miércoles, julio 28, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

CHAMÁN
José I. Delgado Bahena

Muchos años vivió sin saber qué hacer. Primero estuvo con su padrino Santiago arreglando zapatos en un pequeño taller que tenía en un local del mercado y aprendió el oficio con desgano, nomás por no dejar; después aceptó ser ayudante de su amigo Lucio, un taquero que vendía frente a la terminal de autobuses, atraído por los ojos que le tiraba Lupe, la hija de Lucio que andaba en los dieciséis cumplidos y le daba entrada a mi sobrino. Así anduvo, del tingo al tango siendo ayudante de todos y maistro de nadie: del carnicero, del hojalatero, del albañil, del panadero…, de todos, hasta de ayudante se fue con el presidente municipal para sembrar rosales en unos jardines que hizo en un terreno suyo que rellenó con basura.
Pero su mejor oficio llegó cuando murió su jefecita, mi hermana Carolina, que era la yerbera del pueblo. Yo le dije: “Vente pal pueblo, Chavita, busca las libretas de Caro y aprende a hacer curaciones con hierbitas, ya ves que ella tenía sus buenos clientes”. Su mala suerte fue que me hizo caso y se metió de lleno a la estudiadera de las recetas y los métodos para curar el mal de ojo, el empacho, el daño y la caída de la mollera.
“Pero ya no me diga Chavita, tío”, me dijo; “¿No ve que ya soy importante? Mejor dígame como toda la gente: don Salvador. Además quiero que sea mi ayudante, le voy a dar a ganar buen dinero.”
Pues sí que salió listo mi sobrino. Algunos enfermos se le ponían peor con sus sobaderas y sus pestilencias de epazote pero le echaba la culpa a los diablos y a la falta de fe de los familiares.
Un día le llegó una señora, muy joven ella, que llevaba el chamaco atravesado y no se quería enderezar para nacer como es correcto. No sé de dónde se le ocurrió que la curaría con un huevo que le pasó por todo el cuerpo con su mano derecha y con la izquierda le sobaba el vientre a la futura madre junto con unas oraciones que él mismo inventaba y quién sabe cómo pero le enderezó al niño.
Le vi hacer otras tantas cosas raras que a veces le resultaban y a veces no. Creo que se consiguió algunos libros de otros países para que no fueran los mismos métodos de la competencia, y la gente lo seguía. Le llegaba una gran variedad de enfermos: con dolor de muela, picados de alacrán, del daño, dolor de oídos, de resfriado y hasta a una jovencita que ya andaba en los quince y no le bajaba la regla.
Una vez le trajeron cargando a un chamaco con tan tremendo empacho de muerte que ya lo daban por perdido. Chava sacó una cinta morada y se la puso al enfermo desde el codo hasta la punta de los dedos, tres veces seguidas mientras decía unos rezos que sólo él entendía. Todos vimos con asombro cómo la cinta disminuyó de tamaño en las tres ocasiones y él dijo que era porque el empacho se estaba curando. La cuarta estirada de la cinta fue para que tendiera la mano y le pagaran. El enfermo salió de la casa por su propio pie. Fue muy comentado ese caso y la fama de “don Salvador” creció y creció.
Chava se habría hecho millonario si no le hubiera ganado la tentación.
Un día llegó la Lupe, aquella chamaca del taquero que sólo le dio entrada pero jamás le cumplió. Llegó acompañada del marido con el mal del no dormir; es decir, que no le daba sueño y se pasaba las noches en vela, nomás pelando los ojos. Entonces, Chava sacó unas ramas con flores secas de la hierba valeriana, que son para relajar los nervios. Puso un té con esas plantas y le mezcló otras que no supe cómo se llamaban. Le pidió al marido que se fuera a su casa y regresara en dos horas. Como ya tenía mucha fama, el hombre le confió a su mujer y se fue. Entonces, Chava le dio a la Lupe la bebida que había preparado, calientita para que le cayera bien en su estómago. Le dijo que se recostara para que le hiciera una limpia y puso incienso en el anafre. Ella se tomó de un trago el té y se recostó en el camastro que teníamos para los enfermos. Mientras descansaba, Chava le pasaba unas ramas por el cuerpo y le decía las oraciones que les decía a todos; la mujer se fue durmiendo, tan profundamente, a consecuencia del brebaje y del sueño rezagado, que no se dio cuenta cuando mi sobrino comenzó a manosearla y a besarla.
