“SÓLO FALTA QUE LA PINCHE PERRA NO ME QUIERA”
José I. Delgado Bahena
Cuando Tenoch despertó, presintió que sería un día malo, pero no perdió de vista su propósito de realizar su proyecto ninimia, para observar parajes silvestres mientras realizara su caminata en compañía de unos amigos.
Muy temprano, y a bordo de su “gabacha”, se dirigió hacia Atmolonga −ese balneario natural del que tanto presume, por ser orgullosamente coatepense−, donde quedó de verse con Enrique y sus amigos de motocross. Después del encuentro y la presentación, decidieron partir juntos, rumbo al lugar que habían elegido para la expedición hacia el peñasco; pero, al tomar el tramo de terracería se encontró con una novedad: tenía que pagar veinte pesos para poder dejar su camioneta cerca del balneario. Quiso llamar, por medio de su cel MM, al administrador, pero se dio cuenta de que no había señal y a pesar de insistirles de que era paisano suyo, los encargados no lograron entender y se la hicieron efectiva.
Tenoch pagó la cuota y los amigos iniciaron la marcha tomando la vereda que conduce a Huey Xite, en el peñasco. Después de la cansada caminata, por el ascenso constante del camino, arribaron al punto indicado por el médico Epifanio, vecino de Tonalapa, donde, según él, encontrarían una caverna. Aún tuvieron que escalar diez metros de piedra en la búsqueda, sin encontrarla; los demás decidieron sentarse a descansar, pero Tenoch se atrevió a continuar, solo, tratando de llegar a Xite Tetetzi. Cuando pasó por las partes de otateras, percibió algo, como una energía que le impedía el paso y sintió que le tiraban del cinturón. Empleando gran fuerza, logró salir de esa área pero cayó por un barranco que le hizo deslizarse hacia abajo, a través de la abundante maleza y así: rodando, finalmente llegó al camino real.
Medio magullado, por los golpes con las ramas de los arbustos, buscó otra vereda para reunirse con el resto del equipo pero se dio cuenta de que ya no traía consigo su cel MM; subió nuevamente por la barranca en busca de tan apreciado aparato sin lograr encontrarlo; la tristeza le invadió, después se convirtió en coraje, “y todo por realizar el proyecto ninimia −pensó−, ahora tengo que encontrar la entrada de la caverna y además a mi querido MM”.
La desesperación, el hambre y la sed le hacen bajar a Atmolonga a reunirse con sus amigos. Después del desayuno, el equipo de motocross quiere recorrer la antigua carretera para Teloloapan, Tenoch decide acompañarlos y se trepa con Enrique, en su moto. En el trayecto piensa: “estos güeyes corren como locos”, pero recuerda el chiste de la paisanita que dice: “ora sí, échamelo el resto”.
Al regresar, se separó, en Tonalapa, de sus amigos de motocross y se dirigió al balneario de Atmolonga, donde había dejado su “gabacha”, para echarse un buen baño; ahí se encontró con un grupo de amigos y conocidos festejando el cumpleaños de la guapa Cinthya; ellos le invitan un taco de la comida que habían llevado y se da una enchilada de las buenas con un guisado de chicharrón, pero en la mesa coincidió con su amigo Edmundo, que estaba acompañado de Elba, su esposa, quienes le proponen una serie de cosas para mejorar el proyecto ecoturístico del lugar. Más tarde convive con Ulil y Olina, a quienes les platica sobre la travesía ninimia, se emocionan sobre el tema, le dicen que les agrada la idea y que tienen la intención de conocer los lugares indicados.
Por la noche, de regreso hacia Iguala, al pasar por Ahuehuepan, intentó rebasar una camioneta azul, pero al tiempo que aceleraba, el otro conductor también lo hacía y pensó: “es un juego de pinches chamacos briagos” pero esto le produjo un intenso dolor de cabeza.
Llegando a Iguala, se detuvo para cenar una quesadilla en el puesto de la esquina de su casa; estacionó su “gabacha”, se bajó y ordenó su alimento; en ese momento pasó un borracho encuerado, con machete en mano, haciendo la finta de pegarle un machetazo a su camioneta, no le dio mayor importancia y pensó, más que nada, en su cel MM, que perdió durante la travesía.
