LOLA
José I. Delgado Bahena
Era muy hermosa. Aunque morena, tenía lo suyo bien puesto y con las proporciones precisas. La conocí cuando aún no me corrían de mi trabajo como distribuidor de golosinas. En aquel entonces, iba todos los sábados a la Curva, a emborracharme con Juan, mi compañero que me enseñó las mañas para robarles a los tenderos de los pueblos.
Era la mejor bailarina del “Encanto”. Siempre la anunciaban como: “¡Directamente desde el puerto de Acapulco, la sensacional, la exuberante, la intrépida… Lolaaaaaa, la grande!
Y, sinceramente, era todo eso: alta, exuberante, sensacional e intrépida. Después de bailar dos piezas dando vueltas por el enorme cuadrado de la pista del lugar, mostrando sus atributos, cubiertos por sencillas prendas que transparentaban casi todo, y con la canción de “Toda la vida”, entonada por Emmanuel, subía por los siete metros del tubo, descubriendo, al ritmo de la música, cada uno de los encantos que Dios le dio. Cuando llegaba a lo más alto, se quitaba, por último, la tanguita negra con la que disimulaba su parte más íntima y la arrojaba hacia una de las mesas. Después, giraba sobre su desnudo cuerpo para colocar la cabeza hacia abajo y, sostenida solamente con la presión que sus gruesos muslos ejercían sobre el tubo, se deslizaba hacia el cemento de la pista. Antes de llegar, soltaba las piernas y nuevamente giraba para caer sobre el piso con los pies abiertos y su cabeza inclinada hacia adelante cubriendo, con su negra cabellera, la intimidad de su erotismo.
La verdad, los aplausos que recibía eran bien merecidos.
En la Curva, muchos se la pasaban deambulando por los demás antros, tomándose una cerveza aquí, otra allá, haciendo tiempo, y cuando oían que daban la primera llamada para el show de Lola, iban a recrear su pupila y sus emociones con el espectáculo de la falsa acapulqueña que, todos sabíamos, era de un pueblo cercano a la ciudad.
Una noche tuve la suerte de que su tanguita cayera sobre nuestra mesa y que se la ganara a Juan. Cuando fue a recuperarla, me levanté para dársela y, junto con un beso en la mejilla, deslicé en su oído derecho la súplica de que volviera con nosotros en cuanto se bañara. No contestó, se limitó a sonreír, pero la luz de sus grandes ojos negros fue una promesa que cumplió a los diez minutos de que me dejara con una temblorina que no terminó hasta que me bañé, llegando a casa, para quitarme el aroma del perfume que me impregnó con su cercanía. Y más valía, porque mi vieja estaba embarazada y se le había incrementado su sexto sentido y el olfato.
Con el paso de los días, Lola me fue tomando confianza y una noche hasta lloró en mi hombro al contarme sus desventuras. Me dijo que ella y sus otras dos hermanas, que trabajaban allí mismo, pero en otros antros, habían tomado ese camino orilladas por su madre que las puso a “fichar” en una cantina del pueblo.
Realmente estaba muy dolida y decepcionada de la vida. Más cuando me dijo que en su pueblo eran una bola de hipócritas, que se la pasaban criticando a su familia sólo porque ella y sus hermanas trabajaban de “sexoservidoras” y que su hermanos Silvia y Pepe, los más chicos, habían tenido relaciones sexuales, de las que nació un hijo, producto de las desgracias que sembró el cometa que llegó por esos días.
Hubiera querido pagarle todas las piezas que tenía que bailar para sacar lo de sus gastos. Pero cobraban a cinco pesos cada cumbia y yo sólo llevaba lo que ganaba extra como árbitro de futbol en la unidad deportiva. Para llevar un poco más de dinero, tuve que aceptar los sobornos que los dueños de los equipos me mandaban para que no reportara a sus expulsados o para hacerme de la vista gorda con los jugadores que se presentaban con otros registros a jugar como veteranos.
Cuando me corrieron de la chamba dejé de ir a la Curva. Sólo ganaba lo que sacaba de árbitro y la Zenaida, mi vieja, estaba por parir a nuestro primer chamaco.
Este Sábado de Gloria, por terminar la Semana Santa, mi vieja y mi hijo se fueron a pasear con mis suegros y como los pinches viejos ni me quieren, y con el pretexto de que tenía que arbitrar, los dejé ir solos. Después, me quedé a tomarme unas cervezas en la Unidad, con los compañeros del colegio.
Con unas chelas encima, tomé un taxi y me fui derechito al “Encanto”. Inmediatamente pregunté al mesero por ella. No me contestó, me mandó a Perla, su mejor amiga. Llegó, se sentó, sacó el chicle de su boca y lo puso en el cenicero.
−¡Pinche Martín! –me dijo, casi llorando−, ¿por qué no estuviste aquí? Lola te amaba, cabrón, y se empedaba todos los días, nomás chillando por ti, creyendo que tú no venías porque la despreciabas también, por su trabajo.
−¿Dónde está? –le interrumpí−, dile que venga.
−No güey –contestó, recuperando su chicle y masticándolo con furia−, ya no está. El sábado pasado se subió bien peda al tubo y se accidentó: se cayó desde arriba y se rompió la nuca. Cuando llegó la ambulancia ya estaba muerta. Se fue, güey, se fue bien dolida porque ya no venías.
Después no supe qué pasó. Seguí tomando y al siguiente día desperté en mi casa con la Zenaida bien encabronada y yo con una tremenda cruda moral por no haberme despedido de Lola, la mejor bailarina que hubo en el “Encanto”.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com
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