martes, mayo 28, 2013

MANUAL PARA PERVERSOS
El perverso mayor
José I. Delgado Bahena
De niño le decían Chanito, ahora le dicen: “Don Chano”. Ese respeto se lo ganó a la brava. Siempre dando buena cara a las tormentas y levantando la frente en las carencias. Su brazo fuerte lo mantuvo del campo y su sensibilidad lo llevó a la música.
                De chamaco tomó una decisión y dejó la casa paterna por seguir a la madre quien encontró un apoyo para su viudez en la mirada de Manuel Juárez, y Chanito se vino a sembrar los terrenos del padrastro y a formarse bajo los cuidados de María, la madre.
                Siendo músico, Feliciano, aprendió a tocar, por nota, con un saxofón pagado a crédito, los temas de moda de Pérez Prado y de las grandes bandas del momento; por eso, sin pensarlo, acudió al llamado del hermano Bico, quien era experto en la tocada y le enseñó los mejores secretos para interpretar las melodías en su sax y formaron una banda local, con otros músicos del pueblo, para dedicarse a amenizar las fiestas religiosas de otras comunidades vecinas.
                Esa fue su gran pasión y su necesidad. En la que desahogaba sus desconciertos de jornalero, leñador, pescador, sembrador, ayudante de albañil, velador en la granja “Los Chones”, de un militar que compró unos terrenos en la orilla del pueblo y puso un criadero de gallinas finas para surtir de huevo a la región.
                Esa pasión por la música y la necesidad del recurso para abastecer al hogar que había formado con Bricia, lo llevó a aceptar la invitación para irse de aventura en busca del oro verde a la ciudad fronteriza de Tijuana, donde, con un grupo de compañeros tocaban por las calles y en los restaurantes con la esperanza de que la gente les reconociera su talento y les obsequiara algunas monedas por las melodías solicitadas.
                “En esas andanzas, llegué a estar en Ensenada”, comentó un día, “allá se maneja puro dólar, nada de pesos.”
                Por esa época, Bricia, su mujer, se encargaba del cuidado, de la formación y en muchas ocasiones, hasta de la manutención de los hijos; pero él jamás desatendió su responsabilidad y periódicamente enviaba algo de dinero en largas cartas certificadas muy emotivas en las que denotaba su preocupación por la lejanía y la nostalgia por la tierra y la familia.
                Sin embargo, con esos medios y esos recursos tan escasos pudieron formar a sus cinco hijos en un ambiente de respeto, de humildad y de trabajo.
                Con normas rígidas y medidas estrictas, Feliciano encausó las inquietudes de los chamacos hacia una convivencia respetuosa hacia los demás y entre ellos mismos. Era duro, pero noble; sencillo, pero fuerte y orgulloso.
                Aún ahora, cuando el tiempo y las enfermedades han hecho estragos en su organismo, sigue siendo el jefe y dueño de la casa; él decide, él manda, él gobierna, apoyado por su “Casandra”, como le dice a su mujer.
                Fue muy hábil. El padrastro se alejó del terruño y dejó las propiedades a cargo de María, la madre de Feliciano y, al crecer éste, fue él quien se dedicó a sembrar las tierras en la orilla del pueblo y el calmil que rodeaba la casa.
                Fue muy hábil porque siempre propició la unidad entre sus hijos y, para mantenerla, les repartió un lote a cada uno en el mismo terreno cercano a la casa, con la finalidad de tenerlos a la vista y a la mano, para vigilarlos, orientarlos, enderezarlos y acercarlos en una convivencia cerrada en la familia, con él y Bricia en el centro.
                Hoy que enfrenta un daño severo en su hígado, con una enfermedad irreversible, a la que los médicos poco han podido hacer para ayudarle a recuperarse, aún mantiene la agilidad mental y la fortaleza anímica para aceptar ser llevado a los balnearios a quitarse la desesperación de estar en cama y a pelearse con las tortugas pintadas en el fondo de la alberca.
                Ahora, en su silla de ruedas, espera la llegada de Jahén, el nieto médico que trabaja en la Cd. de México, quien le prometió que lo llevaría a ver a las nenas, en un centro nocturno cercano al pueblo. “Ya tiene reservada una mesa cerquita de la pista”, dice en tono festivo y, a casi quince días de festejar su cumpleaños número ochenta y uno, sonríe con gesto picaresco protegido con la complacencia de su “Casandra”, quien dice: “Está bien, llévenlo, que se divierta”.
                Él es “don Chanito”, el jornalero, el saxofonista, el amigo, el abuelo, buen esposo y gran platicador, él quien hace su lucha contra sus enfermedades y las células metastásicas que le han minado las funciones de su organismo.
                Él es don Feliciano Delgado Deloya, el perverso mayor: mi padre.

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