Los ladridos de una perra de manchas negras, atada a un limonero, le interrumpieron sus pensamientos y agredieron su dolor de cabeza. Al fin, reflexionando en todo lo que le pasó durante el día, exclama con un grito que asombró a la señora que ya le extendía el plato con su quesadilla: “¡sólo falta que la pinche perra no me quiera!”
Agradezco el apoyo de mi amigo
Edmundo Delgado
para escribir este texto.
POEMAS, CUENTOS, COMENTARIOS, SUEÑOS...
lunes, abril 26, 2010
viernes, abril 16, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
ALFREDO SABE
José I. Delgado Bahena
Recuerdo, hace muchos años, cuando descubrí la palabra perverso, y la compartí con mi primo Alfredo, no sabíamos que tiene que ver con la anomalía del carácter que induce al sujeto, generalmente enfermo, a perjudicar voluntariamente a los demás por impulsos antisociales; ni que el niño perverso es cruel, mentiroso, indisciplinado, etc, o que el joven perverso es aquel que procura satisfacer sus deseos sin el menor respeto a los demás, en conclusión, pues, que el perverso no tiene freno moral.
Entonces, recapacitando, creo que en algún momento de nuestras vidas, todos hemos tenido en nuestra personalidad cierto nivel de perversión; porque con nuestras acciones, en silencio o en voz alta, se extorsiona la tranquilidad, se erosiona la libertad de aquellos que subsisten en territorios dominados por estos sentimientos.
En aquella época de nuestra niñez, cuando compartimos tantas aventuras y anhelos con Alfredo, también nos involucramos juntos en situaciones tan placenteras como riesgosas, y disfrutamos, por ejemplo, cuando ahogamos, en el agua de la barranca, los cuatro gatitos que había criado seis días antes la gata gris de doña Lupe. Y todavía se los llevamos a la pobre señora, dos cada uno, colgando del rabo, diciéndole: “mire, doña, creo que son sus gatitos, estaban en la orilla del agua, bien mojados”. La señora se preocupó mucho, los recibió sobre su delantal, los envolvió con él y los puso en una caja de madera que usaba para llevar su carga de tomate a la vendimia del mercado. Dijo, casi con lágrimas en los ojos –pues, ¿dónde más, verdad?−, que al rato los iba a enterrar y todavía nos dio dos pesos para unos dulces.
Luego, cuando teníamos trece años de edad, él me contó que dos días antes, su papá, o sea mi tío, quitó la corriente eléctrica para arreglar una conexión para su máquina, en su taller de sastre que tenía en casa. Alfredo lo vio, por la ventana, cortando el cable con sus dientes. Fue a la cocina y encontró preocupada a su mamá porque la licuadora no funcionaba; él le dijo que vio que el interruptor estaba abajo y le preguntó si lo subía. Mi tía lo autorizó y él, aún verificando que mi tío seguía mordiendo los cables, se dirigió hacia la instalación para subir la palanquita. “Desde luego –me dijo entre risas−, mi papá recibió tal descarga eléctrica que lo tuvieron que llevar de emergencia al médico”.
Así como esas, y muchas otras maldades que hicimos de niños, también de jóvenes las planeábamos y hasta intercambiábamos a las novias, sin que ellas lo supieran, claro.
De él fue la idea.
−Mira, Rupe –así me decían todos en el pueblo, porque mi nombre es Ruperto−, al rato, en la fiesta, voy a terminar con la Manuela y me voy un rato; entonces, la invitas a bailar y te le declaras, como va a estar dolida, te aceptará. Luego, regreso y finjo que te la hago de tos, pero ya con eso se quedará pensando que fue la culpable de que termináramos.
Así lo hicimos en varias ocasiones, a veces con sus novias y a veces con las mías, hasta que crecimos y nos fuimos cada quien por nuestro lado a seguir nuestras vidas.
Él se fue a la Ciudad de México a estudiar derecho en la UNAM, yo no pude entrar, por lo que estudié medicina en Acapulco.
