Ahora quiero compartir ( de una manera especial ) con ustedes, que me hacen el favor de abrir mi página y leer lo que les ofrezco por este medio, un poema que es medular en el contenido de mi libro "Malditas Palabras" (de hecho, aquí tuvo su origen el título ), sólo que se los presentaré por partes, ya que es un poco largo (quienes tienen el libro lo saben), agradezco de antemano su comprensión y su paciencia.
Les quiero pedir, también, que me dejen algún comentario, ya sea en la página o en mi correo: jose_delgado9@hotmail.com Gracias.
ERAN LAS TRECE DE LA TARDE
I
Eran las trece de la tarde
(ya sé que no se dice así,
mas cuando alguien como yo, necio,
se monta en su trece,
no hay quien lo baje
aunque el diablo baile),
eran las trece cuando llegaste a mi puerta
y el reloj lloraba
horas de lágrimas.
Sonreías, forzadamente,
pero una gran angustia
en tu voz se notaba.
Te pregunté: “¿Cómo has estado?”,
y hablamos de mil cosas
con ansias disfrazadas.
Los minutos pasaron, llovían las palabras,
por demás casuales,
que nada decían
pero a la soledad le daban la batalla.
De pronto: el silencio.
Las miradas, a veces eran reclamos,
a veces esperanzas;
entonces,
yo,
con las palabras de mi padre:
“se acabó, a la chingada ”,
de nuestra historia
cerré la página.
Eran las trece diecisiete,
la nostalgia,
en el aire,
vigilaba.
Abriste el cofre donde guardabas
tu última (la única) carta.
Dijiste: “es para ti,
la lees cuando me vaya ”.
Yo pensé: “no importa,
la he leído ya en tu mirada ”,
y el perdón (¡maldita sea!)
de mis labios no brotaba.
Acerqué mis pasos hacia ti
(las dudas sus flechas me lanzaban);
busqué tus ojos
y en ellos encontré un brillo de esperanza.
Te dije: “cuídate ”,
y quería decirte: “no te vayas ”.
Me abrazaste,
mis manos nerviosas anudaban mi bufanda
(este pinche frío invernal
el calor de mi alma congelaba).
Vi tu rostro por última vez (¡bendito Dios!)
tan cerca de mi cara,
sentí el aliento que, en horas felices,
de vida me llenaba;
me diste un beso en la mejilla,
mi corazón lloraba.
Preguntaste: “¿qué hora es?”
“Las trece treinta y uno”, te dije.
“Es tarde” –dijiste- “ya me voy, que seas feliz…”
(y algo más, pero no escuché nada).
Te acompañé a la puerta
deseando (sin pedirlo)
que una vez más a mi lado te quedaras.
Pero saliste y,
al mismo tiempo,
la soledad entraba.
Me senté y, en medio de un silencio de muerte,
con manos temblorosas,
abrí la carta.
En ella, como lo supuse,
las dudas me aclarabas;
pedías perdón por no decirlo con valor,
cara a cara.
También pedías que nunca te olvidara
(¿Cómo podría hacerlo,
si el vacío que dejaste en mi habitación
agrieta mi garganta,
y hoy que te escribo esta líneas,
que no conocerás,
siento un peso enorme
que me tortura el alma?).
Terminaste escribiendo
tres malditas palabras:
“!Adiós, para siempre !”,
la soledad reinaba.
Eran las trece treinta y siete
y el reloj lloraba
horas de lágrimas.
Mañana les regalaré la segunda de las tres partes que componen el poema. Un saludo para mis amigos poetas del grupo Transgresión de Iguala, Gro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario