Webcam del deseo
José I. Delgado Bahena
Juan Antonio se enredaba todas las tardes, saliendo de la prepa, en el laberinto de las amistades cibernéticas y, aprovechando que no se encontraba nadie en casa, mantenía conversaciones atrevidas con gente que ni conocía; entonces, con la llama del deseo encendida, accedía a las más arriesgadas de las peticiones que le hacían.
−¿Tienes cámara? –le interrogó alguien en el mensajero.
−Sí. ¿Y tú? –respondió Juan Antonio.
Enseguida apareció en el rectángulo de diálogo una invitación para iniciar una video-llamada. Le dio clic en aceptar y pudo ver a una mujer madura, de tez blanca y ojos claros que con un español mocho le invitaba a que se desnudara.
−Tú primero –dijo él con voz temblorosa−. ¿Cómo te llamas? –agregó.
−Pamela –respondió ella mientras se quitaba la pequeña blusa roja que no lograba cubrir por completo sus enormes pechos.
Pamela se sobaba los senos, se mojaba los dedos con saliva y se frotaba los pezones mientras giraba su lengua humedecida alrededor de sus labios.
Juan Antonio se quitó la playera e intentaba imitarla. Ella se puso de pie y le mostró que se despojaba de su pantaletita. Él hizo lo mismo con su bóxer.
Esa era su rutina hasta que llegaban sus padres.
Una mañana, en una hora de clase que −para variar− no había llegado el maestro, se reunió con sus amigos Irving y Jorge a quienes les contó lo que hacía y los invitó a que fueran a su casa. Lo planearon todo para el siguiente viernes, mientras los amigos avisaban a sus familias que llegarían tarde ese día por tener que ir a hacer un trabajo en la casa de Juan Antonio.
−Hola −le saludó “Alondra”.
−Hola, “Alondra”. ¿De dónde eres? –escribió Juan Antonio.
−De Iguala –contestó ella−. ¿Y tú?
−También. ¿Tienes cámara?
−Sí. ¿Por qué?
−Para verte. Están aquí mis amigos. Si gustas también ellos se desnudan.
−¿Para qué así, si podemos hacerlo en persona? Mejor los invito a mi casa.
Emocionados aceptaron la invitación. Tomaron nota de la dirección y la forma de llegar a la colonia donde vivía Alondra. Juan Antonio sacó su moto y los tres, montados en ella, se dirigieron al domicilio que les indicaron.
Una chica muy guapa, alta, cabello corto y negro, con maquillaje en exceso y de, aproximadamente, treinta años, los recibió y los invitó a pasar.
En la mesita de la sala los esperaba un gran surtido de estupefacientes: cocaína, metanfetaminas, hongos, espirits, crak y mariguana. Además, por supuesto de algunas bebidas alcohólicas y refrescos.
−Pónganse cómodos –les dijo Alondra con una rara voz de barítono−. Tomen lo que gusten, con confianza. Voy al baño y regreso.
Los muchachos, nerviosos pero con interés, comenzaron a inspeccionar en las sustancias que les habían dejado en mantel de plata. Irving tomó un carrujo de mariguana y, con un encendedor que estaba sobre la mesa, lo prendió y le dio una gran bocanada, después se lo pasó a Jorge quién le fumó levemente y Juan Antonio, aparentando experiencia, lo llevó a su boca para chuparle en dos ocasiones sin soltar el humo.
En ese momento regresó Alondra −vestida con mínimas prendas−, se dirigió al aparato de sonido y al ritmo de un blues se sentó a un lado de Juan Antonio. Tomó un botecito que contenía pastillas de color rosa, les ofreció una a cada muchacho y ella misma puso una en su boca, la mordió y comenzó a masticarla. Ellos hicieron lo mismo.
Jorge se animó, tomó una estampita de LCD, la colocó debajo de su lengua y al poco rato empezó a sudar y a sudar, hasta quedar empapado y tirado en el piso gritando que un demonio azul le mordía el cuello.
La tarde caía. El alcohol y las drogas consumidas en esa tarde les hicieron perder la conciencia de lo que hacían y de lo que decían. Lo último que Juan Antonio recordó, después de montar elefantes rosas, es que Alondra era en realidad “Alondro” y que Irving se dirigía con "ella", tomados de la mano hacia la recámara.