Ahora nos hemos vuelto a juntar en el pueblo para contarnos nuestras aventuras. Las de él no las puedo decir porque mucha gente lo demandaría por todas las tranzas que ha hecho en su trabajo de abogado; y yo, sólo pequeñas bromas que les he hecho a mis pacientes recetándoles medicamentos que en vez de aliviarlos les empeora la salud, pero no los mata, o les he recetado Cialis, una sustancia que mejora tu rendimiento sexual, y han regresado muy felices diciendo que quieren más de ese medicamento.
Hasta ahora, que nos hemos reencontrado, Alfredo y yo, supimos que desde niños somos unos perversos; pero entonces teníamos la ingenuidad y la felicidad del que no sabe que no sabe, así que seguimos disfrutando del placer de la perversión, en la actualidad, con la incertidumbre del que sabe que sabe.
Escríbeme a:jose_delgado9@hotmail.com
ALFREDO SABE
José I. Delgado Bahena
Recuerdo, hace muchos años, cuando descubrí la palabra perverso, y la compartí con mi primo Alfredo, no sabíamos que tiene que ver con la anomalía del carácter que induce al sujeto, generalmente enfermo, a perjudicar voluntariamente a los demás por impulsos antisociales; ni que el niño perverso es cruel, mentiroso, indisciplinado, etc, o que el joven perverso es aquel que procura satisfacer sus deseos sin el menor respeto a los demás, en conclusión, pues, que el perverso no tiene freno moral.
Entonces, recapacitando, creo que en algún momento de nuestras vidas, todos hemos tenido en nuestra personalidad cierto nivel de perversión; porque con nuestras acciones, en silencio o en voz alta, se extorsiona la tranquilidad, se erosiona la libertad de aquellos que subsisten en territorios dominados por estos sentimientos.
En aquella época de nuestra niñez, cuando compartimos tantas aventuras y anhelos con Alfredo, también nos involucramos juntos en situaciones tan placenteras como riesgosas, y disfrutamos, por ejemplo, cuando ahogamos, en el agua de la barranca, los cuatro gatitos que había criado seis días antes la gata gris de doña Lupe. Y todavía se los llevamos a la pobre señora, dos cada uno, colgando del rabo, diciéndole: “mire, doña, creo que son sus gatitos, estaban en la orilla del agua, bien mojados”. La señora se preocupó mucho, los recibió sobre su delantal, los envolvió con él y los puso en una caja de madera que usaba para llevar su carga de tomate a la vendimia del mercado. Dijo, casi con lágrimas en los ojos –pues, ¿dónde más, verdad?−, que al rato los iba a enterrar y todavía nos dio dos pesos para unos dulces.
Luego, cuando teníamos trece años de edad, él me contó que dos días antes, su papá, o sea mi tío, quitó la corriente eléctrica para arreglar una conexión para su máquina, en su taller de sastre que tenía en casa. Alfredo lo vio, por la ventana, cortando el cable con sus dientes. Fue a la cocina y encontró preocupada a su mamá porque la licuadora no funcionaba; él le dijo que vio que el interruptor estaba abajo y le preguntó si lo subía. Mi tía lo autorizó y él, aún verificando que mi tío seguía mordiendo los cables, se dirigió hacia la instalación para subir la palanquita. “Desde luego –me dijo entre risas−, mi papá recibió tal descarga eléctrica que lo tuvieron que llevar de emergencia al médico”.
Así como esas, y muchas otras maldades que hicimos de niños, también de jóvenes las planeábamos y hasta intercambiábamos a las novias, sin que ellas lo supieran, claro.
De él fue la idea.
−Mira, Rupe –así me decían todos en el pueblo, porque mi nombre es Ruperto−, al rato, en la fiesta, voy a terminar con la Manuela y me voy un rato; entonces, la invitas a bailar y te le declaras, como va a estar dolida, te aceptará. Luego, regreso y finjo que te la hago de tos, pero ya con eso se quedará pensando que fue la culpable de que termináramos.
Así lo hicimos en varias ocasiones, a veces con sus novias y a veces con las mías, hasta que crecimos y nos fuimos cada quien por nuestro lado a seguir nuestras vidas.
