miércoles, marzo 24, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS
“LA CULPA ES DEL COMETA”
José I. Delgado Bahena
En total fuimos cinco hermanos, y yo fui el último. Antes de mí habían llegado: Lola, Lupe, Lidia y Silvia –puras viejas− a robarse el oxígeno de la única habitación que era nuestra casa; por eso, cuando nací, Malaquías −que era mi padre− se sintió orgulloso y mandó traer la banda de don Bico, compró diez cartones de cerveza e hizo una fiesta que duró cuatro días.
Había sólo un año de diferencia entre cada hermano, pero Silvia y yo, por ser los más chicos, siempre tuvimos mayor comunicación y mejor convivencia. Lola, Lupe y Lidia preferían andar juntas, aparte, porque ya eran las “señoritas” e iban a la secundaria, en la ciudad, mientras que Silvia y yo aún estábamos en la escuela primaria, en el pueblo.
Pero, ¿por qué les cuento estos pormenores? Ah, porque desde que murió Malaquías, Marina –que es mi madre− se tuvo su responsabilidad como padre y madre, sin remedio, y por estar siempre trabajando, descuidó a las “eles” –así les decíamos en la familia a Lola, Lupe y Lidia, por obvias razones− y éstas terminaron por ejercer, el único oficio que les enseñó la vida, en el centro cultural “Los chocolines” acompañando en las mesas a los señores gordos que querían olvidarse de la bruja que tenían en casa, y bailando cumbias con los chamacos que se escapaban del Tec o de la UT, y preferían juntar sus veinte pesos para bailar cuatro piezas de cinco pesitos cada una, que quedarse a dormir en los salones de clases.
Al principio, Marina las iba a traer a puro chanclazo, pero más tardaban en cruzar la corriente de agua de la barranca, para llegar a la casa, que regresar, todas pintarrajeadas y perfumadas, a darle gusto a la vida.
“Un día de estos mejor voy a poner un burdel –decía Marina medio encabronada, medio decepcionada y medio convencida−”, y casi se le hace porque puso una cantina que la alejó también de mí y de Silvia; para ese entonces ya estudiábamos en la Normal para ser “aunque sea maestros”, nos dijo nuestra madre.
Lo malo fue que un domingo por la tarde, después de jugar la final de futbol del torneo de verano que se organizaba en el pueblo, nos pusimos una “santa peda” todos los de equipo, porque el rival nos ganó apenas por un autogol que metió nuestro defensa estrella, que era yo. Mandamos a comprar tres cartones de cervezas, nos quedamos en el campo de juego, “a chupar”, y nos fuimos ya oscureciendo.
Esa noche había llegado el cometa, y nosotros, los cuates del barrio y yo, que habíamos perdido en el fut, como íbamos bien “briagobertos”, al cruzar la barranca, por la hamaca, y por voltear a ver al gran lucero con su cola luminosa, perdimos el equilibrio y casi todos nos desparramamos por los catorce metros de aire que había hasta las piedras del arroyo.
Como pudimos, descalabrados y raspados, cada quien se fue a su casa. Al llegar a la mía, sólo se encontraba Silvia quien al verme ensangrentado y todavía un poco borracho, se asustó, pero enseguida comenzó a limpiarme la sangre con un trapo húmedo. Me dijo que me quitara los zapatos de futbol, que aún llevaba puestos, porque estaban llenos de lodo, y ella misma me quitó la playera, con su número cuatro en la espalda.
Con mucho cuidado me limpió el cuello, el pecho, los hombros y las orejas. Cuando me limpiaba las piernas se me quitó la briaga porque dejaba caer sus enormes pechos dieciochoañeros sobre mi nariz y comencé a sentir calientito en el estómago. Entonces le quité el trapo y le dije: “mira ya te ensucié”. Comencé a limpiarle los brazos, la cara, los pechos…
Lo demás, pues ya se imaginan, ¿no? Nos besamos y nos abrazamos, nos enredamos las piernas y nos quemamos en el primer infierno de la pasión que no pudimos controlar y que seguimos atizando cada vez que estábamos solos, hasta que se le interrumpió la regla.
Después tuvimos que enfrentar a Marina con su descarga de culpas y sus reproches, sus amenazas y sus profecías. Desde luego, esperábamos al niño con cola de cochino –quién sabe quién nos dijo eso− y sobre nosotros todas las maldiciones de la estirpe humana.
No pasó nada. El niño está bien. Ya tiene un año y Silvia y yo somos sus padres y sus tíos al mismo tiempo. Ella, por supuesto, dejó la escuela y anda de novia con un soldado que conoció en la cantina de Marina. Dice que se van a casar. Yo también me salí de la Normal y trabajo de chofer en un camión de Huitzuco.
Lo de aquella vez, y las veces que siguieron, no fue culpa nuestra, fue del cometa que siempre viene con muchas desgracias arrastrando en su brillante cola.
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