Cuando regresaron a la realidad, gracias a que Alondra los obligó a beber agua mineral, la noche cubría la ciudad y un aguacero había inundado las calles. Los tres amigos tenían miles de llamadas perdidas de sus familiares en sus teléfonos celulares. Salieron a la calle sobre la moto de Juan Antonio quien tuvo que dejar a cada uno en sus casas y volver él, a la suya, para enfrentar los regaños de sus padres y la sobrecarga de conciencia que les regaló aquella tarde la webcam del deseo.
Escríbeme:
jose_delgado9@hotmail.com
POEMAS, CUENTOS, COMENTARIOS, SUEÑOS...
miércoles, septiembre 29, 2010
miércoles, septiembre 22, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
No me ayudes compadre…
José I. Delgado Bahena
“Compadre”, le dijo Raúl a Enrique por el celular, “acabo de ver a tu “cuarenta y dos” entrando al hotel que está en la entrada de Tomatal y se me hace que le están despachando un cero-nueve”.
“No manches compadre, a esta hora debe estar recogiendo a los niños en la escuela.”
“Pues… no sé, compadre, ¿por qué no le echas un “cuatro cuatro” por la zona, nomás para que salgas de dudas?”
“Sale compadre, nomás termino de levantar un “siete-nueve” a un güey que se pasó un alto y me lanzo a merodear por aquellos rumbos.”
Enrique cerró el teléfono, lo colocó en su cintura, junto al aparato de radio, y se dirigió al automovilista que esperaba a un lado de su carro esperando llegar a un arreglo y no tener que pagar por la infracción que había cometido.
−¿Entonces qué, mi oficial, me la va a perdonar?
−Sí amigo, sólo que ya sabe, está haciendo un pinche calor que se antoja un refresquito.
−Sale pues mi jefe –dijo el conductor, acercándose al agente de tránsito y, a modo de saludo, dejando en su mano un billete de cincuenta pesos−, tenga para su “chesco”.
−Órale, ya váyase y para la otra sea más precavido, no vaya a atropellar a algún peatón.
−Sí mi jefe, nos vemos –respondió el hombre subiendo a su auto y arrancando enseguida.
Enrique guardó el billete en el bolsillo derecho de su pantalón, que se notaba abultado por la morralla que había juntado en medio día de su trabajo como agente de tránsito municipal. De pronto, recordó la llamada de su compadre Raúl. Tomó su aparato de radio y marcó:
“Mi jefe: con la novedad de que necesito de su autorización para ausentarme un par de horas, hay una emergencia en mi “noventa”, además de que necesito aplicar un “siete-seis”, porque al parecer algo me cayó mal en el almuerzo. Si usted me autoriza iré a dar el “doce” a mi familia y de paso aligerar el estómago.”
“Enterado, no se preocupe. Aplicaremos el “doce” a su zona. Ah, no se le olvide reportarse con su X60 donde usted ya sabe. Cuídese y salúdeme a su “cuarenta y dos.”
“Gracias, jefe.” Contestó Enrique cerrando la conversación y arrancando la unidad que tenía asignada.
Inmediatamente tomó el rumbo hacia Tomatal. Se estacionó cerca de un puesto de hamburguesas y esperó. Desde ahí podía ver con claridad quiénes entraban y salían del hotel ubicado en esta área.
A los pocos minutos, nuevamente sonó su teléfono. Era su compadre Raúl.
“¿Qué pasó, compa?”
“Ocho-ocho, compa, pues nada.” Contestó Enrique. “Estoy aquí, frente al hotel, no hay nada que informar.”
“Mira compadre”, agregó Raúl. La verdad, desde hace tiempo que muchos del gremio sabemos que tu 42 te pone el cuerno. No te quería decir nada porque pues, al fin y al cabo es tu vida, pero la neta da coraje, no es justo que te la pases chingándole todo el día para que ella ande de caliente.”
“No manches compadre, ya me estás haciendo encabronar”
“Ni modo compa. Es que si a mí me pasara lo mismo, me gustaría que mis cuates me lo dijeran para que no me vea la cara ella, ni se rían de mí los demás. ¿Tú crees que los compañeros se aguantan? De güey no te bajan y no se vale.”
“Eso sí compa, más vale saberlo, terminar todo y cada quien por su lado. ¿No crees?”
“No seas güey compa, mínimo una madrina a ella y un sustito al otro penitente, nomás por hacer cosas indebidas.”
En ese momento, llegaron dos taxis y entraron al hotel.