Él se fue a la Ciudad de México a estudiar derecho en la UNAM, yo no pude entrar, por lo que estudié medicina en Acapulco.
Ahora nos hemos vuelto a juntar en el pueblo para contarnos nuestras aventuras. Las de él no las puedo decir porque mucha gente lo demandaría por todas las tranzas que ha hecho en su trabajo de abogado; y yo, sólo pequeñas bromas que les he hecho a mis pacientes recetándoles medicamentos que en vez de aliviarlos les empeora la salud, pero no los mata, o les he recetado Cialis, una sustancia que mejora tu rendimiento sexual, y han regresado muy felices diciendo que quieren más de ese medicamento.
Hasta ahora, que nos hemos reencontrado, Alfredo y yo, supimos que desde niños somos unos perversos; pero entonces teníamos la ingenuidad y la felicidad del que no sabe que no sabe, así que seguimos disfrutando del placer de la perversión, en la actualidad, con la incertidumbre del que sabe que sabe.
Escríbeme a:jose_delgado9@hotmail.com
sábado, abril 10, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
LOLA
José I. Delgado Bahena
Era muy hermosa. Aunque morena, tenía lo suyo bien puesto y con las proporciones precisas. La conocí cuando aún no me corrían de mi trabajo como distribuidor de golosinas. En aquel entonces, iba todos los sábados a la Curva, a emborracharme con Juan, mi compañero que me enseñó las mañas para robarles a los tenderos de los pueblos.
Era la mejor bailarina del “Encanto”. Siempre la anunciaban como: “¡Directamente desde el puerto de Acapulco, la sensacional, la exuberante, la intrépida… Lolaaaaaa, la grande!
Y, sinceramente, era todo eso: alta, exuberante, sensacional e intrépida. Después de bailar dos piezas dando vueltas por el enorme cuadrado de la pista del lugar, mostrando sus atributos, cubiertos por sencillas prendas que transparentaban casi todo, y con la canción de “Toda la vida”, entonada por Emmanuel, subía por los siete metros del tubo, descubriendo, al ritmo de la música, cada uno de los encantos que Dios le dio. Cuando llegaba a lo más alto, se quitaba, por último, la tanguita negra con la que disimulaba su parte más íntima y la arrojaba hacia una de las mesas. Después, giraba sobre su desnudo cuerpo para colocar la cabeza hacia abajo y, sostenida solamente con la presión que sus gruesos muslos ejercían sobre el tubo, se deslizaba hacia el cemento de la pista. Antes de llegar, soltaba las piernas y nuevamente giraba para caer sobre el piso con los pies abiertos y su cabeza inclinada hacia adelante cubriendo, con su negra cabellera, la intimidad de su erotismo.
La verdad, los aplausos que recibía eran bien merecidos.
En la Curva, muchos se la pasaban deambulando por los demás antros, tomándose una cerveza aquí, otra allá, haciendo tiempo, y cuando oían que daban la primera llamada para el show de Lola, iban a recrear su pupila y sus emociones con el espectáculo de la falsa acapulqueña que, todos sabíamos, era de un pueblo cercano a la ciudad.
Una noche tuve la suerte de que su tanguita cayera sobre nuestra mesa y que se la ganara a Juan. Cuando fue a recuperarla, me levanté para dársela y, junto con un beso en la mejilla, deslicé en su oído derecho la súplica de que volviera con nosotros en cuanto se bañara. No contestó, se limitó a sonreír, pero la luz de sus grandes ojos negros fue una promesa que cumplió a los diez minutos de que me dejara con una temblorina que no terminó hasta que me bañé, llegando a casa, para quitarme el aroma del perfume que me impregnó con su cercanía. Y más valía, porque mi vieja estaba embarazada y se le había incrementado su sexto sentido y el olfato.
Con el paso de los días, Lola me fue tomando confianza y una noche hasta lloró en mi hombro al contarme sus desventuras. Me dijo que ella y sus otras dos hermanas, que trabajaban allí mismo, pero en otros antros, habían tomado ese camino orilladas por su madre que las puso a “fichar” en una cantina del pueblo.