Yo me espanté de ver que se atreviera a hacer eso, pero me callé porque lo vi en aquella ocasión cuando andaba entusiasmado con ella y no pasó nada. Creí que sólo la besaría y la tocaría pero, ya caliente, no se aguantó, le quitó sus ropas y él se bajó el pantalón.
En esas estaba cuando entró el marido. No tocó la puerta ni habló. Entró muy bravo. Yo creo que Lucio, el padre de Lupe, le puso sobre aviso de que en una época se gustaban y llegó todo endiablado. Claro, al ver a Chava en sus maniobras, sobre su mujer, se enchinchó más, sacó una punta que llevaba en la cintura y se la encajó a mi sobrino en los pulmones.
Lo demás es fácil de suponer. El marido está en la cárcel y a mi sobrino no le ayudaron mucho las cataplasmas que le puse para que no se desangrara y muriera ahí mismo, en su negocio.
Lo bueno es que ahora ya no soy Paco, el ayudante, sino “don Francisco”, el curandero.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com

miércoles, julio 21, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

ESTOY SALADO
José I. Delgado Bahena
No cabe duda: estoy bien salado. Desde chavo me di cuenta de que la suerte no iba conmigo. Dios no se fija en los pobres para echarnos una manita y no nos queda más recurso que ganarnos el pan de cada día con el método que él mismo nos dé a entender.
Si no, pues… ¿qué voy a hacer? La escuela no se hizo para mí; a duras penas terminé la secundaria y eso porque desde entonces aprendí a buscar en las mochilas de mis compañeros los pesos que mi madre no podía darme. Pues… ¿cómo? Sola, sin marido, porque el último que tuvo le salió más huevón y más briago que yo y sólo le sirvió para dejarnos otro medio hermano que también anda de callejero abriendo la boca para ver qué le cae del cielo.
En la “secu” me robaba las plumas, los monederos de las chavitas y alguno que otro celular que dejaban por descuido en cualquier lugar. Todos sospechaban de mí pero nadie decía nada porque se habían dado cuenta de que les iría mal si rajaban.
Una vez que dejé de ir a la escuela una semana, el director mandó a la trabajadora social hasta al pueblo, a buscarme, y escuché muy clarito que le decía a mi madre que tenía la obligación de mandarme a estudiar, y hasta que yo cumpliera dieciocho años ella era responsable de mi educación y mi alimentación.
Entonces, cuando terminé la “secu” decidí que me tomaría tres años de vacaciones y no hacía nada.
“Ponte a trabajar”, me decía mi madre cuando me veía echado en la cama y comenzaba a rezarme una lista de amenazas para correrme de la casa. Para no aburrirme, me salía por las noches a recorrer las calles del pueblo en compañía de mis cuates, unos flojos y buenos para nada como yo, a cotorrear y a fumar un poco de mota que conseguíamos por unos pesos con un cuate que la traía no sé de dónde.
Cuando el vicio se nos hizo más grande, nos metíamos a las casas a robar lo que se pudiera para tener dinero y comprar las caguamas, pero la gente ya nos conocía y un día que me robé un reloj y se lo ofrecí al de la tienda, me dijo: “No te lo compro porque ya sé que te gusta robar y al rato me voy a meter en problemas”.
Entonces mejor venía al mercado a quitarles sus bolsas a las señoras que iban de compras, o sus celulares a los chamacos que iban en las calles oyendo música o mandando mensajes. Pero hoy me fue mal, si de por sí siempre traigo el santo de espaldas, hoy me fue peor.
