Webcam del deseo
José I. Delgado Bahena
Juan Antonio se enredaba todas las tardes, saliendo de la prepa, en el laberinto de las amistades cibernéticas y, aprovechando que no se encontraba nadie en casa, mantenía conversaciones atrevidas con gente que ni conocía; entonces, con la llama del deseo encendida, accedía a las más arriesgadas de las peticiones que le hacían.
−¿Tienes cámara? –le interrogó alguien en el mensajero.
−Sí. ¿Y tú? –respondió Juan Antonio.
Enseguida apareció en el rectángulo de diálogo una invitación para iniciar una video-llamada. Le dio clic en aceptar y pudo ver a una mujer madura, de tez blanca y ojos claros que con un español mocho le invitaba a que se desnudara.
−Tú primero –dijo él con voz temblorosa−. ¿Cómo te llamas? –agregó.
−Pamela –respondió ella mientras se quitaba la pequeña blusa roja que no lograba cubrir por completo sus enormes pechos.
Pamela se sobaba los senos, se mojaba los dedos con saliva y se frotaba los pezones mientras giraba su lengua humedecida alrededor de sus labios.
Juan Antonio se quitó la playera e intentaba imitarla. Ella se puso de pie y le mostró que se despojaba de su pantaletita. Él hizo lo mismo con su bóxer.
Esa era su rutina hasta que llegaban sus padres.
Una mañana, en una hora de clase que −para variar− no había llegado el maestro, se reunió con sus amigos Irving y Jorge a quienes les contó lo que hacía y los invitó a que fueran a su casa. Lo planearon todo para el siguiente viernes, mientras los amigos avisaban a sus familias que llegarían tarde ese día por tener que ir a hacer un trabajo en la casa de Juan Antonio.
−Hola −le saludó “Alondra”.
−Hola, “Alondra”. ¿De dónde eres? –escribió Juan Antonio.
−De Iguala –contestó ella−. ¿Y tú?
−También. ¿Tienes cámara?
−Sí. ¿Por qué?
−Para verte. Están aquí mis amigos. Si gustas también ellos se desnudan.
−¿Para qué así, si podemos hacerlo en persona? Mejor los invito a mi casa.
Emocionados aceptaron la invitación. Tomaron nota de la dirección y la forma de llegar a la colonia donde vivía Alondra. Juan Antonio sacó su moto y los tres, montados en ella, se dirigieron al domicilio que les indicaron.
Una chica muy guapa, alta, cabello corto y negro, con maquillaje en exceso y de, aproximadamente, treinta años, los recibió y los invitó a pasar.
En la mesita de la sala los esperaba un gran surtido de estupefacientes: cocaína, metanfetaminas, hongos, espirits, crak y mariguana. Además, por supuesto de algunas bebidas alcohólicas y refrescos.
−Pónganse cómodos –les dijo Alondra con una rara voz de barítono−. Tomen lo que gusten, con confianza. Voy al baño y regreso.
Los muchachos, nerviosos pero con interés, comenzaron a inspeccionar en las sustancias que les habían dejado en mantel de plata. Irving tomó un carrujo de mariguana y, con un encendedor que estaba sobre la mesa, lo prendió y le dio una gran bocanada, después se lo pasó a Jorge quién le fumó levemente y Juan Antonio, aparentando experiencia, lo llevó a su boca para chuparle en dos ocasiones sin soltar el humo.
En ese momento regresó Alondra −vestida con mínimas prendas−, se dirigió al aparato de sonido y al ritmo de un blues se sentó a un lado de Juan Antonio. Tomó un botecito que contenía pastillas de color rosa, les ofreció una a cada muchacho y ella misma puso una en su boca, la mordió y comenzó a masticarla. Ellos hicieron lo mismo.
Jorge se animó, tomó una estampita de LCD, la colocó debajo de su lengua y al poco rato empezó a sudar y a sudar, hasta quedar empapado y tirado en el piso gritando que un demonio azul le mordía el cuello.
La tarde caía. El alcohol y las drogas consumidas en esa tarde les hicieron perder la conciencia de lo que hacían y de lo que decían. Lo último que Juan Antonio recordó, después de montar elefantes rosas, es que Alondra era en realidad “Alondro” y que Irving se dirigía con "ella", tomados de la mano hacia la recámara.
Cuando regresaron a la realidad, gracias a que Alondra los obligó a beber agua mineral, la noche cubría la ciudad y un aguacero había inundado las calles. Los tres amigos tenían miles de llamadas perdidas de sus familiares en sus teléfonos celulares. Salieron a la calle sobre la moto de Juan Antonio quien tuvo que dejar a cada uno en sus casas y volver él, a la suya, para enfrentar los regaños de sus padres y la sobrecarga de conciencia que les regaló aquella tarde la webcam del deseo.
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