“Sale compa, luego te llamo, estaré al pendiente, parece que hay movimiento.”
Un taxi volvió a salir, llevando a Elena, la mujer de Enrique, en el asiento trasero. Inmediatamente salió la otra unidad de servicio llevando como pasajero a Héctor, un compañero de Enrique, en el asiento delantero.
Con el corazón hirviendo y con las palabras de su compadre vibrando en su mente: “Mínimo una madrina”, se dirigió a su casa encontrando a su mujer en la sala, al lado de sus hijos.
Subió con grandes zancadas la escalera hacia la planta alta, tomó un revolver que tenía en su cómoda, regresó a la sala y, sin darle tiempo a Elena, quien con ojos de espanto vio como le apuntaba con el arma, de que al menos apartara a sus dos hijos, le disparó a quemarropa, sobre el pecho, y amartillando nuevamente la pistola, se la puso en la boca, aplicándose un 22 con un tiro mortal que terminó, definitivamente con el enredo de los celos.
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jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
“Compadre”, le dijo Raúl a Enrique por el celular, “acabo de ver a tu “cuarenta y dos” entrando al hotel que está en la entrada de Tomatal y se me hace que le están despachando un cero-nueve”.
“No manches compadre, a esta hora debe estar recogiendo a los niños en la escuela.”
“Pues… no sé, compadre, ¿por qué no le echas un “cuatro cuatro” por la zona, nomás para que salgas de dudas?”
“Sale compadre, nomás termino de levantar un “siete-nueve” a un güey que se pasó un alto y me lanzo a merodear por aquellos rumbos.”
Enrique cerró el teléfono, lo colocó en su cintura, junto al aparato de radio, y se dirigió al automovilista que esperaba a un lado de su carro esperando llegar a un arreglo y no tener que pagar por la infracción que había cometido.
−¿Entonces qué, mi oficial, me la va a perdonar?
−Sí amigo, sólo que ya sabe, está haciendo un pinche calor que se antoja un refresquito.
−Sale pues mi jefe –dijo el conductor, acercándose al agente de tránsito y, a modo de saludo, dejando en su mano un billete de cincuenta pesos−, tenga para su “chesco”.
−Órale, ya váyase y para la otra sea más precavido, no vaya a atropellar a algún peatón.
−Sí mi jefe, nos vemos –respondió el hombre subiendo a su auto y arrancando enseguida.
Enrique guardó el billete en el bolsillo derecho de su pantalón, que se notaba abultado por la morralla que había juntado en medio día de su trabajo como agente de tránsito municipal. De pronto, recordó la llamada de su compadre Raúl. Tomó su aparato de radio y marcó:
“Mi jefe: con la novedad de que necesito de su autorización para ausentarme un par de horas, hay una emergencia en mi “noventa”, además de que necesito aplicar un “siete-seis”, porque al parecer algo me cayó mal en el almuerzo. Si usted me autoriza iré a dar el “doce” a mi familia y de paso aligerar el estómago.”
“Enterado, no se preocupe. Aplicaremos el “doce” a su zona. Ah, no se le olvide reportarse con su X60 donde usted ya sabe. Cuídese y salúdeme a su “cuarenta y dos.”
“Gracias, jefe.” Contestó Enrique cerrando la conversación y arrancando la unidad que tenía asignada.
Inmediatamente tomó el rumbo hacia Tomatal. Se estacionó cerca de un puesto de hamburguesas y esperó. Desde ahí podía ver con claridad quiénes entraban y salían del hotel ubicado en esta área.
A los pocos minutos, nuevamente sonó su teléfono. Era su compadre Raúl.
“¿Qué pasó, compa?”
“Ocho-ocho, compa, pues nada.” Contestó Enrique. “Estoy aquí, frente al hotel, no hay nada que informar.”
“Mira compadre”, agregó Raúl. La verdad, desde hace tiempo que muchos del gremio sabemos que tu 42 te pone el cuerno. No te quería decir nada porque pues, al fin y al cabo es tu vida, pero la neta da coraje, no es justo que te la pases chingándole todo el día para que ella ande de caliente.”
“No manches compadre, ya me estás haciendo encabronar”
“Ni modo compa. Es que si a mí me pasara lo mismo, me gustaría que mis cuates me lo dijeran para que no me vea la cara ella, ni se rían de mí los demás. ¿Tú crees que los compañeros se aguantan? De güey no te bajan y no se vale.”
