miércoles, abril 13, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

Unidad 069

José I. Delgado Bahena


−¿No te parece que ya es tiempo que decidas qué te importa más: si tu cargo como dirigente de tu gremio, o tu familia, a la que cada vez conoces menos? –le dijo Marcela a un asombrado Adulfo que no sabía cómo considerar las palabras de su mujer.
−Pero… amor −respondió−, ¿no crees que esto que dices sea un tema que ya habíamos agotado? ¿Por qué supones que no extraño las tardes junto a ustedes? ¿Imaginas, además, que no me duelen los mensajes de la niña, al preguntarme si ya comí?
−Pues no lo creo; si así fuera, comerías con ella cuando llega de la escuela y la apoyarías con sus tareas. Pero no, son más importantes tus asuntos que tus hijos y yo. Ah, y ni pienses que me trago el cuento de tus malditas reuniones hasta muy tarde a las qué, según tú, tienes que asistir para conseguir que te den un permiso de taxi.
−Así es, corazón, créelo. No sé por qué sales con eso ahora. Hasta pienso que sólo buscas un pretexto para pelear. Si de eso se trata, mejor suelta la sopa de una vez.
−Ah, ahora resulta que yo soy la bruja del cuento. ¿Sabes? ¡Ya me tienes harta con: Alfa por aquí, Alfa por allá...! ¡Hasta dormido hablas de los taxistas!
−Mejor me voy –escupió Adulfo las tres palabras sobre el rostro de Marcela para cerrar una conversación en la que ninguno cedía hacia los razonamientos del otro. Tomó las llaves del automóvil con número económico 069 que manejaba en su trabajo de taxista y salió de la casa dejando a su mujer con una mirada expectante ante la huida del marido.
Comenzó su recorrido del día yendo hacia la colonia del Seguro para hacer su primer servicio. Al llegar al domicilio donde recogía a Irene, quien trabajaba en la tienda de autoservicio que queda cerca del mercado, vio su reloj y se dio cuenta de que la discusión con su mujer le había hecho perder quince minutos. Se disponía a tocar el claxon cuando Irene salió y subió al auto. Sin hablar, la mujer abrió su bolso y con una habilidad que Adulfo constató a través del espejo retrovisor, comenzó a transformar el aspecto de su rostro con una base de maquillaje, primero, y con delineadores, polvos y lápiz labial después. Por último, observó el taxista, Irene sacó una cuchara plateada con mango azul y se rizó con ella las pestañas, logrando, de esa manera, el último toque que dejó una mujer distinta a la que había subido.
Antes de llegar a la tienda, Adulfo advirtió que estaban sobre el tiempo de llegada de su clienta a su trabajo, de manera que tomó un atajo por un callejón para arribar, en sentido contrario, por la calle que los dejaba justo en la puerta de la tienda.
Al estacionarse, un agente de tránsito, que había observado la maniobra del taxista, se acercó a la ventanilla del auto y Adulfo depositó, en su mano derecha, cinco de los veinte pesos que había cobrado por la dejada.
En ese momento, otra mujer de, aproximadamente, cuarenta años, le solicitó el servicio. Bajó del auto y abrió la puerta del asiento trasero para que subiera pero ella rechazó el gesto y, mientras se lo agradecía, abrió la otra puerta delantera para ubicarse a un lado de Adulfo.
−Gracias joven –dijo la mujer−, ojalá todos los taxistas fueran tan amables como usted.
−No hay de qué, señora, estamos para servirle.
−¿De veras…? –preguntó ella con un tono que consternó a Adulfo.
−Bueno… −contestó él−, siempre y cuando se trate de nuestro trabajo.
−Sí, claro. No seas mal pensado. Entonces… ¿me llevarías detrás de mi marido para ver qué hace cuando me dice que va a su trabajo y…?
−Mire –le interrumpió Adulfo−: no lo tome a mal, usted no tiene que darme explicaciones; me paga el tiempo que tardemos y lo demás es cosa suya. Dígame a dónde la llevo, por favor…
−Bien, amigo, me gusta tu discreción; porque hay algunos compañeros tuyos que mejor ni te digo… Déjame a un lado de la iglesia de la Santa Cruz y ahí mismo te espero mañana, a las cuatro de la tarde, no me falles.
Al siguiente día, cuando Adulfo llegó para hacer el servicio que le había solicitado la mujer, ya lo esperaba ella a un lado de la iglesia; inmediatamente subió al taxi y se escondió en el asiento trasero.
−No tarda en salir –dijo la clienta−, es un Tsuru negro, lo sigues sin que se dé cuenta.
Al pasar el auto mencionado, Adulfo pudo ver, frente al volante, a un hombre que por un instante volteó a verlo y le sostuvo la mirada en un raro gesto de reconocimiento.
El Tsuru tomó el periférico y se salió en el boulevard que va hacia Tuxpan, deteniéndose un poco adelante. Entonces, Adulfo pudo ver, con ojos ofuscados, que Marcela, su esposa, a quien creía en su trabajo, abordaba el auto y ya en el interior saludaba con un beso al marido de su pasajera.
−¡Síguelos! –gritó la mujer que llevaba a un lado al ver que el Tsuru arrancaba.
Adulfo emparejó el taxi con el auto negro y, con el vidrio abajo, les gritó que se detuvieran. Al sentirse descubierto, el del auto aceleró, iniciándose, así, una persecución que llevó a los dos automóviles al puente elevado del crucero de Tuxpan. Por la velocidad que imprimían a las máquinas, al pasar por la parte más alta, el del Tsuru perdió el control y golpeó la barda de contención; el impulso le hizo rodar sobre el pavimento con dos volteretas que le hicieron estrellarse en el taxi de Adulfo que estaba a punto de rebasarlos.
Un oficial de la policía municipal fue el primero en solicitar apoyo:
“Omega, omega… aquí tengo un 0,1: te comento que, realizando mi 4,4 de siempre… te comento: encontré un 0,9 con dos 3,4 involucrados… uno de servicio público con número 069 y un Tsuru negro. No, al parecer ningún sobreviviente. Sí, 6,5 exacto: el puente elevado del crucero de Tuxpan.”


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jose_delgado9@hotmail.com

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