Realmente estaba muy dolida y decepcionada de la vida. Más cuando me dijo que en su pueblo eran una bola de hipócritas, que se la pasaban criticando a su familia sólo porque ella y sus hermanas trabajaban de “sexoservidoras” y que su hermanos Silvia y Pepe, los más chicos, habían tenido relaciones sexuales, de las que nació un hijo, producto de las desgracias que sembró el cometa que llegó por esos días.
Hubiera querido pagarle todas las piezas que tenía que bailar para sacar lo de sus gastos. Pero cobraban a cinco pesos cada cumbia y yo sólo llevaba lo que ganaba extra como árbitro de futbol en la unidad deportiva. Para llevar un poco más de dinero, tuve que aceptar los sobornos que los dueños de los equipos me mandaban para que no reportara a sus expulsados o para hacerme de la vista gorda con los jugadores que se presentaban con otros registros a jugar como veteranos.
Cuando me corrieron de la chamba dejé de ir a la Curva. Sólo ganaba lo que sacaba de árbitro y la Zenaida, mi vieja, estaba por parir a nuestro primer chamaco.
Este Sábado de Gloria, por terminar la Semana Santa, mi vieja y mi hijo se fueron a pasear con mis suegros y como los pinches viejos ni me quieren, y con el pretexto de que tenía que arbitrar, los dejé ir solos. Después, me quedé a tomarme unas cervezas en la Unidad, con los compañeros del colegio.
Con unas chelas encima, tomé un taxi y me fui derechito al “Encanto”. Inmediatamente pregunté al mesero por ella. No me contestó, me mandó a Perla, su mejor amiga. Llegó, se sentó, sacó el chicle de su boca y lo puso en el cenicero.
−¡Pinche Martín! –me dijo, casi llorando−, ¿por qué no estuviste aquí? Lola te amaba, cabrón, y se empedaba todos los días, nomás chillando por ti, creyendo que tú no venías porque la despreciabas también, por su trabajo.
−¿Dónde está? –le interrumpí−, dile que venga.
−No güey –contestó, recuperando su chicle y masticándolo con furia−, ya no está. El sábado pasado se subió bien peda al tubo y se accidentó: se cayó desde arriba y se rompió la nuca. Cuando llegó la ambulancia ya estaba muerta. Se fue, güey, se fue bien dolida porque ya no venías.
Después no supe qué pasó. Seguí tomando y al siguiente día desperté en mi casa con la Zenaida bien encabronada y yo con una tremenda cruda moral por no haberme despedido de Lola, la mejor bailarina que hubo en el “Encanto”.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
Era muy hermosa. Aunque morena, tenía lo suyo bien puesto y con las proporciones precisas. La conocí cuando aún no me corrían de mi trabajo como distribuidor de golosinas. En aquel entonces, iba todos los sábados a la Curva, a emborracharme con Juan, mi compañero que me enseñó las mañas para robarles a los tenderos de los pueblos.
Era la mejor bailarina del “Encanto”. Siempre la anunciaban como: “¡Directamente desde el puerto de Acapulco, la sensacional, la exuberante, la intrépida… Lolaaaaaa, la grande!
Y, sinceramente, era todo eso: alta, exuberante, sensacional e intrépida. Después de bailar dos piezas dando vueltas por el enorme cuadrado de la pista del lugar, mostrando sus atributos, cubiertos por sencillas prendas que transparentaban casi todo, y con la canción de “Toda la vida”, entonada por Emmanuel, subía por los siete metros del tubo, descubriendo, al ritmo de la música, cada uno de los encantos que Dios le dio. Cuando llegaba a lo más alto, se quitaba, por último, la tanguita negra con la que disimulaba su parte más íntima y la arrojaba hacia una de las mesas. Después, giraba sobre su desnudo cuerpo para colocar la cabeza hacia abajo y, sostenida solamente con la presión que sus gruesos muslos ejercían sobre el tubo, se deslizaba hacia el cemento de la pista. Antes de llegar, soltaba las piernas y nuevamente giraba para caer sobre el piso con los pies abiertos y su cabeza inclinada hacia adelante cubriendo, con su negra cabellera, la intimidad de su erotismo.