“Eso sí compa, más vale saberlo, terminar todo y cada quien por su lado. ¿No crees?”
“No seas güey compa, mínimo una madrina a ella y un sustito al otro penitente, nomás por hacer cosas indebidas.”
En ese momento, llegaron dos taxis y entraron al hotel.
“Sale compa, luego te llamo, estaré al pendiente, parece que hay movimiento.”
Un taxi volvió a salir, llevando a Elena, la mujer de Enrique, en el asiento trasero. Inmediatamente salió la otra unidad de servicio llevando como pasajero a Héctor, un compañero de Enrique, en el asiento delantero.
Con el corazón hirviendo y con las palabras de su compadre vibrando en su mente: “Mínimo una madrina”, se dirigió a su casa encontrando a su mujer en la sala, al lado de sus hijos.
Subió con grandes zancadas la escalera hacia la planta alta, tomó un revolver que tenía en su cómoda, regresó a la sala y, sin darle tiempo a Elena, quien con ojos de espanto vio como le apuntaba con el arma, de que al menos apartara a sus dos hijos, le disparó a quemarropa, sobre el pecho, y amartillando nuevamente la pistola, se la puso en la boca, aplicándose un 22 con un tiro mortal que terminó, definitivamente con el enredo de los celos.
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lunes, septiembre 20, 2010
DEL LIBRO "AZUL COMO EL PECADO"
SOY UNO MÁS
SOY UNO MÁS
QUE ASPIRA A SER POETA
Y QUE JUEGA
CON EL DULCE PLACER
DEL TONO Y LA ARMONÍA
EN LAS MALAS PALABRAS
QUE BROTAN DE LAS LLAGAS.
SOY UNO MÁS
QUE SE PERFUMA EL ALMA
CON LA PÁLIDA LUZ
DE LAS ESTRELLAS,
Y CAMINA ENTRE ABROJOS,
DESCALZO Y TACITURNO,
SUSPIRANDO POR TODO
Y MURIENDO POR NADA.
José I. Delgado Bahena
SOY UNO MÁS
QUE ASPIRA A SER POETA
Y QUE JUEGA
CON EL DULCE PLACER
DEL TONO Y LA ARMONÍA
EN LAS MALAS PALABRAS
QUE BROTAN DE LAS LLAGAS.
SOY UNO MÁS
QUE SE PERFUMA EL ALMA
CON LA PÁLIDA LUZ
DE LAS ESTRELLAS,
Y CAMINA ENTRE ABROJOS,
DESCALZO Y TACITURNO,
SUSPIRANDO POR TODO
Y MURIENDO POR NADA.
José I. Delgado Bahena
miércoles, septiembre 15, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
La noche del Grito
José I. Delgado Bahena
Todo empezó con la ocurrencia del Comité de las Fiestas Patrias que tuvo la “genial” idea de que la representación de los personajes, para la escenificación del Grito, se hiciera con adultos, personas ya mayores; no como antes, que lo hacían puros chamacos. A mí me invitaron para hacer el papel de Allende y tenía que suspender mi trabajo de taxista para ensayar, una semana antes, desde las diez de la noche hasta que salía bien una parte.
Los demás papeles se distribuyeron bien. Bueno, buscaron a las personas que más se parecían a los héroes de la Independencia. Pero el que sí, de plano se lució, fue don Zefe, el de la tienda del centro. Él hizo a Hidalgo y nomás fue necesario que le pusieran un peluquín con algodón para que quedara igualito al Padre de la Patria.
Lo malo fue que el personaje de doña Josefa lo hizo Ramira, que fue mi novia cuando los dos teníamos quince años. “Lo que sea de cada quien, sin menospreciar a mi vieja, todavía es muy guapa”, me dije. Se puso robusta y engordó un poco, pero sus ojos como estrellitas todavía me deslumbran, la verdad.
Total que, desde el primer día de los ensayos, los dos sentimos hormigas en el estómago −como quince años atrás− y se nos olvidaron nuestros compromisos y nuestros hijos. Fue ella la que empezó a hacerme plática y se me pegaba al cuerpo, disimulando, mientras no ensayábamos. Después, yo la llevaba a su casa, en el taxi, porque vivía en la orilla del pueblo. Ella aceptaba pero con la condición de que también se fuera con nosotros Lupita, la hija de Miguel que hacía el papel de Carmelita y que vivía por su rumbo.