Como es día de tianguis, la gente lleva más dinero en sus bolsas y decidí subirme a una combi de las que van para allá, como cualquier pasajero. Me senté junto a la puerta y luego luego le eché ojo a una señora que iba con sus anillotes y sus pulseras de oro. No sé por qué hay gente muy presumida que si va al mercado, al médico o a misa, se ponen sus grandes alhajas nomás corriendo el riesgo de que se encuentren a algún raterillo, como yo (je,je), que les dé baje con sus cosas.
Bueno, ya en camino saqué el cuchillo que había tomado de la cocina de mi madre y amenacé a la vieja para que me diera sus joyas y su dinero. Todos se espantaron, menos un güey que se me quiso poner al brinco pero le di un piquetito y se quedó quietecito. La doña me dio sus cosas y un celular que llevaba en su bolsa. Hasta el picudo me dio su cartera. La combi iba a dar vuelta frente al Oxo que está cerca de la Estrella de Oro, cuando le grité al chofer que se detuviera.
“Párate cabrón”, le dije. Entonces me bajé de un brinco pero no me di cuenta que en ese momento venían tres pinches mocosos encima de una moto, a toda velocidad, y que me atropellan. Se cayeron pero se levantaron y se fueron; todavía, uno me dio un puntapié en la cabeza. Los pasajeros se bajaron y, en vez de ayudarme, buscaron las cosas que les había quitado y me insultaron. Es todo lo que me acuerdo.
Ahora, pues… bueno, estoy en el hospital. Dos polis cuidan la puerta porque me llevarán detenido en cuanto salga de aquí y dice el médico que tengo fracturadas tres costillas.
Le avisaron a mi madre pero no ha venido. ¿No les digo que estoy bien salado?
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jose_delgado9@hotmail.com

miércoles, julio 14, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

“FIN DE CURSOS”
José I. Delgado Bahena
El ciclo escolar concluía con la ceremonia de ese día, realizada en un lujosísimo salón de eventos sociales que el padrino de generación, un político reconocido en el estado, les pagó a sus ahijados como regalo de graduación. Uno a uno, los muchachos se despidieron con un abrazo de su querido maestro Ramón y le mostraban un semblante embargado por la tristeza, al darle su adiós, por tanto que los había apoyado durante los tres años que convivieron en ese centro educativo, del nivel de bachillerato, de la ciudad.
Ramón era el maestro perfecto: buena onda –más con las muchachas−, gran platicador, joven, carismático, elegante y buen compañero de sus colegas.
−Profe: lo vamos a extrañar. ¿Nos acompañaría a un convivio? –le dijo en voz baja Stefan, aún con su ramo de flores y una caja con su moño morado que su madrina le había llevado−. Lo estamos organizando con puros cuates; será en secreto y habrá chupe, ¿sí irá?
−Claro que iré –contestó el vanidoso de Ramón sintiendo cómo la sangre le enrojecía sus mejillas al bañarse de gloria con la preferencia que sus alumnos le mostraban.
−Bien, me tengo que ir profe, le mando un mensaje para avisarle. Recuerde que es secreto y sólo usted puede ir eh. Bye.
Una semana después llegó el mensaje al celular de Ramón: “Lo esperamos mañana a las ocho de la noche en el muelle de la laguna de Tuxpan. Vaya solo, en taxi, nosotros tenemos carro. ¿Sí irá? Responda, por favor”.
¡Claro que fue! Cuando llegó, la noche caía sobre el paisaje natural y los últimos rayos del sol se proyectaban con sus tonos rojizos sobre el espejo verdoso de la laguna dándole una apariencia nostálgica que impactó en el corazón del maestro, agradecido por la invitación de sus alumnos.
Lo esperaban cuatro muchachos que bajaron del auto hasta que el taxi en el que llegó Ramón se hubo retirado. Lo recibieron con abrazos, agradeciéndole que hubiera aceptado la invitación. Le pidieron que subiera al carro, ya que la fiesta sería en otro lado.