La verdad, los aplausos que recibía eran bien merecidos.
En la Curva, muchos se la pasaban deambulando por los demás antros, tomándose una cerveza aquí, otra allá, haciendo tiempo, y cuando oían que daban la primera llamada para el show de Lola, iban a recrear su pupila y sus emociones con el espectáculo de la falsa acapulqueña que, todos sabíamos, era de un pueblo cercano a la ciudad.
Una noche tuve la suerte de que su tanguita cayera sobre nuestra mesa y que se la ganara a Juan. Cuando fue a recuperarla, me levanté para dársela y, junto con un beso en la mejilla, deslicé en su oído derecho la súplica de que volviera con nosotros en cuanto se bañara. No contestó, se limitó a sonreír, pero la luz de sus grandes ojos negros fue una promesa que cumplió a los diez minutos de que me dejara con una temblorina que no terminó hasta que me bañé, llegando a casa, para quitarme el aroma del perfume que me impregnó con su cercanía. Y más valía, porque mi vieja estaba embarazada y se le había incrementado su sexto sentido y el olfato.
Con el paso de los días, Lola me fue tomando confianza y una noche hasta lloró en mi hombro al contarme sus desventuras. Me dijo que ella y sus otras dos hermanas, que trabajaban allí mismo, pero en otros antros, habían tomado ese camino orilladas por su madre que las puso a “fichar” en una cantina del pueblo.
Realmente estaba muy dolida y decepcionada de la vida. Más cuando me dijo que en su pueblo eran una bola de hipócritas, que se la pasaban criticando a su familia sólo porque ella y sus hermanas trabajaban de “sexoservidoras” y que su hermanos Silvia y Pepe, los más chicos, habían tenido relaciones sexuales, de las que nació un hijo, producto de las desgracias que sembró el cometa que llegó por esos días.
Hubiera querido pagarle todas las piezas que tenía que bailar para sacar lo de sus gastos. Pero cobraban a cinco pesos cada cumbia y yo sólo llevaba lo que ganaba extra como árbitro de futbol en la unidad deportiva. Para llevar un poco más de dinero, tuve que aceptar los sobornos que los dueños de los equipos me mandaban para que no reportara a sus expulsados o para hacerme de la vista gorda con los jugadores que se presentaban con otros registros a jugar como veteranos.
Cuando me corrieron de la chamba dejé de ir a la Curva. Sólo ganaba lo que sacaba de árbitro y la Zenaida, mi vieja, estaba por parir a nuestro primer chamaco.
Este Sábado de Gloria, por terminar la Semana Santa, mi vieja y mi hijo se fueron a pasear con mis suegros y como los pinches viejos ni me quieren, y con el pretexto de que tenía que arbitrar, los dejé ir solos. Después, me quedé a tomarme unas cervezas en la Unidad, con los compañeros del colegio.
Con unas chelas encima, tomé un taxi y me fui derechito al “Encanto”. Inmediatamente pregunté al mesero por ella. No me contestó, me mandó a Perla, su mejor amiga. Llegó, se sentó, sacó el chicle de su boca y lo puso en el cenicero.
−¡Pinche Martín! –me dijo, casi llorando−, ¿por qué no estuviste aquí? Lola te amaba, cabrón, y se empedaba todos los días, nomás chillando por ti, creyendo que tú no venías porque la despreciabas también, por su trabajo.
−¿Dónde está? –le interrumpí−, dile que venga.
−No güey –contestó, recuperando su chicle y masticándolo con furia−, ya no está. El sábado pasado se subió bien peda al tubo y se accidentó: se cayó desde arriba y se rompió la nuca. Cuando llegó la ambulancia ya estaba muerta. Se fue, güey, se fue bien dolida porque ya no venías.
