miércoles, septiembre 15, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

La noche del Grito
José I. Delgado Bahena
Todo empezó con la ocurrencia del Comité de las Fiestas Patrias que tuvo la “genial” idea de que la representación de los personajes, para la escenificación del Grito, se hiciera con adultos, personas ya mayores; no como antes, que lo hacían puros chamacos. A mí me invitaron para hacer el papel de Allende y tenía que suspender mi trabajo de taxista para ensayar, una semana antes, desde las diez de la noche hasta que salía bien una parte.
Los demás papeles se distribuyeron bien. Bueno, buscaron a las personas que más se parecían a los héroes de la Independencia. Pero el que sí, de plano se lució, fue don Zefe, el de la tienda del centro. Él hizo a Hidalgo y nomás fue necesario que le pusieran un peluquín con algodón para que quedara igualito al Padre de la Patria.
Lo malo fue que el personaje de doña Josefa lo hizo Ramira, que fue mi novia cuando los dos teníamos quince años. “Lo que sea de cada quien, sin menospreciar a mi vieja, todavía es muy guapa”, me dije. Se puso robusta y engordó un poco, pero sus ojos como estrellitas todavía me deslumbran, la verdad.

Total que, desde el primer día de los ensayos, los dos sentimos hormigas en el estómago −como quince años atrás− y se nos olvidaron nuestros compromisos y nuestros hijos. Fue ella la que empezó a hacerme plática y se me pegaba al cuerpo, disimulando, mientras no ensayábamos. Después, yo la llevaba a su casa, en el taxi, porque vivía en la orilla del pueblo. Ella aceptaba pero con la condición de que también se fuera con nosotros Lupita, la hija de Miguel que hacía el papel de Carmelita y que vivía por su rumbo.
Una tarde la encontré por el centro de la ciudad. Yo iba en el taxi y ella estaba en la calle, como esperando un servicio. Me detuve y me ofrecí a llevarla. No hubo mucha plática ni ella dijo nada cuando vio que me dirigía hacia otra ruta y me metía a un hotelito, que está por el periférico, donde recuperamos nuestras ansias que habían quedado dormidas en la etapa del noviazgo.
El 14, después del último ensayo, al bajar Ramira del taxi, le di una cartita en la que le proponía que dejáramos a nuestras familias y nos fuéramos lejos, juntos, a hacer una nueva vida. Ella escondió una sonrisa y guardó el papel entre sus pechos.
La noche del Grito llegamos todos con nuestros vestuarios en ganchos y nos cambiamos en bola al interior de la comisaría, mientras en el patio coronaban a Diana, la reina de ese año. Doña Josefa, o sea Ramira, con su peinado de molote, como la original, y sus también originales pechos, prominentes y exquisitos, provocaron en mi sangre tal reacción que no me pude aguantar para preguntarle:
−¿Qué has pensado de mi propuesta?
−¿Cuál propuesta? –me interrogó arqueando sus hermosas cejas.
−La que te hago en la carta que te di ayer.
−¡La carta! –exclamó con las manos sobre el maquillaje de su rostro.
En esos momentos nos pidieron que subiéramos al techo de los salones de la telesecundaria, donde habían montado el escenario, y ya no platicamos más, pero su cara de sorpresa me puso a temblar y no dejé de preguntarme en dónde había dejado el papel y si su marido lo habría hallado.
Cuando estaba la representación de la Conspiración de Querétaro, y yo, en mi papel de Allende, sentado junto a Hidalgo, advertí que Ramira me hacía señas; me levanté y fui junto al telón donde ella me entregó un papel. Regresé a la mesa y ahí leí el mensaje: “Ya nos descubrieron”, decía. Con lo preocupado que estaba por la carta que yo le había dado, entendí que su marido la había encontrado y se había enterado de su infidelidad, olvidando que ella, doña Josefa, nos avisaba, a los conspiradores, que nuestras reuniones habían sido descubiertas y que Hidalgo debía adelantar la fecha del inicio de la lucha por la Independencia de México.
No recuerdo qué dije, me levanté, salí del escenario, tomé de la mano a Ramira y juntos bajamos la escalera que pusieron para subir al techo de la escuela. Ella no se resistió, me siguió hasta el taxi que había dejado estacionado afuera, nos subimos y nos vinimos a la ciudad.
Después supimos que Juan, su marido, nos había seguido –porque estaba entre la bola de gente− y llevaba intenciones de matarnos. Al parecer alguien lo convenció de que no valía la pena y nos dejó vivir en paz. Ella y yo nos separamos legalmente de nuestras parejas y formamos una familia. Ya tenemos dos hijos y aunque nos han invitado a participar otra vez en la escenificación del Grito, mejor no aceptamos: no vaya a ser la de malas…

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