Una tarde la encontré por el centro de la ciudad. Yo iba en el taxi y ella estaba en la calle, como esperando un servicio. Me detuve y me ofrecí a llevarla. No hubo mucha plática ni ella dijo nada cuando vio que me dirigía hacia otra ruta y me metía a un hotelito, que está por el periférico, donde recuperamos nuestras ansias que habían quedado dormidas en la etapa del noviazgo.
El 14, después del último ensayo, al bajar Ramira del taxi, le di una cartita en la que le proponía que dejáramos a nuestras familias y nos fuéramos lejos, juntos, a hacer una nueva vida. Ella escondió una sonrisa y guardó el papel entre sus pechos.
La noche del Grito llegamos todos con nuestros vestuarios en ganchos y nos cambiamos en bola al interior de la comisaría, mientras en el patio coronaban a Diana, la reina de ese año. Doña Josefa, o sea Ramira, con su peinado de molote, como la original, y sus también originales pechos, prominentes y exquisitos, provocaron en mi sangre tal reacción que no me pude aguantar para preguntarle:
−¿Qué has pensado de mi propuesta?
−¿Cuál propuesta? –me interrogó arqueando sus hermosas cejas.
−La que te hago en la carta que te di ayer.
−¡La carta! –exclamó con las manos sobre el maquillaje de su rostro.
En esos momentos nos pidieron que subiéramos al techo de los salones de la telesecundaria, donde habían montado el escenario, y ya no platicamos más, pero su cara de sorpresa me puso a temblar y no dejé de preguntarme en dónde había dejado el papel y si su marido lo habría hallado.
Cuando estaba la representación de la Conspiración de Querétaro, y yo, en mi papel de Allende, sentado junto a Hidalgo, advertí que Ramira me hacía señas; me levanté y fui junto al telón donde ella me entregó un papel. Regresé a la mesa y ahí leí el mensaje: “Ya nos descubrieron”, decía. Con lo preocupado que estaba por la carta que yo le había dado, entendí que su marido la había encontrado y se había enterado de su infidelidad, olvidando que ella, doña Josefa, nos avisaba, a los conspiradores, que nuestras reuniones habían sido descubiertas y que Hidalgo debía adelantar la fecha del inicio de la lucha por la Independencia de México.
No recuerdo qué dije, me levanté, salí del escenario, tomé de la mano a Ramira y juntos bajamos la escalera que pusieron para subir al techo de la escuela. Ella no se resistió, me siguió hasta el taxi que había dejado estacionado afuera, nos subimos y nos vinimos a la ciudad.
Después supimos que Juan, su marido, nos había seguido –porque estaba entre la bola de gente− y llevaba intenciones de matarnos. Al parecer alguien lo convenció de que no valía la pena y nos dejó vivir en paz. Ella y yo nos separamos legalmente de nuestras parejas y formamos una familia. Ya tenemos dos hijos y aunque nos han invitado a participar otra vez en la escenificación del Grito, mejor no aceptamos: no vaya a ser la de malas…
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jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
Todo empezó con la ocurrencia del Comité de las Fiestas Patrias que tuvo la “genial” idea de que la representación de los personajes, para la escenificación del Grito, se hiciera con adultos, personas ya mayores; no como antes, que lo hacían puros chamacos. A mí me invitaron para hacer el papel de Allende y tenía que suspender mi trabajo de taxista para ensayar, una semana antes, desde las diez de la noche hasta que salía bien una parte.
Los demás papeles se distribuyeron bien. Bueno, buscaron a las personas que más se parecían a los héroes de la Independencia. Pero el que sí, de plano se lució, fue don Zefe, el de la tienda del centro. Él hizo a Hidalgo y nomás fue necesario que le pusieran un peluquín con algodón para que quedara igualito al Padre de la Patria.
Lo malo fue que el personaje de doña Josefa lo hizo Ramira, que fue mi novia cuando los dos teníamos quince años. “Lo que sea de cada quien, sin menospreciar a mi vieja, todavía es muy guapa”, me dije. Se puso robusta y engordó un poco, pero sus ojos como estrellitas todavía me deslumbran, la verdad.
