jueves, julio 28, 2005

EL JARIPEO EN TOMATAL

LA FIESTA DE LOS TOROS
JOSÉ I. DELGADO BAHENA

¡Uy, qué tiempos aquéllos! Bien que me acuerdo cuando se hacía el corral de toros en mi calmil: todos los ejidatarios apoyábamos al comisario, llevábamos los palos, los horcones, las reatas y órale: amárrale aquí, escárbale allá, apriétale bien fuerte para que no los vaya a tirar el toro cebú de don Carlos Deloya, que es bien bravo y saltador.

Bien que me acuerdo: en aquel entonces todavía teníamos toros, mansos, no tan bravos como los de Tepécoa, pero había. Y claro, los montadores eran los mismos jinetes del pueblo, con sus huaraches, o con sus zapatos viejitos, los montaban; no como “ora” que les pagan a los de afuera y vienen con sus espuelas que parecen ganchos. No. En aquel entonces tenías que apretar bien fuertes las piernas, si no porrazo seguro, al suelo, a las piedras o al surco, porque ese terreno era de siembra y quedaban algunos troncos de las milpas.

Siempre se llenaba el corral. La gente se subía a los palos y cuando se “repegaba” el toro ahí estaban los gritos y los sustos, y cuando se saltaba del corral: la corredera. No, si esas corridas eran más emocionantes. Si resultaba algún herido, aunque sea un borracho que se había metido a torear y a hacer payasadas, decíamos que habían estado buenos los toros, si no, no tenían chiste, no había comentarios.

Pero lo más emocionante era cuando llegaba la corrida de los de Tuxpan: esos sí que eran re listos. El comisario siempre la dejaba para el domingo. Era, como quien dice, la corrida estelar. Traían su mojiganga, que era un muñeco que le ponían a un toro o a una vaquilla en medio del ruedo, pero venía repleta de animales, iguanas sobre todo, y cuando el animal la embestía salían las iguanas y la corredera de muchachas con sus gritos y la de los hombres para atraparlas (que sabe muy sabroso el caldo de un garrobo, más cuando estás crudo).

Y tenías que estar crudo al otro día de la corrida de los de Tuxpan porque traían sus buenas garrafas de “toro”, una bebida que preparaban con una mezcla especial de muchas bebidas, ¡dicen que hasta excremento le ponían!, quién sabe, pero era obligación que te le pegaras al “toro” para corresponder a los tuxpeños. Claro, cuando llegaban era una fiesta: se les iba a encontrar por el camino con una comitiva de muchachas que eran las madrinas y les ponían collares de papel de china a los jinetes. Iba la banda de música y se les llevaba derechito al corral de toros para que se jugara un toro en su honor al que le llamábamos “toro de once”. De ahí todos juntos, acompañados de la tambora de don “Bico”, toque y toque, a la comida en la casa del comisario, que con la cooperación de todo el pueblo preparaban la cochinita para los visitantes.

Después de la comida, otra vez al corral para jugar todos los toros. Los más bravos los traían aparte, en camioneta, y los amarraban por fuera del toril; los demás todos amontonados, adentro y ahora sí, ¡trépense a los palos, porque sale el primero!

No, si los toros de antes hacían el relajo desde que los sacaban al ruedo, más cuando eran cuernudotes, de esos cuernos que parecían los del penacho de “Pilatos”. Todos corrían hasta que los de a caballo lograban lazarlos para tumbarlos en el suelo y ahí les ponían la reata en el cuerpo para que se agarrara el montador. Entonces no les ponían corneras, como “ora”, salían así: a cuerno pelón. El montador tenía que echarle valor, además de sus buenos tragos de “toro” que ya traía en el estómago. Ya montado el jinete hacían que se parara y órale, a torearlo.

Mientras tanto, los que nomás éramos mirones teníamos que estar echándonos las frías para completar el jolgorio, que sin trago no hay fiesta.

Así pasaba la tarde de fiesta con los montadores buenos que había en el pueblo, pero el que me tocó ver, que de veras era cabrón, es el “Polegas”. Todavía vive, pero dios ya le tiene apartado un lugar por todas las emociones que nos dio con los toros.

