miércoles, mayo 18, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

El secreto

José I. Delgado Bahena
Iguala, Gro., Mayo 18.- La primera vez que sentí atracción por Lucy, la menor de mis hermanas, fue cuando ella cumplió sus quince años. Al sentir su mano desnuda posarse sobre mi hombro, la piel se me enchinó y le oprimí con fuerza, en un movimiento involuntario, su mano enguantada con la que la conducía por la pista del salón de fiestas.
Al sentir la presión de mi mano sobre la suya, se recargó en mi pecho y dejó rastros de su maquillaje sobre mi camisa azul cielo que me había comprado para emparejarla con los tonos de su vestido de quinceañera.
-Estás muy bonita –le dije en ese momento.
-Gracias menso –me dijo y correspondió mi halago-: tú también te ves muy guapo con esa corbata.
Desde ese momento, Lucy se convertiría en el centro de atención de mi vida y no la perdería de vista en toda la fiesta ni en los años que siguieron.
Cuando entró a la prepa, en el turno matutino, yo acababa de cumplir los dieciocho años y estudiaba en el Tecnológico; de manera que nos íbamos juntos en mi moto, la pasaba a dejar en su escuela y me iba a la mía.
Por las tardes convivíamos en la casa, solos, mientras nuestros padres volvían de su trabajo.
La segunda vez que la cercanía de mi hermana despertó en mí emociones prohibidas, por el parentesco que nos unía, fue por esa época. El perfume que se había puesto era tan exquisito que se incrustó en mi olfato mientras conducía la moto llevándola a ella detrás de mí y abrazada a mi cintura. Al sentir sus pequeños pechos sobre mi espalda y sus manos en mi abdomen, sentí que algo muy interno y hermoso germinaba en mi corazón.
-Te quiero mucho Lucy –le dije cuando se bajó de la moto.
-Yo también, menso –me contestó, se acercó y me dio un beso en la mejilla.
Por la tarde, al estar juntos en casa, viendo una película, me recosté en el sofá donde ella estaba sentada y coloqué mi cabeza sobre sus piernas. Lucy comenzó a acariciar mi cabello y desabotonó mi camisa; introdujo una de sus manos, me sobó los pectorales y tiró de mis vellos en un par de ocasiones.
Motivado por esas muestras de cariño, me atreví y pasé uno de mis dedos sobre su pierna derecha, como jugando; entonces, en un impulso inesperado, ella se inclinó hacia mi cara y me dio un beso en la boca. Inmediatamente respondí a la caricia: con mis dos manos rodeé su cuello y la esclavicé a un beso prolongado que fue la causa del desbordamiento del río pasional que encontró desembocadura en el tapete de la sala donde nos desnudamos y nos entregamos, sin reservas, en la hoguera sexual que nos quemaba el alma.
-¿Qué vamos a hacer? –me preguntó cuando el torbellino de las pasiones encontró un remanso y nos quedamos abrazados, enlazados, completamente desnudos.
-No sé –le respondí fijando la mirada en sus hermosos ojos que destellaban con el reflejo del televisor encendido-. Pero sí sé que no quiero vivir ni un momento más sin sentirte mía. No me importan los convencionalismos sociales ni el rechazo de la familia y de nuestros padres. Te amo y quiero tenerte en mi vida para siempre.
-Yo también, menso –confirmó ella, con sus palabras, lo que yo había descubierto ya en sus caricias-. Sé que nuestros padres no se merecen este disgusto, pero creo que tenemos derecho a luchar por nuestra felicidad. Además –continuó-, si Dios lo ha permitido, es que no ha de ser tan malo.
-Entonces…
-Creo que debemos ser valientes y hablar con ellos.
-Mira –le dije-: qué te parece si le pedimos al padre Alberto que lo haga, como él es muy amigo de la familia, tal vez logre convencerlos de que nos dejen vivir nuestra vida.
Por la noche, después de atender mi llamada, el sacerdote se presentó en la casa y reunió a la familia, incluso a mi hermana mayor que se había independizado y vivía en otro extremo de la ciudad.
Después de plantearles nuestro caso y de tener que enfrentar las miradas recriminatorias de mi otra hermana y los reclamos de nuestros padres, el padre Alberto presionó a mi madre para que tomara una decisión, pero con palabras poco claras para Lucy y para mí.
-Bueno –comenzó el cura-: yo sé algo que podría solucionar esto de la mejor manera, pero como me enteré en momento de confesión, no puedo decirlo. Sin embargo, aquí hay alguien que sí puede hacerlo –terminó dirigiendo fijamente su mirada sobre el rostro de mi madre. Ella, al sentir la presión del padre Alberto, descargó su vista en el piso y, después de tomar aire, dijo:
-Pues bien, yo esperaba nunca tener que decir esto, pero dadas las circunstancias… pues… resulta que tú –dirigiendo sus ojos hacia mí- no eres hijo nuestro. Hace muchos años tuve una amiga que murió cuando naciste y, en su lecho de muerte, me hizo prometerle que me encargaría de ti como si fueras mi propio hijo. Te pido que nos perdones por habértelo ocultado, pero creímos que era lo mejor.
Por supuesto que los perdoné y les agradecí el cuidado que me han tenido en toda mi vida; pero, más que nada, por haber permitido que Lucy y yo realizáramos nuestro amor, el que ha perdurado hasta este momento en que ya tenemos dos hijos.


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