Total que, desde el primer día de los ensayos, los dos sentimos hormigas en el estómago −como quince años atrás− y se nos olvidaron nuestros compromisos y nuestros hijos. Fue ella la que empezó a hacerme plática y se me pegaba al cuerpo, disimulando, mientras no ensayábamos. Después, yo la llevaba a su casa, en el taxi, porque vivía en la orilla del pueblo. Ella aceptaba pero con la condición de que también se fuera con nosotros Lupita, la hija de Miguel que hacía el papel de Carmelita y que vivía por su rumbo.
Una tarde la encontré por el centro de la ciudad. Yo iba en el taxi y ella estaba en la calle, como esperando un servicio. Me detuve y me ofrecí a llevarla. No hubo mucha plática ni ella dijo nada cuando vio que me dirigía hacia otra ruta y me metía a un hotelito, que está por el periférico, donde recuperamos nuestras ansias que habían quedado dormidas en la etapa del noviazgo.
El 14, después del último ensayo, al bajar Ramira del taxi, le di una cartita en la que le proponía que dejáramos a nuestras familias y nos fuéramos lejos, juntos, a hacer una nueva vida. Ella escondió una sonrisa y guardó el papel entre sus pechos.
La noche del Grito llegamos todos con nuestros vestuarios en ganchos y nos cambiamos en bola al interior de la comisaría, mientras en el patio coronaban a Diana, la reina de ese año. Doña Josefa, o sea Ramira, con su peinado de molote, como la original, y sus también originales pechos, prominentes y exquisitos, provocaron en mi sangre tal reacción que no me pude aguantar para preguntarle:
−¿Qué has pensado de mi propuesta?
−¿Cuál propuesta? –me interrogó arqueando sus hermosas cejas.
−La que te hago en la carta que te di ayer.
−¡La carta! –exclamó con las manos sobre el maquillaje de su rostro.
En esos momentos nos pidieron que subiéramos al techo de los salones de la telesecundaria, donde habían montado el escenario, y ya no platicamos más, pero su cara de sorpresa me puso a temblar y no dejé de preguntarme en dónde había dejado el papel y si su marido lo habría hallado.
Cuando estaba la representación de la Conspiración de Querétaro, y yo, en mi papel de Allende, sentado junto a Hidalgo, advertí que Ramira me hacía señas; me levanté y fui junto al telón donde ella me entregó un papel. Regresé a la mesa y ahí leí el mensaje: “Ya nos descubrieron”, decía. Con lo preocupado que estaba por la carta que yo le había dado, entendí que su marido la había encontrado y se había enterado de su infidelidad, olvidando que ella, doña Josefa, nos avisaba, a los conspiradores, que nuestras reuniones habían sido descubiertas y que Hidalgo debía adelantar la fecha del inicio de la lucha por la Independencia de México.
No recuerdo qué dije, me levanté, salí del escenario, tomé de la mano a Ramira y juntos bajamos la escalera que pusieron para subir al techo de la escuela. Ella no se resistió, me siguió hasta el taxi que había dejado estacionado afuera, nos subimos y nos vinimos a la ciudad.
Después supimos que Juan, su marido, nos había seguido –porque estaba entre la bola de gente− y llevaba intenciones de matarnos. Al parecer alguien lo convenció de que no valía la pena y nos dejó vivir en paz. Ella y yo nos separamos legalmente de nuestras parejas y formamos una familia. Ya tenemos dos hijos y aunque nos han invitado a participar otra vez en la escenificación del Grito, mejor no aceptamos: no vaya a ser la de malas…
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miércoles, septiembre 08, 2010
MANUAL PARA PERVERSOS
Amor virtual
José I. Delgado Bahena
Se conocieron en el chat. Ella con el sobrenombre de “Carita feliz” y él con el de “Ventrílocuo”. Al trasladarse a una ventana privada se dijeron sus verdaderos nombres y sus direcciones de correo electrónico para seguir en contacto por este medio.
Después de los versos, las canciones y las fotos que intercambiaron, a los pocos días comenzaron a sentirse atraídos e identificados en sus emociones, lo que les llevó a darle forma a un sentimiento que se fue materializando con cada mensaje y cada palabra que se dedicaban en las conversaciones que mantenían todas las noches a través de la red.
−No sé qué me pasa –le dijo Omar en una ocasión−, durante el día siento las horas largas y espero que llegue este momento con ansiedad por hablar contigo.
−Me ocurre lo mismo –respondió Yuridia− pero todavía más: me muero de ganas por conocerte en persona. Las fotos que me has enviado no me bastan. Tengo la impresión de que el hecho de que nos encontráramos en el chat no fue casualidad, sino que alguien nos tendió una trampa para hacernos vivir esta experiencia.
