Hablar de la soledad, en soledad, es como referirse al sol estando en el desierto. Pero, de algo tengo que hablar, hoy cuando siento que una telaraña me envuelve los sentidos y me aísla de todo y de todos. Nadie puede negar que duele reconocerse en soledad, no material sino espiritual; es decir, creeer, suponer, pensar, sentir, imaginar, aceptar, tragarse entera la convicción de que a nadie, pero de verdad, a nadie le importas.
Y lo peor es cuando hay quienes intentan demostrarte lo contrario, por lo bajo te sonríes y haciendo la más desagradable de las muecas exclamas: ¡ajaaá! Así es esto, cuando no encuentras la más leve brisa que mueva tu embarcación y estás en el centro del océano tus fuerzas ceden, la lucidez se opaca, la lengua se pega en el paladar y el corazón se duerme con la puerta cerrada.
Y no hay lluvia que refresque la resequedad de tu alma, sólo una oscura, terrible y espesa nube de melancolía te acompaña. Entonces, los diablos se apoderan de las palabras y comienzan a trincharlas, les sangran, las corrompen y así, en estado putrefacto, se juntan en una masa espantosa que destila dolor y odio, rencor y egoísmo, pesadez y llanto, y dan forma al gran poema que esperabas para escupírselo en la cara o como taladro incrústarselo en el oído de la persona que te tiene en ese estado de degradación y miseria.
Y si ella te pregunta, aún con un tono de esperanza (o de tristeza): ¿es que ya no me quieres?
La hediondez se suelta con algunas letras que pronuncias con el mayor de los desprecios:
"No es que te haya dejado de querer,
lo que pasa es que no sé
si alguna vez te quise"
Y ahí dejas clavado el puñal en la más cruda de las heridas. El impulso es el mismo y para dar marcha atrás ya no se tienen las mismas fuerzas. Y ahí te quedas, encharcado, con los dos pies metidos en el lodazal de tu veneno, hasta que como Medusa, eres víctima de ti mismo y te llega lo que tanto ansiabas: la liberación final y definitiva que te hará abandonar la fosa de la soledad que tú mismo cavaste.
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