En el interior del auto, mientras salían del poblado para dirigirse hacia el periférico, destaparon cinco cervezas y le compartieron a Ramón algunas botanas que llevaban desparramadas en una bolsa de plástico.
−Le va a gustar, profe, invitamos a unas chavas que ni se imagina –dijo Beto mientras daba un trago a su cerveza y todos soltaron tan estruendosas carcajadas que contagiaron a Ramón quien bebió con una gran sonrisa iluminando su rostro y encendiendo su mirada.
Era de noche ya cuando dejaron la ciudad por la salida a Cocula. Al pasar por este pueblo, los muchachos le pidieron a su maestro que bajara a comprar más cervezas en una tienda cercana al edificio del palacio municipal y ellos, disimulando que platicaban, escondían sus caras cada vez que un transeúnte pasaba cerca del auto. Siguieron por ese rumbo hasta pasar por Apipilulco. Irving, quien manejaba desde que salieron de Tuxpan, se orilló, con el pretexto de querer orinar, cerca de una desviación donde se encuentra un gran puente con estructura metálica que se dibuja en el contorno de la noche.
−¡Qué padre! –exclamó Nahín, invitando a los demás a que bajaran del carro y recorrieran a pie los metros que los separaban del puente que, al parecer, en una época sirvió para el transporte ferroviario.
Stefan bajó del automóvil la bolsa con las cervezas que Ramón había comprado en Cocula y destapó una para cada uno. La oscuridad era espesa. A lo lejos se distinguían algunas luces tenues de un poblado. En silencio, admiraron la obra que humanos de antaño habían construido en ese lugar.
De pronto, Irving, quien se había quedado junto al auto, desalojando de su vejiga el par de cervezas que se había tomado durante el camino, llegó por detrás de Ramón y le enredó una cuerda sobre el cuerpo que le impidió hacer otro movimiento más que soltar el envase que tenía en su mano derecha.
−¡¿Qué pasó?! –protestó sorprendido el maestro de Biología al tiempo en que los otros tres muchachos rodearon y terminaron de amarrarlo a una de las columnas metálicas del puente.
−Yo te voy a decir qué pasó –le susurró Beto con rencor y con un brillo febril en sus ojos grises que se percibía con claridad a pesar de lo oscuro de la noche−: ¿Te acuerdas de Ceci, verdad? ¿No? La chava que se suicidó después de que la embarazaste a cambio de aumentarle su calificación. ¿Sí te acuerdas? Ah, ¿pues, qué crees? Era mi novia, pendejo –al decir eso escupió la cara de Ramón y le dejó sentir su puño cerrado con un fuerte golpe que le hizo sangrar la nariz.
−No creas que nos hacía gracia tu descaro al decirnos que el nueve costaba quinientos pesos y el diez, mil –le reclamó Nahín dándole un botellazo en la cabeza.
−Muchachos…−suplicó Ramón− no se comprometan, no vale la pena. Déjenme aquí, les prometo que no diré nada.
−Claro que no dirás nada –dijo Stefan rompiendo un envase y acercándose al bulto ensangrentado en el que se había convertido su maestro de Biología. Con sangre fría y con la voluntad de vengar a tantas muchachas ultrajadas y de desquitarse del dinero pagado por algunos miserables puntos, buscó el cuello de Ramón y con el filo del vidrio le rasgó la yugular dejando que un chorro de sangre se desparramara sobre el metal y el piso del puente.
Entre todos, desataron el cuerpo sin vida del maestro y lo tiraron al río, crecido por las recientes lluvias.
En silencio, regresaron al auto y volvieron a la ciudad.
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jose_delgado9@hotmail.com

jueves, julio 08, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

“MALDITA TENTACIÓN”
José I. Delgado Bahena
Germán tenía treinta y cinco años de edad y quince de haber ingresado al gremio de taxistas. Después de tanto presionar a su líder, de cubrir sus cuotas, asistir a las reuniones y cumplir con las obligaciones de la agrupación, por fin le había tocado su permiso ese año y desde entonces la presión de juntar lo de la cuenta era cosa del pasado. Trabajaba para él y sólo él decidía en qué momento llevaba a guardar el automóvil y se tomaba su tiempo para disfrutar de su familia.