−¿Te arrepientes? –preguntó angustiado Omar.
−Claro que no. Pero lo que siento por ti ya no es sólo amistad, creo que ya te amo.
−También yo. No tengo dudas. También me gustaría conocerte. Pediré dos días de permiso en mi trabajo e iré a Iguala para verte. Espero no defraudarte.
−¡Cómo crees! –protestó Yuridia−, lo que importan son los sentimientos, no el físico. Pero, ¿qué te parece si mejor yo hago el viaje y voy a Acapulco? Así, además, iríamos al mar y conviviríamos allá, si te parece bien.
Fijaron la fecha, el lugar y el momento en que se encontrarían para conocerse. Y como no hay plazo que no se cumpla…, el día esperado llegó y Yuridia se trasladó al puerto en una mañana de un sábado bañado por una ligera llovizna.
Llegó a la playa de Caleta, donde habían quedado, se sentó sobre una toalla que llevaba en su pequeña maleta de viaje. Le emocionaba el pensar que conocería a Omar Venegas, su novio por internet, la persona virtual que le había hecho despertar a ese sentimiento que se le había negado en los últimos meses. Esperó cerca de veinte minutos observando el vaivén de las olas que le provocaban una placentera sensación de paz, de esperanzas y alegrías. ¿Cuántas veces había estado ahí en compañía de sus hermanos y sus primos? No sabía, pero lo que sí sabía era que la emoción no era la misma.
−¡Buenos días! –le susurró Omar en su oído derecho.
Sorprendida, volteó en busca del dueño de esa voz que le había provocado sobresalto en su corazón. Junto a ella se encontraba un hombre diferente al que había conocido a través del Messenger, muy diferente al de las fotos. Definitivamente ese hombre no era Omar, se dijo.
−¿Quién es usted? ¿Qué quiere? –preguntó con gran perturbación, poniéndose de pie y buscando un punto de apoyo entre la gente que con su algarabía aguijoneaban su mirada en esa tarde nublada del puerto.
−Soy Omar –le dijo él−, y te quiero a ti.
−Eso no es cierto. A Omar lo conozco. Traigo sus fotos –dijo con angustia mientras buscaba en su bolso las impresiones de dos fotos de él que había mandado hacer.
−Sí, mira: la verdad es que esas fotos son de hace quince años, pero soy yo. Recuerda que me dijiste que lo más importante eran los sentimientos.
−Sí –dijo ella con rencor−, pero la mentira es lo peor. Pudiste haberme dicho la verdad y no fingir lo que ya no eres.
−Sigo siendo el mismo… o acaso ya te olvidaste de todo lo que nos escribimos en el Messenger?
−Olvídalo –dijo Yuridia, dándole la espalada, tirando las fotos en la arena y tomado su bolso para dirigirse a la avenida en busca de un taxi.
Él la siguió, le rogó que le dejara explicarle, se subió al taxi con ella e insistió. Al no obtener respuesta a sus súplicas más que un obstinado silencio de Yuridia, sacó una pequeña pistola que llevaba entre sus ropas y le disparó en el pecho, a ella, y en la cabeza al asustado taxista que no tuvo tiempo, al menos, de detener el automóvil que se estrelló contra una palmera de las tantas que hay en la costera Miguel Alemán, de este puerto.
Omar bajó del taxi y corrió entre los curiosos que se habían acercado al auto accidentado. Al llegar al zócalo, vio un cyber, entró, pidió una máquina y se conectó a una sala de chat.
−Hola –dijo “Ventrílocuo”.
−Hola –le respondió “Estrellita”.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
Se conocieron en el chat. Ella con el sobrenombre de “Carita feliz” y él con el de “Ventrílocuo”. Al trasladarse a una ventana privada se dijeron sus verdaderos nombres y sus direcciones de correo electrónico para seguir en contacto por este medio.
Después de los versos, las canciones y las fotos que intercambiaron, a los pocos días comenzaron a sentirse atraídos e identificados en sus emociones, lo que les llevó a darle forma a un sentimiento que se fue materializando con cada mensaje y cada palabra que se dedicaban en las conversaciones que mantenían todas las noches a través de la red.
−No sé qué me pasa –le dijo Omar en una ocasión−, durante el día siento las horas largas y espero que llegue este momento con ansiedad por hablar contigo.