Después no supe qué pasó. Seguí tomando y al siguiente día desperté en mi casa con la Zenaida bien encabronada y yo con una tremenda cruda moral por no haberme despedido de Lola, la mejor bailarina que hubo en el “Encanto”.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com
viernes, abril 02, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
José I. Delgado Bahena
VIERNES SANTO
Felipe despertó sobresaltado y sudoroso. Había tenido una pesadilla. Tenía la encomienda de representar, ese Viernes Santo, a Jesús en la escenificación que año con año se realiza en el pueblo, y en su sueño se vio en lo alto de la cruz con una dolorosa y verdadera herida en su costado, a la altura del corazón.
En la imagen, que recordó en cuanto despertó, Martha, su mujer, esperaba a que bajaran su cuerpo semidesnudo para cubrirlo con una manta que la madre mayor de la iglesia le prestara. Además, vio, junto a Martha, a Ramón, su compadre, personificando al soldado romano que, en su sueño, le había clavado la punta de su lanza en esa parte extrema y vital que le hizo perder el sentido en la cruz.
“Este año lo haré más real”, le había dicho a Martha la noche anterior. Le he pedido al mayordomo que consiga clavos de acero para que me perforen las palmas de las manos y a la corona le dejarán las espinas para que me sangre la frente.
“Estás loco, mejor ya duérmete”, le dijo la mujer dándole la espalda dispuesta a dormir.
“Estaré loco, pero nada me encantaría más que morir como lo hizo nuestro señor”, dijo aún Felipe.
En cuanto se levantó, sin buscar algo qué comer, por estar en ayuno, se dirigió en busca de su compadre Ramón.
“Compa: haz como si fuera real –le dijo−, dame un piquetito, nomás pa’ que sangre.”
“Sí, compadre, como quieras”, le contestó Ramón.
De la casa de su compadre se dirigió a la Iglesia en busca de Gregorio, el mayordomo, para asegurarse de que habían conseguido los clavos.
“Sí, amigo −le dijo el mayordomo−, aquí están, los trajo Adrián.”
Regresó a su casa en la que vivía con su mujer desde hacía tres años, cuando decidió llevársela a escondidas de los hermanos que no lo querían, ni aceptaban aún, como cuñado.
En el camino se encontró con Jorge, su vecino, que con una risita burlona le preguntó: “¿cuándo vas a tener un hijo?”.
“Cuando se me antoje…”, le contestó enfadado.
“No te enojes, mejor apúrate, no sea que alguien quiera ayudarte”, le advirtió el vecino.
“Vete a la chingada, mejor ya vete porque me vas a hacer pecar y no quiero confesarme otra vez.”
“Bueno, yo nomás decía…”, volvió a sonreír el hombre.
Llegando a su casa, buscó la túnica que había mandado a hacer con la costurera del pueblo y la guardó en una bolsa. Martha, su mujer, no se encontraba ahí y supuso que se había adelantado hacia la iglesia.
La escenificación transcurrió como era esperada. La solemnidad de los fieles no les permitió observar que el líquido rojo que escurría de la frente de Jesús (Felipe) era realmente sangre, por las espinas de la corona que habían hecho con una rama de huizache.
El recorrido por las calles del pueblo, con las tres caídas incluidas, estuvo lleno de dramatismo y fervor, aunque también de algarabía por parte de los muchachos que aprovechan el acto para encontrarse con la novia y acompañarla en su penitencia de los pies descalzos.
El momento cumbre de la crucifixión llegó y, tal como lo había pedido, los clavos atravesaron los cartílagos de Felipe quien, en un acto heroico, contuvo el doloroso quejido que estuvo a punto de expandirse entre los espectadores.
Levantaron la cruz y Ramón, el soldado romano, dirigió la lanza hacia el costado izquierdo de su compadre. Lo hizo con tanta fuerza, para tratar de hacerlo más real, que el pico cruzó la segunda costilla y con un doble empujón que Ramón le dio, tocó una parte del corazón de Felipe, lo suficiente para, ahora sí, arrancarle el más doloroso de los lamentos y hacerle perder el sentido.
Cuando lo bajaron de la cruz, ya se le había escapado la vida por aquel orificio que su compadre, después de regalarle una prometedora sonrisa a Martha, le abrió a Felipe en aquel Viernes Santo que él quiso regalarle a su pueblo la más real de las representaciones de la crucifixión de Jesús.