Cuando acababan de torear a todos los que traían se dejaba pasar un rato mientras se iba la gente y luego los soltaban por las calles para que se fueran derechito para Tuxpan, cuidados por sus dueños. Sólo se quedaban los muchachos de ese pueblo vecino para echarse unas bailadas en la noche con las muchachas del aquí. Como iban ya todos “cerveceados” ni se fijaban si la muchacha tenía compromiso o no, iban y la sacaban y al rato ahí está la buena correteada que les ponían los novios: los encaminaban hasta la barranca, a puro piedrazo, para que se fueran rapidito a su pueblo y no se fueran a regresar, hasta el otro año, cuando volvieran a traernos sus toros.

Así acababa la fiesta de los toros del pueblo que se organizaban en honor de “Papá Chú”, por su segundo viernes de cuaresma. Era bonito todo, gratis, además; no como “ora”, que por todo quieren cobrar.

viernes, julio 22, 2005

TE NOS MORISTE

TE NOS MORISTE

¡Caray, Mamá Chofi:
te nos moriste!
Te nos moriste igual que el sueño sumergido
en las cavernas de los recuerdos.
¿Por qué te nos moriste así, tan de repente?
¿Por qué, tú, tan rebelde, no te rebelaste
en el instante mismo de tu muerte?
Igual pudiste haberte ido de viaje,
sabemos que no te has ido;
sólo estás un poquito muerta,
un poquito allá:
del otro lado.
¡Caray, Mamá Chofi!
Sofía Piedra,
se nos murió de vieja,
con sus enaguas largas
y con sus anécdotas.
Sofía Piedra, vieja revolucionaria
que se murió en la trinchera.
¿Hacia dónde ven tus ojos que vigilaron
a tanta parentela?
¿Por qué tu bastón, y tus pasos,
aún nos acompañan en las noches de fiesta?
Te nos moriste, Mamá Chofi...y apenas yo me entero;
¿hace cuánto?, no sé.
¿Cómo he de darme cuenta?
¿Cómo voy a saber que ya te fuiste
si siempre estás ahí,
sentadita,
pendiente,
con tu sonrisa abierta?
Sin embargo, no hay duda:
ya visité la tumba que te hicieron
los que siempre te amaron
y los que no te conocieron.
Porque al final de cuentas los grandes,
y los pequeños que nunca te nombraron,
en el adiós último
con lágrimas de fuego te lloraron.
Por eso me pregunto:
¿será cierto?
Lo veo y no lo creo.
¿Cómo puede ser posible que, de pronto, así,
te nos moriste?
¿Cómo, Mamá Chofi, en una madrugada
nos dejaste tu último suspiro
en aquella vieja almohada que un día te regalé?
Y ahí te nos moriste, sin más,
despidiéndote aún y, todavía,
dándonos mil consejos,
y hablando con tu boca de pirata,
con tus ojos cerrados, con tus dedos...
Te nos moriste, al fin, y nos dejaste
sin esa brújula viva de tu lengua despierta;
sin esa golondrina igual que tú de vieja
que te rondó quince años dentro de tus orejas.
Te nos moriste mamá Chofi.
Pero...sé que no estás muerta;
porque te nombro y mi voz no te entierra,
porque te nombra toda la familia completa.
Estás viva, lo sabes,
y así nos acompañas en todas nuestras fiestas.

