jueves, julio 21, 2005

LA LUNA

LA LUNA


La noche era tranquila. El cielo se veía estrellado, sólo de vez en cuando un lucero cruzaba el firmamento; el aire espeso, caliente, cautelosamente se colaba hacia las casas por las puertas y ventanas y flotaba sobre las camas rústicas, de madera, donde dormían la mayoría de las familias del pueblo.
A lo lejos, el aullido de un coyote vagabundo, corto y grueso primero, largo y delgado después, rasgaba el silencio que sólo la respiración acompasada de los adultos que han trabajado en la labor todo el día, desde el amanecer hasta que anochece, y los ronquidos de los ancianos que, en sus hamacas o, de plano sólo en un petate tendido en el suelo, han acomodado sus huesos viejos con la ilusión de que, a la mañana siguiente, el gallo los despierte fuertes y renovados.
Desde las montañas se asoma, temerosa, una luna llena, rojiza, fría, que con el calor de estos días se empapa del sudor del coyote y del tejón que, aprovechando sus primeras luces salen en busca de conejos, uno, o de ratones de campo, otro que, en estas épocas de resequedad, ni los paladares de estos predadores pueden ponerse exigentes.
Cuando la luna, confianzudamente, ha salido por completo y se levanta sobre el pueblo a una cuarta de su escondite, las sombras que antes permanecían absorbidas por el suelo caliente en reposo, entre los vapores de la noche, ahora se levantan y dibujan a su antojo y capricho figuras ardientes, oscuras y brillantes que no se mueven más que para achaparrarse junto a su raíz de donde brotan.
Todo parece tan tranquilo en el sopor de la noche que los ojos y los oídos están, igual, en el descanso de las vistas y de los ruidos, sin fantasmas ni sobresaltos. Todo transcurre sólo con el rumor de la cascabel que rastrea por los caminos en correcta armonía con la quietud que gobierna la somnolencia nocturna.
Sin embargo, de una de las casas, junto a la capilla, en el centro, una puerta se abre. No, una mano abre una puerta, y asoma la sombra de un pie; luego, a la luz de la luna se completa la figura de una mujer. Lo sabemos por la falda que se recorta en la sombra sobre la puerta, si fuera hombre veríamos el sombrero sobre su cabeza, que ningún gañán que salga a estas horas, por mucho calor que sienta deja su sombrero aunque sean las dos de la madrugada.
Pero es mujer la que, con una mano abre y con la otra cierra la puerta de su casa después de observar el bulto que le confirma que el marido duerme con la respiración apagada (será por lo cargado de la noche). Apenas un golpe leve de la puerta gruesa, de madera, que se empareja sola, sin tranca ni aldaba, resguardando, adentro, la confianza y el cansancio de la jornada del día que el hombre, con su hijito a un lado, recupera las fuerzas para la chinga del día siguiente (Esta palabra, “chinga”, no es del autor sino de esta gente que con ella desahoga la queja de un trabajo que mal les da de comer).
Pero regresemos a la mujer quien se protege de la luz de la luna porque no la necesita, ya que camina viendo para los lados, sin temor de donde pisa, será porque ha aprendido dónde hay un matorral, dónde una trampa para coyote, dónde una piedra; y porque sus pies, además, parecen flotar sobre el polvo de estos caminos secos que no han conocido lluvia desde tres lunas atrás, o porque para no hacer ruido, camina con las puntas de los pies al pasar cerca de las puertas de otras casas.
Sólo una vez se agacha para pasar debajo de la rama de un huizache que hace a un lado valiéndose de un palo que lleva en la mano derecha y toma una vereda que la lleva a las orillas del pueblo. Ahora la luna está a un tercio del cielo.
Por fin, después de haber caminado por el camino disparejo de esa vereda que la lleva a una de las casas protegida por cuatro grandes árboles pelones, junto a la puerta, donde se ve el bulto de un perro echado, voltea a los lados y con decisión empuja la tabla que le sirve de puerta a esta casa de paredes de adobe y tejas en el techo. Y es de extrañarse que el perro no le haya ladrado, ni gruñido, al menos, como lo haría con cualquier visitante el perro que se respete de ser guardián de su amo, que para eso lo dejan suelto durante la noche. El caso es que este perro sigue echado o durmiendo como se diría “a pata suelta”.
Como decíamos: la mujer empuja la puerta y entra. La seguimos con nuestra sombra respirando junto a la suya, por eso nos damos cuenta primero, que, el perro que debía ser guardián es difunto; con razón no chistó ni se movió ante la presencia de la mujer. La luz derramada desde la luna nos deja ver que un líquido le escurre por el cuello. Nadie dudaría que un cuchillo filoso y puntiagudo le ha cortado la yugular y se puede ver en su hocico sangrante un trozo de carne de algún animal, cervatillo o conejo, que le fue echado a propósito, para distraerlo y poder sorprenderlo en silencio.
Después vemos, sobre la cama, dos sombras que se funden en una sola haciendo un bulto solo. Se mueven y se regocijan en sus manoseos y besuqueos.
Sólo un rato observamos los movimientos ardientes de dos cuerpos que, jadeantes, se entregan a los placeres carnales con tal furor como si fuera lo último que pudieran hacer en sus vidas.
Los quejidos que todos conocemos aumentan y parecen, como dirían los que estudian estas artes, que son normales, pero de pronto, la mujer desgarra el silencio y la paz exterior de la casa y hasta la tranca del corral se oye un gemido que no es de amor sino de dolor y los ayes, aunque cortos, son profundos y mortales.
Luego otra vez el silencio. Sólo unos instantes. Ahora, por la puerta semiabierta, se escurre la figura de un hombre (lleva sombrero) que, en cuestión de segundos, sale de la casa saltando sobre el perro muerto, con la confianza de saber que ya no podrá morderle, ladrarle o gruñirle al menos.
Lo seguimos, con ojos de espanto, por la ignorancia de no saber por qué, si es el dueño de la casa, se va, como quien dice: “de malas”.
Con asombro vemos que recorre el mismo camino que la mujer pisó hace unos minutos y llega a la misma casa del centro del pueblo. Empuja la puerta emparejada, entra y la cierra.
El silencio, nuevamente, impera. La luna está ya a cinco sextos de su camino. El humor caliente de la tierra ha refrescado un poco y por el aire se mueven algunas ráfagas frías que bajan en los rayos de la luna muda y gorda que señaló el camino del desprecio para la venganza del marido traicionado.
A la mañana siguiente, cuando la luna se encuentre nuevamente en su escondite, hallarán dos cuerpos: el del dueño de la casa y el de la mujer. El de ella sobre la cama, degollada; y el de él debajo, degollado también y sólo la luna podría ser fiscal en el juicio al vengativo marido.

JOSÉ I. DELGADO BAHENA

1 comentario:

Anónimo dijo...

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