Escríbeme a:jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
VIERNES SANTO
Felipe despertó sobresaltado y sudoroso. Había tenido una pesadilla. Tenía la encomienda de representar, ese Viernes Santo, a Jesús en la escenificación que año con año se realiza en el pueblo, y en su sueño se vio en lo alto de la cruz con una dolorosa y verdadera herida en su costado, a la altura del corazón.
En la imagen, que recordó en cuanto despertó, Martha, su mujer, esperaba a que bajaran su cuerpo semidesnudo para cubrirlo con una manta que la madre mayor de la iglesia le prestara. Además, vio, junto a Martha, a Ramón, su compadre, personificando al soldado romano que, en su sueño, le había clavado la punta de su lanza en esa parte extrema y vital que le hizo perder el sentido en la cruz.
“Este año lo haré más real”, le había dicho a Martha la noche anterior. Le he pedido al mayordomo que consiga clavos de acero para que me perforen las palmas de las manos y a la corona le dejarán las espinas para que me sangre la frente.
“Estás loco, mejor ya duérmete”, le dijo la mujer dándole la espalda dispuesta a dormir.
“Estaré loco, pero nada me encantaría más que morir como lo hizo nuestro señor”, dijo aún Felipe.
En cuanto se levantó, sin buscar algo qué comer, por estar en ayuno, se dirigió en busca de su compadre Ramón.
“Compa: haz como si fuera real –le dijo−, dame un piquetito, nomás pa’ que sangre.”
“Sí, compadre, como quieras”, le contestó Ramón.
De la casa de su compadre se dirigió a la Iglesia en busca de Gregorio, el mayordomo, para asegurarse de que habían conseguido los clavos.
“Sí, amigo −le dijo el mayordomo−, aquí están, los trajo Adrián.”
Regresó a su casa en la que vivía con su mujer desde hacía tres años, cuando decidió llevársela a escondidas de los hermanos que no lo querían, ni aceptaban aún, como cuñado.
En el camino se encontró con Jorge, su vecino, que con una risita burlona le preguntó: “¿cuándo vas a tener un hijo?”.
“Cuando se me antoje…”, le contestó enfadado.
“No te enojes, mejor apúrate, no sea que alguien quiera ayudarte”, le advirtió el vecino.
“Vete a la chingada, mejor ya vete porque me vas a hacer pecar y no quiero confesarme otra vez.”
“Bueno, yo nomás decía…”, volvió a sonreír el hombre.
Llegando a su casa, buscó la túnica que había mandado a hacer con la costurera del pueblo y la guardó en una bolsa. Martha, su mujer, no se encontraba ahí y supuso que se había adelantado hacia la iglesia.
La escenificación transcurrió como era esperada. La solemnidad de los fieles no les permitió observar que el líquido rojo que escurría de la frente de Jesús (Felipe) era realmente sangre, por las espinas de la corona que habían hecho con una rama de huizache.
El recorrido por las calles del pueblo, con las tres caídas incluidas, estuvo lleno de dramatismo y fervor, aunque también de algarabía por parte de los muchachos que aprovechan el acto para encontrarse con la novia y acompañarla en su penitencia de los pies descalzos.
El momento cumbre de la crucifixión llegó y, tal como lo había pedido, los clavos atravesaron los cartílagos de Felipe quien, en un acto heroico, contuvo el doloroso quejido que estuvo a punto de expandirse entre los espectadores.
Levantaron la cruz y Ramón, el soldado romano, dirigió la lanza hacia el costado izquierdo de su compadre. Lo hizo con tanta fuerza, para tratar de hacerlo más real, que el pico cruzó la segunda costilla y con un doble empujón que Ramón le dio, tocó una parte del corazón de Felipe, lo suficiente para, ahora sí, arrancarle el más doloroso de los lamentos y hacerle perder el sentido.
Cuando lo bajaron de la cruz, ya se le había escapado la vida por aquel orificio que su compadre, después de regalarle una prometedora sonrisa a Martha, le abrió a Felipe en aquel Viernes Santo que él quiso regalarle a su pueblo la más real de las representaciones de la crucifixión de Jesús.
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