jueves, julio 21, 2005

LA LUNA

LA LUNA


La noche era tranquila. El cielo se veía estrellado, sólo de vez en cuando un lucero cruzaba el firmamento; el aire espeso, caliente, cautelosamente se colaba hacia las casas por las puertas y ventanas y flotaba sobre las camas rústicas, de madera, donde dormían la mayoría de las familias del pueblo.
A lo lejos, el aullido de un coyote vagabundo, corto y grueso primero, largo y delgado después, rasgaba el silencio que sólo la respiración acompasada de los adultos que han trabajado en la labor todo el día, desde el amanecer hasta que anochece, y los ronquidos de los ancianos que, en sus hamacas o, de plano sólo en un petate tendido en el suelo, han acomodado sus huesos viejos con la ilusión de que, a la mañana siguiente, el gallo los despierte fuertes y renovados.
Desde las montañas se asoma, temerosa, una luna llena, rojiza, fría, que con el calor de estos días se empapa del sudor del coyote y del tejón que, aprovechando sus primeras luces salen en busca de conejos, uno, o de ratones de campo, otro que, en estas épocas de resequedad, ni los paladares de estos predadores pueden ponerse exigentes.
Cuando la luna, confianzudamente, ha salido por completo y se levanta sobre el pueblo a una cuarta de su escondite, las sombras que antes permanecían absorbidas por el suelo caliente en reposo, entre los vapores de la noche, ahora se levantan y dibujan a su antojo y capricho figuras ardientes, oscuras y brillantes que no se mueven más que para achaparrarse junto a su raíz de donde brotan.
Todo parece tan tranquilo en el sopor de la noche que los ojos y los oídos están, igual, en el descanso de las vistas y de los ruidos, sin fantasmas ni sobresaltos. Todo transcurre sólo con el rumor de la cascabel que rastrea por los caminos en correcta armonía con la quietud que gobierna la somnolencia nocturna.
Sin embargo, de una de las casas, junto a la capilla, en el centro, una puerta se abre. No, una mano abre una puerta, y asoma la sombra de un pie; luego, a la luz de la luna se completa la figura de una mujer. Lo sabemos por la falda que se recorta en la sombra sobre la puerta, si fuera hombre veríamos el sombrero sobre su cabeza, que ningún gañán que salga a estas horas, por mucho calor que sienta deja su sombrero aunque sean las dos de la madrugada.
Pero es mujer la que, con una mano abre y con la otra cierra la puerta de su casa después de observar el bulto que le confirma que el marido duerme con la respiración apagada (será por lo cargado de la noche). Apenas un golpe leve de la puerta gruesa, de madera, que se empareja sola, sin tranca ni aldaba, resguardando, adentro, la confianza y el cansancio de la jornada del día que el hombre, con su hijito a un lado, recupera las fuerzas para la chinga del día siguiente (Esta palabra, “chinga”, no es del autor sino de esta gente que con ella desahoga la queja de un trabajo que mal les da de comer).
Pero regresemos a la mujer quien se protege de la luz de la luna porque no la necesita, ya que camina viendo para los lados, sin temor de donde pisa, será porque ha aprendido dónde hay un matorral, dónde una trampa para coyote, dónde una piedra; y porque sus pies, además, parecen flotar sobre el polvo de estos caminos secos que no han conocido lluvia desde tres lunas atrás, o porque para no hacer ruido, camina con las puntas de los pies al pasar cerca de las puertas de otras casas.
Sólo una vez se agacha para pasar debajo de la rama de un huizache que hace a un lado valiéndose de un palo que lleva en la mano derecha y toma una vereda que la lleva a las orillas del pueblo. Ahora la luna está a un tercio del cielo.
Por fin, después de haber caminado por el camino disparejo de esa vereda que la lleva a una de las casas protegida por cuatro grandes árboles pelones, junto a la puerta, donde se ve el bulto de un perro echado, voltea a los lados y con decisión empuja la tabla que le sirve de puerta a esta casa de paredes de adobe y tejas en el techo. Y es de extrañarse que el perro no le haya ladrado, ni gruñido, al menos, como lo haría con cualquier visitante el perro que se respete de ser guardián de su amo, que para eso lo dejan suelto durante la noche. El caso es que este perro sigue echado o durmiendo como se diría “a pata suelta”.
Como decíamos: la mujer empuja la puerta y entra. La seguimos con nuestra sombra respirando junto a la suya, por eso nos damos cuenta primero, que, el perro que debía ser guardián es difunto; con razón no chistó ni se movió ante la presencia de la mujer. La luz derramada desde la luna nos deja ver que un líquido le escurre por el cuello. Nadie dudaría que un cuchillo filoso y puntiagudo le ha cortado la yugular y se puede ver en su hocico sangrante un trozo de carne de algún animal, cervatillo o conejo, que le fue echado a propósito, para distraerlo y poder sorprenderlo en silencio.
Después vemos, sobre la cama, dos sombras que se funden en una sola haciendo un bulto solo. Se mueven y se regocijan en sus manoseos y besuqueos.
Sólo un rato observamos los movimientos ardientes de dos cuerpos que, jadeantes, se entregan a los placeres carnales con tal furor como si fuera lo último que pudieran hacer en sus vidas.
Los quejidos que todos conocemos aumentan y parecen, como dirían los que estudian estas artes, que son normales, pero de pronto, la mujer desgarra el silencio y la paz exterior de la casa y hasta la tranca del corral se oye un gemido que no es de amor sino de dolor y los ayes, aunque cortos, son profundos y mortales.
Luego otra vez el silencio. Sólo unos instantes. Ahora, por la puerta semiabierta, se escurre la figura de un hombre (lleva sombrero) que, en cuestión de segundos, sale de la casa saltando sobre el perro muerto, con la confianza de saber que ya no podrá morderle, ladrarle o gruñirle al menos.
Lo seguimos, con ojos de espanto, por la ignorancia de no saber por qué, si es el dueño de la casa, se va, como quien dice: “de malas”.
Con asombro vemos que recorre el mismo camino que la mujer pisó hace unos minutos y llega a la misma casa del centro del pueblo. Empuja la puerta emparejada, entra y la cierra.
El silencio, nuevamente, impera. La luna está ya a cinco sextos de su camino. El humor caliente de la tierra ha refrescado un poco y por el aire se mueven algunas ráfagas frías que bajan en los rayos de la luna muda y gorda que señaló el camino del desprecio para la venganza del marido traicionado.
A la mañana siguiente, cuando la luna se encuentre nuevamente en su escondite, hallarán dos cuerpos: el del dueño de la casa y el de la mujer. El de ella sobre la cama, degollada; y el de él debajo, degollado también y sólo la luna podría ser fiscal en el juicio al vengativo marido.

