AUNQUE SEA PARA MAESTRO
“Un fracasado es un hombre que ha cometido un error,
pero que no es capaz de convertirlo en experiencia.”
Elbert Hubbard (1856-1915)
Ensayista estadounidense.
A Manuel le dijeron sus padres: “Estudias, aunque sea para
maestro, ¿o quieres ser campesino?”, y como campesino ya
era desde que nació, aceptó la única opción que le ofrecieron
sus progenitores para poder salir del “perico perro” que era el oficio
de la mayoría del pueblo que, por quedarse sin más preparación
que su instrucción primaria y, si acaso, la secundaria, se empleaban
en lo que cayera: jornalero, chalán, campesino y, con suerte, de
mesero en los restaurantes que había en la orilla del pueblo antes
de que llegara el progreso en la región con la Autopista del Sol.
De manera que, sin remedio, estudió los cuatro años de la
normal en la escuela de la ciudad donde formaban a los futuros
maestros “que irían a sembrar la semilla del conocimiento en las
escuelas de México”, como se oyó en alguna ocasión en un discurso
de clausura de cursos.
Al terminar, y esperar a que les asignaran su lugar de
adscripción, Manuel y otros cuatro compañeros que recorrían las
oficinas de la SEP, llenos de ansiedad y con las escasas monedas en
los bolsillos que les permitían, al menos, “echarse” unos tacos entre
pecho y espalda, para engañar “la tripa”, se ilusionaban con llegar
a la comunidad donde trabajarían su primer año en la docencia, sin
imaginar que a él le aguardaba un tiburón llorón llamado “destino”.
Su asignación fue de lo esperado. Un pueblo de la región de
Costa grande del estado fue su suerte en esta lotería del magisterio.
Fue ahí donde conoció a Rebeca. La vio en el centro de esa
comunidad rústica de Guerrero, el domingo que llegó, cargando su
maleta con sus escasas pertenencias, para instalarse y acomodarse
en el pequeño cuarto que le facilitaron en una casa cercana a la
escuela. La vio sentada en una gran piedra junto a la puerta de una
de las casas de adobe y techo de teja. Ella: Rebeca, con dieciséis años
sobre un cuerpo que aparentaba veinte; morena, alta, con largas
trenzas y sonrisa provocativa, al ver a Manuel le envió una mirada
acompañada de un cofre de promesas que él interpretó como de
amor pero también de deseo.
“Si el gobierno hace como que me paga, yo hago como que
trabajo.” Fue la primera frase que Manuel escuchó al día siguiente,
al presentarse a sus labores, y le hizo abrir los ojos para despertar a
la realidad de la irresponsabilidad de varios colegas suyos que con
actitudes mezquinas defraudaban el compromiso contraído con
la sociedad y menospreciaban las propuestas pedagógicas que se
ofrecían por medio de los materiales de apoyo para los mentores.
“Al pueblo que fueres…”, pensó él para no entrar en
conflicto con sus autoridades y con sus compañeros del centro de
trabajo de la ranchería donde le asignaron su lugar de adscripción
para atender un grupo de sexto grado, con apenas siete alumnos:
cuatro mujeres y tres hombres.
Ahí la volvió a ver. Rebeca era una de sus cuatro alumnas.
El asombro se mezcló con la emoción y esto no le permitió advertir
la jugada que el destino le tenía preparada.
Con el paso de los días, el maestro Manuel se olvidó de su
apostolado y dedicaba las mejores atenciones a quien le atrapó con
aquel arañazo que le regaló a su llegada al pueblo.
Ella, consciente del dominio que ejercía sobre la débil
voluntad de su maestro, se acercaba a su mesa de trabajo para
inclinarse y mostrarle sus prominentes pechos que parecían
volcanes a punto de hacer erupción sobre la nariz del pobre de
Manuel.
Se acercaban los enormes “puentes” que desde entonces
el magisterio del estado construía para no trabajar, con el pretexto
del 1°, 5 y diez de mayo, una quincena de este mes, sumando la
celebrada “semana del maestro”. Manuel avisó esto a sus alumnos
y Rebeca, sin soportar más los calores que su juventud le hacían
despertarse a media noche gritando, entre lamentos, el nombre de
su maestro, le propuso, con la ingenuidad de su adolescencia, que
la llevara con él a su ciudad natal; “no aguantaría tantos días sin
verte”, le dijo.
Viajaban ligeros: con la mochila de ella y una pequeña
maleta de él sobre el lomo de una mula, pero antes de cruzar el
río los alcanzó Francisco, el hermano mayor de Rebeca, machete
en mano, retando a Manuel y reclamándole el ultraje que pretendía
hacer a su familia.
Las razones no importaron, ni las explicaciones de amor
de Rebeca pudieron convencer al furioso Francisco quien de
un tajo cortó la yugular de un indefenso Manuel que, hasta ese
momento, mientras escurría un hilo de sangre entre su pecho y su
camisa, comprendió que más le hubiera valido quedarse a seguir
cosechando el tomate de cáscara que tenía fama en su pueblo, a seguir el sueño de ser “aunque sea maestro”.
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