Profanador de tumbas.
José I. Delgado Bahena
−Cuando te canses de estar sola, me llamas –le dijo; se bajó de la cama y, descalzo, se dirigió a la habitación de su hijo, para dormir ahí, solo, aprovechando que el chamaco se encontraba estudiando en la universidad de Cuernavaca.
Ella no manifestó ninguna intención. Volteó su cuerpo, de espaldas a la puerta, acomodó su almohada y se dispuso a dormir.
Hacía tiempo que la relación matrimonial entre ellos se venía rasgando con reclamos y desconfianzas, con indirectas y silencios que comenzaban por las mañanas, al despedirse, ella, para irse a su trabajo, y se repetían durante las noches cuando se internaban en la lucha infernal del espacio compartido.
−Si ya te cansaste de mí, ¿por qué no te largas? –le dijo ella, un día mientras le resbalaba el plato sobre la mesa con los huevos con tocino que le había preparado de mala gana.
−La que se va a largar, vas a ser tú, desgraciada –respondió él−; pero lo harás con los patas por delante, cuando me fastidien tus insultos y tus malos tratos.
−Valor deberías tener para buscar trabajo, no para amenazar. ¿Ya se te olvidó que llegaste de arrimado y que todo lo que hay aquí, hasta el plato en el que estás tragando, lo he comprado yo?
−No –dijo él, con aplomo y con una sonrisa que impactó en la puerta del refrigerador−. Pero, al parecer, ya olvidaste que estamos casados por bienes mancomunados.
Ella apretó los puños en señal de frustración, tomó su cartera y salió a la calle.
Alejandro terminó de desayunar, se dirigió al teléfono y marcó.
“¿Qué pasó, mi valedor, hay alguna novedad?” Preguntó a quien le contestó del otro lado de la línea. “Sí, claro, acaba de salir. No te preocupes. ¿Hay dos nuevos? Está bien, allá te veo. Sí, así quedamos.” Colgó y se dirigió al baño. Se aseó y se vistió para salir.
Ya en la calle, tomó un taxi y se dirigió al panteón municipal. En la entrada lo esperaba Samuel, su amigo con quien realizaba las fechorías que le permitían tener algo de ingresos. Antes de entrar, le dieron un billete de veinte pesos al cuidador para que fuera a comprarse un refresco.
Al llegar a las tumbas, procedieron a quitar las barras ornamentales, que suelen ser de hierro, cobre, plomo o bronce y huecas por dentro, pero que al reunir cierta cantidad de estos metales, y venderlos en el mercado negro, obtienen, al menos, alguna cantidad de dinero para comprar sus carrujos de mariguana.
Hacía poco que se les había ocurrido la idea. Comenzaron en los panteones de los pueblos. Como Samuel tenía un auto, un poco viejo pero que les permitía trasladarse al panteón de la comunidad elegida donde, sin escrúpulos, desvalijaban todas las tumbas quitándoles los crucifijos y los elementos de metal que las familias mandaban poner para adornar la última morada de sus seres queridos.
A pesar de la indignación general de la gente, por el atrevimiento y la falta de respeto al descanso de los difuntos, las autoridades nada hacían por detener estos atracos y se repetían constantemente. En el primero que se tuvo noticia, se calculó que los amantes de lo ajeno al menos dos toneladas de plomo habían extraído del cementerio de la ciudad.
Después de vender los escasos objetos que habían logrado sustraer, los dos amigos se dirigieron a un billar del centro y ahí estuvieron bebiendo hasta la madrugada. Alejandro, ya borracho, se despidió de Samuel y se fue caminando por las calles desiertas de la ciudad llevando consigo, en una bolsa negra, un Cristo chapado de oro que encontraron en una de las tumbas y que él no quiso vender, para llevárselo de recuerdo a su casa.
Al llegar a su domicilio, a pesar de la borrachera, pudo distinguir, a través de las cortinas de la ventana, un par de siluetas que se movían en el interior de la casa. Los celos lo invadieron pero, agazapado, esperó a que el silencio imperara.
Cuando las luces se apagaron, entró y se fue directamente a la recámara donde creía que encontraría a su mujer con su amante. Lo único que vio, en la oscuridad de la noche, fuel el bulto de una persona a quién se le fue a golpes con el Cristo que llevaba entre sus manos.
En ese momento se encendió la luz y apareció en la puerta su hijo quien, con ojos de asombro, observó el cuerpo sangrante y sin vida de su madre que, apenas hacía media hora, lo había recibido con gran alegría por venir a pasar el fin de semana con ellos.
***
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