miércoles, abril 27, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

No tuvo suerte.

José I. Delgado Bahena


Definitivamente −me dije, cuando lo vi tirado, asfixiándose−, no tuvo suerte.
Pero, además, Rafael mismo labró su destino. Desde que empezó a cambiar sus actitudes hacia mí, dejé de amarlo y supe cuál sería su final.
No sé cómo pero me envolvió con su galanura, su labia, su perfume caro y su habilidad en la cama; sin embargo, hizo dos cosas que nunca debemos perdonar las mujeres: me fue infiel y me golpeaba.
Le podía pasar todo: que se quedara con la mayor parte de lo que ganaba en el despacho y me diera poco dinero para el gasto, que llegara con sus amigotes a tomar sus botellas de licor y sus cervezas, que no me sacara a pasear y que me levantara en la madrugada, cuando llegaba de sus reuniones, para que le diera de cenar. Todo eso le aguanté. Pero desde que supe que andaba de coscolino con la secretaria del bufet de abogados donde trabajaba con sus amigos Ricardo y Antonio, comencé a tenerle un odio tan grande que creció cuando le reclamé y se atrevió a golpearme.
Aquella primera vez me fui de la casa a vivir con mis padres, pero a los dos meses llegó a buscarme y a pedirme que lo perdonara; hasta se hincó delante de mis viejitos, para que yo volviera con él, y me prometió que me iba a dejar trabajar en la estética donde me conoció y luego, cuando me pidió que viviéramos juntos, tuve que dejar porque ya no le parecía que yo “acariciara el cabello de otros hombres”. Lo malo fue que le creí. No cambió, al contrario: comenzó a emborracharse más seguido y me pegaba por cualquier cosa. Ya ni hacía el intento de irme a mi antigua casa, ¿para qué?, sólo era llevarles mortificaciones a mis padres.
Por eso, sabiendo que nunca dejaría de tratarme peor que a una bestia, me puse a pensar en la mejor manera de regalarle su boleto de ida al panteón. Tenía que ser de tal forma, tan bien planeada su muerte, que debía parecer un accidente.
Primero fui con los hierberos del mercado a preguntarles sobre algunas plantas que me ayudaran a terminar con un tejón que estaba terminando con mi jardín.
Uno de ellos me vendió una bolsita con semillas de “hueso de fraile”. Me dijo que una noche las espraciera sobre la tierra y que al siguiente día iba a recoger al animal bien muerto.
Lo que hice fue mezclarlas en un licuado de plátano que Rafael me pidió como desayuno antes de irse al despacho. Como a las dos horas me llamó su amigo Antonio para avisarme que se lo habían llevado de emergencia al hospital con una taquicardia que lo tuvo encamado durante veinte horas, y a mí, a su lado, cuidándolo.
Por esos días, mientras arreglaba los rosales, una abeja me picó cerca de mi ojo derecho y a los pocos minutos lo tenía cerrado de lo hinchado. De por sí ya no era raro que yo trajera así los ojos de tanto llorar y por los golpes que Rafael me daba; así que me aguanté, me puse un poco de crema dental para aminorar las molestias, seguí con mis labores cotidianas y pensando en la manera de deshacerme de él.
Pero ayer fue su día de mala suerte.
Ricardo y Antonio organizaron una parrillada en un balneario que está como a veinte minutos de la ciudad, por la salida a Teloloapan; como sus amigos son solteros, llevaron a sus novias, como invitadas, y yo tuve que asar la carne y las cebollas, preparar la salsa y calentar las tortillas.
Desde que llegamos al lugar destaparon las primeras cervezas y se pusieron a beber. Las chamacas nomás veían que yo estaba en chinga encendiendo el carbón pero no se acomidieron, se fueron a poner sus bikinis y se metieron a la alberca.
Cuando ya casi vaciaban la hielera que llevaron repleta de bebidas, me pidieron que les sirviera de comer. Rafael tenía en sus manos una cerveza, a medias, y la puso cerca de la carne donde −a saber cómo llegaron− estaba un montoncito de abejas. En ese momento me di cuenta que no habíamos bajado del carro los platos desechables. Le pedí a Rafael que fuera por ellos y aceptó. Entonces, discretamente, aprovechando que sus amigos estaban besuqueando a sus novias, con una tapa de la coca que yo me tomaba, atrapé dos abejas y las eché en la cerveza de Rafael. Cuándo él regresó con los platos, todo sudado por el calor que hacía, lo primero que hizo fue darle un trago enorme a su cerveza y se la terminó.
Inmediatamente arrojó el envase al pasto y se llevó una mano a su boca. Con un dedo sacó una de las abejas que le había quedado atorada en la garganta. Sus amigos se acercaron a atenderlo al ver que hacía intentos por vomitar.
Cuando le pasó el susto, pidió otra cerveza y se la tomó dizque para quitarse la molestia de la garganta por el piquete de la abeja; pero, a los pocos minutos, se llevó las manos a la boca con la angustia reflejada en su rostro al no poder respirar; se tiró al piso, pataleando con desesperación, y ahí lo encontraron los paramédicos de la Cruz Roja que llegaron a auxiliarlo atendiendo la llamada que hicieron los dueños del balneario.
Poco pudieron hacer por él. Murió en el camino a la ciudad, asfixiado por la hinchazón que le provocó el piquete de la abeja que, en ese día de su mala suerte, le picó en la laringe, como el medio que Dios dispuso para hacerme justicia.


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