−Me ocurre lo mismo –respondió Yuridia− pero todavía más: me muero de ganas por conocerte en persona. Las fotos que me has enviado no me bastan. Tengo la impresión de que el hecho de que nos encontráramos en el chat no fue casualidad, sino que alguien nos tendió una trampa para hacernos vivir esta experiencia.
−¿Te arrepientes? –preguntó angustiado Omar.
−Claro que no. Pero lo que siento por ti ya no es sólo amistad, creo que ya te amo.
−También yo. No tengo dudas. También me gustaría conocerte. Pediré dos días de permiso en mi trabajo e iré a Iguala para verte. Espero no defraudarte.
−¡Cómo crees! –protestó Yuridia−, lo que importan son los sentimientos, no el físico. Pero, ¿qué te parece si mejor yo hago el viaje y voy a Acapulco? Así, además, iríamos al mar y conviviríamos allá, si te parece bien.
Fijaron la fecha, el lugar y el momento en que se encontrarían para conocerse. Y como no hay plazo que no se cumpla…, el día esperado llegó y Yuridia se trasladó al puerto en una mañana de un sábado bañado por una ligera llovizna.
Llegó a la playa de Caleta, donde habían quedado, se sentó sobre una toalla que llevaba en su pequeña maleta de viaje. Le emocionaba el pensar que conocería a Omar Venegas, su novio por internet, la persona virtual que le había hecho despertar a ese sentimiento que se le había negado en los últimos meses. Esperó cerca de veinte minutos observando el vaivén de las olas que le provocaban una placentera sensación de paz, de esperanzas y alegrías. ¿Cuántas veces había estado ahí en compañía de sus hermanos y sus primos? No sabía, pero lo que sí sabía era que la emoción no era la misma.
−¡Buenos días! –le susurró Omar en su oído derecho.
Sorprendida, volteó en busca del dueño de esa voz que le había provocado sobresalto en su corazón. Junto a ella se encontraba un hombre diferente al que había conocido a través del Messenger, muy diferente al de las fotos. Definitivamente ese hombre no era Omar, se dijo.
−¿Quién es usted? ¿Qué quiere? –preguntó con gran perturbación, poniéndose de pie y buscando un punto de apoyo entre la gente que con su algarabía aguijoneaban su mirada en esa tarde nublada del puerto.
−Soy Omar –le dijo él−, y te quiero a ti.
−Eso no es cierto. A Omar lo conozco. Traigo sus fotos –dijo con angustia mientras buscaba en su bolso las impresiones de dos fotos de él que había mandado hacer.
−Sí, mira: la verdad es que esas fotos son de hace quince años, pero soy yo. Recuerda que me dijiste que lo más importante eran los sentimientos.
−Sí –dijo ella con rencor−, pero la mentira es lo peor. Pudiste haberme dicho la verdad y no fingir lo que ya no eres.
−Sigo siendo el mismo… o acaso ya te olvidaste de todo lo que nos escribimos en el Messenger?
−Olvídalo –dijo Yuridia, dándole la espalada, tirando las fotos en la arena y tomado su bolso para dirigirse a la avenida en busca de un taxi.
Él la siguió, le rogó que le dejara explicarle, se subió al taxi con ella e insistió. Al no obtener respuesta a sus súplicas más que un obstinado silencio de Yuridia, sacó una pequeña pistola que llevaba entre sus ropas y le disparó en el pecho, a ella, y en la cabeza al asustado taxista que no tuvo tiempo, al menos, de detener el automóvil que se estrelló contra una palmera de las tantas que hay en la costera Miguel Alemán, de este puerto.
Omar bajó del taxi y corrió entre los curiosos que se habían acercado al auto accidentado. Al llegar al zócalo, vio un cyber, entró, pidió una máquina y se conectó a una sala de chat.
−Hola –dijo “Ventrílocuo”.
−Hola –le respondió “Estrellita”.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com
sábado, septiembre 04, 2010
ENROQUE POÉTICO
¡OH, MAR DE AMOR!
José I. Delgado Bahena
Mar que me inunda el pecho
y silencia mi silencio.
Mar de luz que incendia mi alma
e ilumina mi vida.
¡Oh, mar de amor!
Mar que brota en la vasija de mi sangre
y entorpece mis sentidos,
mar que baña mi luna blanca
con miradas de plata.
¡Oh, mar de amor!
en el fondo de tus aguas
toda la poesía descansa.
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