Pero ese día fue distinto. Eran cerca de las diez de la noche y algunas nubes amenazaban con llover. Se disponía a retirarse de la improvisada base que tienen los taxistas a la salida del centro comercial, cuando vio una mano agitarse frente a él en clara señal de solicitarle el servicio.
“El último”, pensó. Acercó el auto hacia el joven dueño de esa mano y abrió la puerta delantera para que subiera. El muchacho, de aproximadamente veinte años, cerró la puerta que le ofrecieron y abrió la otra para sentarse en el asiento trasero.
Germán observó por el espejo las facciones y el vestuario de su cliente. Una playera ajustada a su cuerpo con el cuello desdoblado hacia arriba, el cabello alborotado, en el que se advertían líneas doradas y un tono que no le dejó dudas, le hicieron pensar: “este chavo es gay”.
−¿Cuánto me cobras a Tepécoa? –le preguntó el joven, acomodándose sus cabellos y dulcificando el tono de su voz al acercarse a Germán por el hueco de los asientos delanteros.
−¿Cuánto te cobran? –respondió el taxista con una pregunta.
−Pues… depende…
−¿De qué depende? –preguntó nervioso Germán mientras arrancaba el automóvil y avanzaba hacia la salida del estacionamiento.
−Ah, pues si me voy aquí atrás me cobran cien, pero si me voy adelante pago cincuenta o a veces hasta me pagan –dijo el muchacho con una sonrisa coqueta.
−Entonces vente para adelante –dijo Germán, pensando en aquella experiencia homosexual que en su adolescencia había tenido con su primo “Tetos”. Detuvo el taxi, aprovechando el semáforo−, vamos a ver si nos arreglamos.
El joven bajó del auto y subió al asiento delantero sentándose lo más cerca posible a la palanca de velocidades del tsuru.
−¿Cómo te llamas? –le preguntó Germán mientras giraba hacia la izquierda para tomar el boulevard y encaminarse rumbo a Tepécoa.
−“Nene” –contestó sonriendo el muchacho−. ¿Y tú?
−Germán.
−¡Ay, qué bonito nombre! ¿Eres de onda?
−No. ¿Por qué?
−Mmm… porque te quería proponer que entráramos por Tierra colorada, para platicar un poco más. Es que me caes muy bien y pues… eres muy guapo. ¿No te enojes eh? –solicitó “Nene” dejando caer su mano izquierda sobre la pierna derecha de Germán.
−No te preocupes, no me enojo. Está bien, nos iremos por ahí –aceptó el taxista quien, con el roce de la mano de su cliente su excitación iba en aumento y le causaba molestias en la entrepierna.
Cuando pasaron por el cruce de caminos en la desviación hacia Tierra colorada, caía una leve llovizna, pero “Nene” suplicó en el oído de Germán:
−¿Te puedes detener un momento aquí? Es que quiero hacer pipí…
−Si, por supuesto –dijo Germán orillándose y acomodándose sus genitales.
“Nene” bajó del taxi y dio la vuelta para ubicarse detrás del auto. Germán lo siguió viéndolo por el espejo. Ninguna luz se veía. La noche sólo la iluminaban algunos relámpagos lejanos que recortaban el contorno de los cerros. Tal vez por eso, o por estar atento al regreso de “Nene” al carro y porque, además, se había desabotonado el pantalón, suponiendo que le aguardaba un momento de placer; o por lo que haya sido, no advirtió las siluetas de dos hombres que se acercaron por el lado de su ventanilla, y tampoco supo cómo, a través del vidrio, le llegaron dos plomazos que le arrebataron la vida inmediatamente.
“Nene” se encargó de llevarse el dinero y las escasas pertenencias de Germán, quien cayó en el riesgo de la maldita tentación en esa noche lluviosa.
Escríbeme a:
jose_delgado9@hotmail.com