viernes, abril 02, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS
José I. Delgado Bahena
VIERNES SANTO
Felipe despertó sobresaltado y sudoroso. Había tenido una pesadilla. Tenía la encomienda de representar, ese Viernes Santo, a Jesús en la escenificación que año con año se realiza en el pueblo, y en su sueño se vio en lo alto de la cruz con una dolorosa y verdadera herida en su costado, a la altura del corazón.
En la imagen, que recordó en cuanto despertó, Martha, su mujer, esperaba a que bajaran su cuerpo semidesnudo para cubrirlo con una manta que la madre mayor de la iglesia le prestara. Además, vio, junto a Martha, a Ramón, su compadre, personificando al soldado romano que, en su sueño, le había clavado la punta de su lanza en esa parte extrema y vital que le hizo perder el sentido en la cruz.
“Este año lo haré más real”, le había dicho a Martha la noche anterior. Le he pedido al mayordomo que consiga clavos de acero para que me perforen las palmas de las manos y a la corona le dejarán las espinas para que me sangre la frente.
“Estás loco, mejor ya duérmete”, le dijo la mujer dándole la espalda dispuesta a dormir.
“Estaré loco, pero nada me encantaría más que morir como lo hizo nuestro señor”, dijo aún Felipe.
En cuanto se levantó, sin buscar algo qué comer, por estar en ayuno, se dirigió en busca de su compadre Ramón.
“Compa: haz como si fuera real –le dijo−, dame un piquetito, nomás pa’ que sangre.”
“Sí, compadre, como quieras”, le contestó Ramón.
De la casa de su compadre se dirigió a la Iglesia en busca de Gregorio, el mayordomo, para asegurarse de que habían conseguido los clavos.
“Sí, amigo −le dijo el mayordomo−, aquí están, los trajo Adrián.”
Regresó a su casa en la que vivía con su mujer desde hacía tres años, cuando decidió llevársela a escondidas de los hermanos que no lo querían, ni aceptaban aún, como cuñado.
En el camino se encontró con Jorge, su vecino, que con una risita burlona le preguntó: “¿cuándo vas a tener un hijo?”.
“Cuando se me antoje…”, le contestó enfadado.
“No te enojes, mejor apúrate, no sea que alguien quiera ayudarte”, le advirtió el vecino.
“Vete a la chingada, mejor ya vete porque me vas a hacer pecar y no quiero confesarme otra vez.”
“Bueno, yo nomás decía…”, volvió a sonreír el hombre.
Llegando a su casa, buscó la túnica que había mandado a hacer con la costurera del pueblo y la guardó en una bolsa. Martha, su mujer, no se encontraba ahí y supuso que se había adelantado hacia la iglesia.
La escenificación transcurrió como era esperada. La solemnidad de los fieles no les permitió observar que el líquido rojo que escurría de la frente de Jesús (Felipe) era realmente sangre, por las espinas de la corona que habían hecho con una rama de huizache.
El recorrido por las calles del pueblo, con las tres caídas incluidas, estuvo lleno de dramatismo y fervor, aunque también de algarabía por parte de los muchachos que aprovechan el acto para encontrarse con la novia y acompañarla en su penitencia de los pies descalzos.
El momento cumbre de la crucifixión llegó y, tal como lo había pedido, los clavos atravesaron los cartílagos de Felipe quien, en un acto heroico, contuvo el doloroso quejido que estuvo a punto de expandirse entre los espectadores.
Levantaron la cruz y Ramón, el soldado romano, dirigió la lanza hacia el costado izquierdo de su compadre. Lo hizo con tanta fuerza, para tratar de hacerlo más real, que el pico cruzó la segunda costilla y con un doble empujón que Ramón le dio, tocó una parte del corazón de Felipe, lo suficiente para, ahora sí, arrancarle el más doloroso de los lamentos y hacerle perder el sentido.
Cuando lo bajaron de la cruz, ya se le había escapado la vida por aquel orificio que su compadre, después de regalarle una prometedora sonrisa a Martha, le abrió a Felipe en aquel Viernes Santo que él quiso regalarle a su pueblo la más real de las representaciones de la crucifixión de Jesús.

Escríbeme a:jose_delgado9@hotmail.com

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