy cerca de ellos pasa Marcelo, el hermano de Lucinda, entra a la casa y, en cosa de dos minutos, vuelve a salir con un machete en la mano y una linterna en la otra.
El golpe de luz que arroja la lámpara descubre a los amantes.
−¡Infeliz! –insulta Marcelo a Joaquín−, tu padre acaba de matar a Calixto y tú, aquí, ultrajando nuestra honra.
Esa fue la última frase que pronunció Marcelo. Joaquín, prevenido al verlo pasar, lo atajó en su reclamo y descargó sobre su cuello el filo del machete.
Las sombras de la noche se tragaron la figura de Joaquín que huía del lugar donde dejaba a Lucinda tratando de contener el chorro de sangre que brotaba de su hermano.
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