JOSÉ I. DELGADO BAHENA

viernes, julio 15, 2005

EL SUR NO ESTÁ EN EL NORTE

Lo siento,
en la poesía todo es posible.
E q Z s d c q l e m
Amén.

MI RELIGIÓN ERES TÚ

MI RELIGIÓN ERES TÚ

Mi religión eres tú,
en ti confío, a ti me atengo,
a la luz de tus ojos,
por donde voy,
me encomiendo.
Eres mi fe,
en ti yo creo,
lo que digas he de hacer,
tú decide, yo obedezco.
En tus manos estoy,
tuyos son: mi mente,
mi corazón, mi carne,
mis huesos;
cuando despierto pienso en ti
y, con tu nombre,
entre mis labios,
me duermo.
Tú me has dado nueva vida
y no sé si la merezco;
hágase tu voluntad:
por ti vivo,
por ti muero.
Para mí no hay otro dios
que este amor
en el que creo;
tú sabrás qué me darás,
sea la gloria,
sea el infierno.
De tus manos como el pan
y será para los dos
pan sagrado,
este pan nuestro,
porque eres mi religión
y el amor que tú me das
es el dios
en el que creo.

sábado, julio 09, 2005

EN UNA NOCHE DE OFRENDAS

EN UNA NOCHE DE OFRENDAS

Cuando llegan los días de las ofrendas son días de mucha nostalgia para mí. A mi mente acuden gratos recuerdos de vivencias que me han acompañado a través de todos estos años y que nunca olvidaré.
Ahí está el pueblo donde nací: un pueblo rústico, montado en una colina, con su pendiente hacia el río que lo cruza y lo alimenta.
Ahí está la casita de palma de mis padres: campesinos, humildes, nobles y trabajadores.
Ahí está la mesa con la ofrenda del treinta y uno de octubre, el día en que se acostumbra poner ofrenda a los muertos pequeños. Ahí hemos colocado el pan. Una muñequita de masa simple lleva su nombre: “Marthita”. Hemos puesto naranjas, pan de dulce, atole, dulces, velas, santos (Jesucristo, el patrón del pueblo) y una pelota roja como la que jugaba mi hermanita, quien murió a los tres años, víctima de nuestra pobreza y de la falta de medicinas para aliviarle la tos y la fiebre.
Ahí va el recuerdo:
_Mamá, ¿me dejas ir a espantar a los diablos? (En mi pueblo se tiran cohetes para espantar a los diablos que, se supone, se quieren llevar a las almitas de los niños que han muerto y vienen a visitarnos.)
_¿Con quién vas a ir? _preguntó mi mamá.
_Con mi amigo Andrés. El va a llevar a su hermana Josefina _contesté_, y casi me trago mis palabras; porque no hubiera dicho eso, inmediatamente mi otra hermana, que se llama Enriqueta, también quiso ir.
_Bueno, vas; pero sólo si llevas a tu hermana _dijo mi mamá.
_¡Qué remedio! _exclamé_. Y ahí vamos.
Ya en el camino nos encontramos a Andrés, de 12 años, igual que yo. Iba con él Josefina, su hermana de 11.
Comenzamos a tirar cohetes que habíamos comprado durante el día. Íbamos gritando y corriendo hasta que llegamos a un camino sin luz y con muchas sombras de los árboles grandes que lo bordeaban. Eran como las diez de la noche. De pronto, alguien que nos tira una paloma de aquéllas, que nos hizo vibrar los oídos y, pues, ahí estuvo la cosa: y que gritamos, y Josefina, que iba junto a mí, que me abraza y, bueno, pues… ¡y que se me meten los diablos! Empecé a ver más estrellitas, sentí calientes las orejas y la voz me temblaba…
Entonces, Queta, mi hermana, que la acaba de amolar, y que nos grita: ¡ya son novios!, ¡ya son novios!
Yo no sabía ni qué decir. Andrés dijo: “Ya, apúrenle”.
Y la verdad, después todo se me borró de la memoria. Nomás me acuerdo que en esa noche soñé que yo era un diablo y que le daba un beso a Josefina, que era una angelita; pero que, de pronto, llegaba mi papá y me daba una “cueriza” de las buenas y yo desperté asustado y gritando: ¡ya no me pegues, ya no me pegues, no lo vuelvo a hacer! Pero al otro día se me olvidó el sueño; porque en el panteón, cuando llevamos las flores, advertí que Josefina me veía desde donde estaba con su familia y se reía y, la verdad, creo que nunca había visto una sonrisa tan bonita y tan agradable, con sus hoyitos en los cachetes y yo, pues, sentía mucho calor en las orejas y en todo el cuerpo y me imagino que me ponía todo rojo y sentía mucha vergüenza, bueno, no mucha; porque al otro día, en la escuela, la maestra nos pidió que escribiéramos una narración con el tema de las ofrendas y yo, pues, ¡y que escribo lo de Josefina!, y como ahí estaba Andrés que iba conmigo, en sexto, a la salida le contó todo a su hermana.
Ella iba en quinto y como vivíamos por el mismo rumbo, pues nos íbamos juntos. Entonces, Andrés se fue a la tiendita y yo, y que aprovecho, y que le digo a Josefina que si quería ser mi novia, y que me dice que no sabía. Y que le doy un dulce, y que me dice que sí y se fue corriendo con su hermano.
Pues ya, desde ahí, que el día de las ofrendas siempre me acuerdo de Josefina y siento que otra vez se me meten los diablos por aquel recuerdo tan bonito de mi niñez.

sábado, julio 02, 2005

HACE MUCHOS AÑOS

Recuerdo que yo quería estudiar para ser médico. Pero, como todo en la vida, yo tenía una motivación: quería mucho a mi abuelita (la mamá de mi papá) y como siempre la veía en cama, enferma, deseaba estudiar medicina para poder curarla. Creo que desde entonces comencé a practicar mi caligrafía de médico. Ahora hasta pena me da mostrar mis manuscritos porque nadie los entiende.
Bueno, desgraciadamente mi motivación falleció cuando yo apenas tenía quince años y le lloré como se les llora a todas las abuelas cuando mueren pero más porque ya había perdido a mi primer paciente.
De cualquier manera no pude estudiar medicina. Mis padres me dijeron: "¿Decide qué quieres ser: maestro o campesino?" Y como desde la edad de los trece años ya había conocido las chingas (perdón pero así se dice en mi pueblo) del campo, acepté estudiar "aunque sea" para maestro.

Así que entré al CREN de Iguala con la ilusión de ser un maestro rural que, en mi comunidad, desempeñara los papeles que se les atribuía a los maestros de aquella época: médico, juez, arreglador de amores, secretario, consejero y maestro, claro.
Ahora, después de tantos años me he dado cuenta de que la ilusión no ha muerto y deseo trabajar en una comunidad rural, antes de jubilarme, después de hacerlo durante todo mi tiempo de docencia en el medio urbano.
Pero, ¿por qué cuento todo esto? Ah, porque estuve en la clausura de la escuela donde mi hija terminó su bachillerato y escuché los acostumbrados discursos saturados de mensajes sobre las metas, lo propósitos, los sueños de los bachilleres y me sirvió para reflexionar que, en la actualidad, son pocos los jóvenes a quienes les escuchamos referirse sobre la carrera que desempeñarán en el futuro con la emoción de quien se dispone a alcanzar las estrellas. Bueno, ni siquiera el brillo que en los ojos se advierte de quien sueña y se siente fuerte para enfrentar el mundo.
Por todo eso y porque, con el grupo de poetas Transgresión, de Iguala, estamos planeando muchas actividades culturales, siento que mis venas se llenan de una nueva vitalidad que me lleva a sentirme ilusionado y a vivir la emoción de hace muchos, pero muchos años, y en el horizonte veo aún un sol destellante y eterno que me dice: "¡Vamos, aún hay mucho por hacer!".